La piel brillante crujió y los cierres plateados se abrieron al primer intento. Un montón de ropa se salió de la maleta y quedó desparramada por la mesa del porche de ladrillo del Château la Mer, donde Hélène Gerard los había invitado a ponerse cómodos antes de desaparecer en el interior de la casa. Emmanuel fue revisando capas de abrigos con forro, vestidos, gruesos jerséis y bufandas de ochos. Nicolai y su mujer no tenían pensado quedarse en la subtropical Durban.
—Marcas alemanas, inglesas y francesas —dijo Lana—. Todo es de hace un par de años, según parece.
Metida a presión en el fondo de la maleta había una pequeña caja de cartón con los bordes rasgados. Emmanuel levantó la tapa y se encontró un grueso papel con una imagen en color de Natalya, con el gesto torcido y vestida con un uniforme del Ejército Rojo recién planchado. Llevaba un fusil Nagant colgado del hombro y tenía detrás unos rayos de sol que atravesaban una capa de nubes e iluminaban unos dorados campos de trigo. Mujer, amante, soldado, campesina y modelo para la revolución. En la parte inferior había un texto en cirílico.
—Seguro que pone algo como «Un canto a nuestra sangre y nuestra producción» —dijo Lana con tono mordaz—. A los rusos no les gustan las sutilezas.
—Los panfletos que tiraban a los soldados en los campos de batalla tampoco eran demasiado sutiles —contestó Emmanuel.
Hacia el final de la guerra, las imágenes utilizadas por todos los bandos eran abiertamente pornográficas: mujeres alemanas agredidas por hombres rusos con falos impíos; muchachas inglesas dándose placer unas a otras porque sus maridos estaban muertos, enfermos o lisiados; jóvenes francesas prostituyéndose a cambio de un dólar yanqui. El objetivo de los panfletos era infundir entusiasmo a los soldados o desilusionarlos. O bien lucharían por proteger a sus mujeres, o bien abandonarían para volver a casa con ellas.
—¿Qué dirías que pone en esta? —preguntó Emmanuel mientras le daba otra foto de Natalya, esta vez vestida con un colorido traje de campesina y con una cesta de manzanas de un rojo muy poco natural.
—¿«La cosecha de primavera de las tierras vírgenes»? —contestó Lana antes de añadir—: Esa chica no ha recogido fruta en su vida.
—Solo delante de la cámara —dijo Emmanuel. El cine era el medio perfecto para Natalya. Permitía hacer largos primeros planos en los que no saliera otra cosa que su cara perfecta.
—¿La conoces?
—Está en la habitación de al lado. Embarazada y dormida.
—Ah.
—Con su marido —añadió.
Emmanuel sacó la última foto. Iósiv Vissariónovich Dzhugachvili, más conocido como Josef Stalin, aparecía sentado en un sofá de terciopelo marrón entre dos atractivas mujeres de brillante pelo rubio y esbeltas piernas enfundadas en medias de seda. Ambas tenían unas dentaduras blancas perfectas, no acostumbradas a masticar carne de caballo hervida o buñuelos de nabo. Una de ellas era Natalya. En la parte inferior de la fotografía había una frase garabateada con tinta negra.
Lana señaló una de las últimas palabras.
—Esa palabra la reconozco. Pone «Iósiv». Así se llamaba mi padre.
Emmanuel volvió a examinar la fotografía firmada. Detrás del sofá había un grupo de cinco soldados de uniforme, pero estaban más cerca de la puerta de la sala palaciega que del sofá, como si estuvieran esperando a que el imponente hombre los recibiera. Uno de los oficiales tenía la complexión corpulenta de Nicolai, pero iba bien afeitado y tenía los hombros erguidos.
—Este podría ser su marido —dijo Emmanuel—, pero está demasiado lejos para poder tener la seguridad.
—Tiene una gran estrella en las insignias del cuello de la chaqueta, puede que más —dijo Lana acercándose un poco—. La gorra de dos colores con visera y la casaca podrían ser del NKVD. El servicio de seguridad del Estado. Podría decirte más si se viera mejor.
Emmanuel la miró, intimidado y subyugado por la naturalidad con la que exponía sus conocimientos sobre el mundo militar.
—Mi padre quería un hijo varón, pero me tuvo a mí —dijo ella—. Intenté compensar ese error a toda costa.
—¿Cuál dirías que es el cargo de este hombre? —preguntó Emmanuel señalando al oficial que más se parecía a Nicolai. No tenía claro que la respuesta tuviera demasiada importancia. Solo quería que Lana siguiera hablando.
