Un vigilante nocturno soñoliento con un abrigo de lana hasta las rodillas y unos mitones invitó a Emmanuel a atravesar los portones y acceder a la entrada de vehículos cubierta de gravilla de la casa de Van Niekerk, en el barrio de Berea. Había murciélagos de la fruta volando en círculos y el centro de la ciudad estaba iluminado por las luces de la celebración de la coronación. Emmanuel aparcó delante del edificio victoriano de dos pisos y se paró a pensar qué debía hacer a continuación. Presentarse ante Van Niekerk con las manos vacías no era una sensación agradable.
Joe Flowers, que no tenía navaja ni coche ni, para el caso, astucia suficiente para cometer tres asesinatos, había desaparecido de la lista de sospechosos y, en una vuelta rápida en coche por Point, Emmanuel no había conseguido localizar al hermano Jonah, la única persona que le quedaba por investigar. Lo único que tenía era a un matrimonio ruso que le había enseñado el dibujo de Jolly Marks al holandés. Sacó la Walther de la guantera y se la puso en el regazo. Quizá los caracteres cirílicos grabados en el metal sirvieran para explicar por qué había un hombre con un Dodge negro intentando dar caza a los rusos. Emmanuel se apretó un lado de la cabeza con los dedos. La pastilla de morfina que le quedaba le habría venido bien en ese momento.
—¿Piensas quedarte ahí sentado acariciando tu pistola toda la noche, Cooper, o vas a ir a decirle al inspector que la pista de Flowers no llevaba a ningún lado? Igual tiene una nueva pista para ti, o a lo mejor puede ampliarte el plazo —dijo el sargento mayor—. Joder, no tienes nada que perder. Joe está en la cárcel. El hermano Jonah está desaparecido en combate. Exodus se ha largado a Puerto Elizabeth y el ruso está k. o. En cuanto a la embarazada, bueno…, hazme caso…, aunque hablara inglés, más vale que no la molestes mientras duerme si es que algún día quieres poder tener hijos propios. Ahora entra ahí y pide ayuda.
—No digas ni una palabra mientras esté dentro —dijo Emmanuel antes de salir del Buick. Cerró la puerta del coche con llave y se metió la Walther en la pretina de los pantalones. El hecho de que estuviera loco y fuera capaz de convivir cómodamente con su demencia era algo que prefería guardarse para sí mismo.
—Está bien —contestó el sargento mayor—. Mantendré la boca cerrada, pero no me voy a quedar esperando a que me des permiso para salvarte el pellejo cuando llegue el momento. Soy soldado, no una puñetera niñera. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
Emmanuel subió las escaleras del porche de dos en dos y tocó el timbre con fuerza. El sonido de la aterciopelada voz de Nat King Cole inundó la noche. Imaginarse al inspector holandés fumando en pipa y disfrutando de una melodiosa canción le puso de buen humor. La puerta se abrió y Lana Rose se asomó a través de la cortina de humo de un cigarrillo.
—Ah, eres tú —dijo.
—Vengo a ver al inspector —dijo Emmanuel, impresionado al encontrársela medio desnuda en casa de Van Niekerk a esa hora de la noche.
—El inspector está en una fiesta de celebración de la coronación en el norte de la ciudad. Una fiesta con motivo de la coronación como es debido, con rosbif y bizcocho inglés con vino clarete de postre. Solo para larnies. No se permite la entrada a ex camareras ni a modelos de boutiques de ropa.
Larnies era el término exclusivamente sudafricano con el que se denominaba a lo más selecto de la sociedad; la calidad, la flor y nata, la crème de la crème que llegaba a lo más alto gracias al dinero y a una buena cuna. Magnates del azúcar, dueños de fábricas, jueces y médicos, con un puñado de actores de Londres a los que suplicaban que se alejaran unos días de la temporada del teatro Bulawayo de Rodesia para darle un poco de gracia a la mezcla.
—¿El inspector se relaciona con esa pandilla? —preguntó Emmanuel sorprendido. Muy pocos afrikáners conseguían entrar en el círculo de los larnies en Durban, el epicentro inglés