—Como mínimo, comandante del servicio de seguridad del Estado —contestó ella—. ¿Encaja eso con el hombre que está en la casa?
—No, la verdad es que no —dijo Emmanuel.
Aunque, por otro lado, Nicolai había hallado fuerzas para levantarse de la tumbona en la casa del promontorio y había mantenido la calma en medio de una lluvia de disparos. Eso también explicaría por qué el autor de los disparos había seguido a la pareja. Un oficial de alto rango del NKVD sería un objetivo primordial para los ingleses, los americanos y quizá incluso para algún organismo ruso con ganas de recuperar a un desertor.
—Podría ser —añadió.
—¿Cuál es tu relación con ellos? —preguntó Lana, que empezó a doblar los gruesos abrigos y bufandas y a meterlos otra vez en la maleta.
—Buena pregunta —contestó Emmanuel mientras volvía a meter a presión la caja de fotografías en la esquina de la maleta, con la instantánea del sofá de Stalin encima de las demás. Había algo en el cabello oscuro, los ojos negros y la fría sonrisa de Stalin que le recordaba a Khan—. Estaba investigando el asesinato de Jolly Marks y seguí una pista que me llevó hasta los rusos.
—¿Jolly? ¿Ese es el niño al que mataron en la zona de carga del puerto?
—Sí. Probablemente los rusos fueron las últimas personas que le vieron con vida —dijo Emmanuel—. Pero, más allá de eso, no veo ninguna relación con el asesinato de Jolly ni con los homicidios de Stamford Hill.
—Uno de los clientes habituales del bar es agente de la policía ferroviaria. Dijo que al chico lo había matado una banda de indios que suministra niños a una red de tráfico de esclavos blancos. Dos tipos con ropa elegante a los que les entró el pánico cuando el crío intentó escaparse.
La vieja historieta. Dondequiera que miraran, las comunidades inglesa y holandesa percibían la amenaza de la gente de piel oscura y su carácter insidioso. Mozos insolentes que dejaban morir las plantas de los jardines con el calor, criadas descuidadas que sobrealimentaban a las queridas mascotas de sus amos a propósito y, acechando entre las sombras de todas las ciudades europeas, el constante y terrorífico espectro de hombres de piel oscura con un gusto insaciable por las mujeres blancas.
—A Jolly no lo mataron los indios —dijo Emmanuel. La lista de personas que no habían cometido el asesinato era el componente más sólido del caso hasta el momento—. Ni tampoco los rusos.
De hecho, la única persona a la que se podía relacionar con los tres asesinatos era el propio Emmanuel. Era el principal sospechoso, y con razón. Los motivos eran irrelevantes, ya que la policía judicial de Durban tenía pruebas.
—Excusez-moi —Hélène Gerard salió al porche con una bandeja con una humeante cafetera y un plato de galletas de chocolate caseras. Se le había pasado la borrachera y olía a lavanda. Llevaba el pelo recogido con horquillas y volvía a tener una sonrisa recién dibujada en la cara—. He pensado que quizá les apetecería algo de comer.
—Gracias —dijo Emmanuel sin prestar atención a la mirada de Lana. No tenía ni la menor idea de a qué se debía ese interés desmedido de Hélène Gerard por ser servicial. El único que sabía la respuesta a esa pregunta era el inspector.
—¿Cómo toma el café, señor Cooper? —preguntó Hélène mientras echaba el oscuro líquido en una taza. Tenía agarrada el asa de plástico moldeado con tanta fuerza que se le habían puesto los nudillos blancos. Un poco más de presión y el asa se rompería en pedazos.
—Con leche y dos de azúcar.
La sonrisa de la mujer francesa tembló como si tuviera vida propia y cada bocanada de aire que cogía parecía una decisión consciente de tomar oxígeno. Como aguantando el tipo. Lo que Emmanuel no sabía era contra qué.
—¿Y usted, mademoiselle? —le preguntó a Lana.
—Con leche y una de azúcar. Gracias.
El pitorro metálico de la cafetera chocó contra el borde de la taza con un tintineo. Hélène recuperó la calma y terminó la tarea sin derramar líquido en el plato. La sonrisa permaneció inmóvil en su rostro.
—Es muy tarde —dijo Emmanuel—, no se quede levantada por nosotros. Ya nos las arreglamos.
—¿Seguro?
—Váyase a descansar. La veré por la mañana.
Hélène se retiró hacia la casa y, al llegar a la puerta, titubeó.
—¿No hay nada más que pueda hacer por ustedes? Por favor, no tienen más que pedirlo.
—No necesitamos nada —contestó Emmanuel—. Nos ha atendido muy bien. Se lo agradezco.
—Ha sido un placer.
Hélène volvió a la casa y, tan atenta como siempre, cerró la puerta de doble hoja después de entrar. Emmanuel removió el café. Esperó y aguzó el oído. Hélène estaba espiando desde detrás de la puerta. Lo sabía con la misma certeza con que sabía que había leído sus documentos de identidad mientras dormía.
—Le gustas mucho —dijo Lana—. O te tiene miedo. No sé cuál de las dos cosas.
Emmanuel se acercó a la puerta del porche. Unas pisadas hicieron crujir el suelo de pino del pasillo del interior. Hélène Gerard se estaba replegando.
—Tiene miedo, pero no de mí —contestó Emmanuel, que automáticamente recorrió el jardín y la entrada para vehículos con la mirada en busca del origen de los temores de Hélène. Una rana croó cerca de la fuente con la figura de mármol con forma de mujer, pero no hubo ningún movimiento—. Acábate el café y te llevo a casa de Van Niekerk.
—¿Has encontrado lo que necesitabas?
—No —contestó. Era de esperar. En lugar de aclarar las cosas, cada nueva prueba añadía más confusión—. Sigo sin saber quién mató al pequeño Marks. Tampoco sé por qué.
Y eso era lo que estipulaba el acuerdo: tenía que encontrar al asesino de Jolly Marks.
—¿Entonces sigues en apuros?
Lana abrió el bolso de paja, sacó la Walther y la deslizó por la mesa.
—Por ahora —contestó Emmanuel—. Gracias por tu ayuda, de todas formas.
—No es que haya servido de mucho… —se colgó el asa de la muñeca y frunció el ceño—. Tiene gracia. Estaba convencida de que entendía mejor el ruso escrito.
«O quizá la perspectiva de esperar a que el inspector Van Niekerk volviera a casa bebido y excitado no tenía ningún atractivo», pensó Emmanuel. Quizá la información sobre el oficial del NKVD resultara útil cuando Nicolai se despertara.
Se guardó el arma y se dirigió hacia el Buick. No tenía nada que darle a Van Niekerk. El inspector no tendría nada que dar al siniestro hombre de la sala de interrogatorios. Emmanuel sacó las llaves del coche pero no las metió en la cerradura. Se oía el agua de la fuente de adorno en el jardín, pero le había llegado otro ruido procedente del acceso a la entrada de vehículos. Levantó la mano para indicarle a Lana que guardara silencio. Un seto de murraya que le llegaba hasta la altura de los hombros, bien cortado y denso como una jungla, protegía la casa de coches y transeúntes. Emmanuel se agachó y fue avanzando rápidamente por la parte de dentro.
Lana se acercó y Emmanuel pensó en mandarla de vuelta a la casa pero, si había alguien en la oscuridad, el doble de manos significaba la mitad de trabajo.
—La casa hace esquina —susurró—. Yo registraré este lado de la calle, tú registra el otro. No mires por encima del seto. Ni una sola vez. Busca un agujero por el que asomarte. Si no lo encuentras, haz uno sin hacer ruido. ¿Entendido?
Lana asintió con la cabeza.
—Nos vemos en el porche dentro de tres minutos.
Lana atravesó el jardín, rauda como la sombra de un pájaro. Se fue arrastrando junto al seto, coordinando las manos y los ojos para encontrar un hueco entre la vegetación. Su habilidad para hacer algo así sin inmutarse era desconcertante. Aquella mujer había acechado y espiado en absoluto silencio antes. Suficientes veces como para que pareciera algo natural.
Emmanuel esquivó la entrada para vehículos y avanzó paralelamente a la calle, en busca de alguna pequeña abertura entre las hojas y la enredadera por la que entrara luz. No encontró ninguna, de modo que empezó a separar la maleza cuidadosamente, rama por rama, para abrir un túnel. La vista no mejoró.
Había un Chevrolet negro aparcado a cada lado de la entrada del château, preparados para una emboscada. Un hombre delgado con un traje oscuro se abrochó la bragueta y se metió en el asiento del copiloto del vehículo más cercano. Tener que mear durante una operación de vigilancia era una pesadilla logística. Dos lucecitas rojas brillaron en el interior del segundo coche. Un cigarrillo rápido antes de una redada siempre ayudaba a calmar los nervios.
Calle abajo, a no más de media manzana, había un gran Dodge negro aparcado debajo de una farola. Durban estaba lleno de automóviles Dodge, pero la montura cromada de los faros y la abolladura en la calandra delantera lo hacían idéntico al coche del arcén de la carretera del promontorio. En el asiento del conductor se veía la oscura silueta de un hombre recostado.
La adrenalina envió un mensaje a todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo: «Sal corriendo a toda velocidad, lo más deprisa que puedas y sin mirar atrás». Si se daba prisa, podría atravesar el jardín a oscuras, saltar la valla y desaparecer en la oscuridad. Lo único que tendría que hacer después sería correr y no detenerse nunca más, correr y no volver a dormir nunca más. Notó el bombeo de la sangre por sus venas y sintió un nuevo dolor punzante en el corte de la mejilla.
—No vas a batirte en retirada, soldado —la voz del sargento mayor sonaba relajada—. No te vas a rendir. No vas a sacar la bandera blanca. Te quedan quince horas del plazo acordado con Van Niekerk y dejar que esos cabrones te machaquen no era parte del trato. Van a coger lo que quieran de la casa y te van a cargar a ti con los asesinatos. Esa es la pura verdad y lo sabes.
Sí, lo sabía.
—Líbrate de ellos —dijo el sargento mayor—. No les des nada hasta que hayas tenido la oportunidad de limpiar tu nombre.
Emmanuel miró la hora. La una y media de la madrugada. Aquellos hombres esperarían aproximadamente una hora para entrar en la casa, cuando estuvieran seguros de que todos en La Mer estaban durmiendo. Escoger el momento adecuado era fundamental. La capacidad de sacar a los sospechosos de la cama, todavía atontados y medio dormidos, equivalía a tener el poder; una acción sencilla que lanzaba un mensaje: «La noche es nuestra. Tus sueños son nuestros. Tú eres nuestro».
Seis meses intentando ser invisible y experimentando lo que era no ser blanco. Bueno, no esa noche. En el reloj de Van Niekerk aún quedaban quince horas e iba a usar hasta la última. El tipo del Dodge y sus amigos tendrían que esperar.
—¿Cuántos coches? —le preguntó a Lana, que estaba en el porche mordiéndose la uña del pulgar.
—Uno al final de la calle —contestó ella—. Con un hombre al volante.
—Todas las salidas de la casa están bloqueadas —Emmanuel miró el seto y la valla del lateral, en los que no había ninguna abertura—. Nos tienen atrapados.
—¿Sabes quiénes son?
—No sé sus nombres, pero sé quiénes son. Sé lo que son.
—¿Policía? —preguntó Lana con tono esperanzado. El nombre de Van Niekerk les sacaría enseguida de cualquier problema con la policía.
—No —contestó Emmanuel—. El Departamento de Seguridad.
Los dos se quedaron callados durante unos instantes.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Lana en voz baja.
—Están esperando. Van a hacer una redada en la casa.
—¿Por qué iban a hacer eso?
Lana se puso pálida a la tenue luz del porche. El inspector Van Niekerk jamás conservaría a una novia que se hubiera visto atrapada en las redes del Departamento de Seguridad. Tenía demasiado que perder.
—Están buscando algo o a alguien —dijo Emmanuel—. Yo diría que a los rusos.
—¿Entonces van a detener a los rusos y se van a ir? —preguntó Lana.
—No hay forma de saber lo que va a pasar —respondió Emmanuel—. Pueden detener a uno de nosotros o pueden detenernos a todos.
Lana miró hacia el jardín.
—¿Cuándo crees que van a venir?
—Entre las dos y las cuatro. Es la mejor hora para las redadas nocturnas.
—Entonces tenemos…
—Media hora. Una hora, si tenemos suerte.
—¿Cuál es el plan? —preguntó.
—Encontrar una salida y usarla —contestó Emmanuel—. Tú, yo y los rusos.
Lana señaló la casa con el pulgar.
—¿Y tu francesa?
—Dudo que vengan por ella —dijo Emmanuel.
Detener la redada era imposible. Lo único que podía hacer era limitar los daños que iba a sufrir Hélène y salir de allí enseguida.
Señaló el seto que separaba el Château la Mer de sus vecinos de detrás.
—Cruzaremos el jardín y saldremos a la calle de detrás. Atravesaremos el seto si hace falta.
Emmanuel se fue hacia la izquierda y Lana hacia la derecha. Fueron recorriendo el seto hasta llegar a la mitad, buscando alguna abertura entre la vegetación tropical. La kyaha del servicio, como la de detrás de la casa de los Dutta, estaba prácticamente pegada al límite trasero de la parcela. Los criados tenían que estar cerca, pero no tanto como para poder asomarse por entre las cortinas del dormitorio.
Emmanuel examinó la solitaria entrada de la pequeña construcción. No había luz. No había movimiento. La habitación del servicio estaba vacía. Una casa del tamaño de La Mer tenía que tener al menos una criada interna. Hélène tenía servicio doméstico invisible y un marido invisible.
El hueco entre el seto y la pared trasera de la kyaha era muy estrecho y estaba oscuro como boca de lobo. Emmanuel se metió y avanzó a tientas hacia la débil luz que se veía al otro lado de la choza. Sus manos atravesaron la maraña de vegetación del seto y salieron a un espacio vacío.
—¿Qué hay? —preguntó Lana, que se desplazó ágilmente por la oscuridad y apoyó un hombro en la pared.
—Un agujero —dijo Emmanuel—. Parece lo suficientemente ancho para meterse por él.
—El pasadizo secreto de la criada —aventuró Lana—. Seguramente lo usara para visitar a su novio después de la hora de irse a dormir.
Emmanuel se arrastró por el túnel, que daba a un extenso jardín iluminado por un farol encendido a unos cuantos metros a la derecha, en la ventana de una pequeña construcción de adobe. Un camino bordeado de macetas de formas curvas con orquídeas araña conducía a la puerta trasera de la casa principal. Lana apareció a su lado y los dos se agacharon y respiraron la quietud de la noche.
Emmanuel se levantó lentamente. En el lado izquierdo de la casa había una entrada para vehículos vacía.
—Por ahí se llega a la calle. Encontraremos un coche ahí fuera.
No hacía falta decir nada más. Lana sabía lo que quería decir «encontrar».
—Vamos a buscar a los rusos —dijo ella. Los dos volvieron hacia el túnel.
El chirrido de un objeto de metal oxidado que se arrastraba por una superficie de cemento rompió el silencio. Un hombre negro fornido salió disparado de la construcción de adobe y fue corriendo hacia el seto de detrás de la casa. Iba blandiendo un knobkierie de madera, un garrote nativo.
—Quieto —dijo Emmanuel en zulú—. Quédate donde estás.
El hombre aflojó el paso, pero siguió acercándose. Era el miedo lo que le impulsaba. El miedo, supuso Emmanuel, y la certeza de que su permiso de trabajo desaparecería si no protegía las delicadas orquídeas blancas y la cubertería de plata de la gran casa. Sin aquel empleo, le mandarían de vuelta a algún poblado negro en el quinto pino y le darían una parcela de tierra árida con la que ganarse malamente la vida.
—Para y escúchame —dijo Emmanuel en voz baja, todavía en zulú—. No hemos venido a robar. No hemos venido a hacerte daño, ni a ti ni a la gente para la que trabajas…
Los fuertes chasquidos y las consonantes propias de un trabalenguas de la lengua zulú tenían un ritmo y una melodía únicos, e incluso allí, en medio de la oscuridad, desarmado y con un knobkierie sobre la cabeza, Emmanuel sintió placer al hablarla. La última conversación que había tenido en zulú había sido con el agente Samuel Shabalala, un hombre dotado de una expresividad sencilla que iba directa al quid de los asuntos y nunca se quedaba danzando alrededor.
—¿Te está entendiendo? —preguntó Lana, que se acercó a Emmanuel con curiosidad.
El hombre zulú soltó el garrote de madera y retrocedió arrastrando los pies. Las mujeres blancas eran más valiosas que el oro que se extraía de las minas de Johannesburgo. Bastaba con que un nativo le levantara un dedo a una para que la ley del hombre blanco cayera sobre él con la fuerza de un puño.
—Salani kahle —dijo el hombre negro mientras retrocedía hacia la casucha de adobe—. Que siga usted bien, nkosi.
—Hamba kahle —contestó Emmanuel, devolviéndole la despedida tradicional que había empleado el nativo—. Que te vaya bien.
La plancha de hierro ondulado, cortada de tal forma que encajara en el hueco de la puerta, se cerró con un chirrido y la luz de la lámpara de la habitación del criado se extinguió. Los pétalos de las orquídeas brillaron en el oscuro jardín como estrellas distantes.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Lana.
—Le he dicho que es más seguro soñar que estar despierto.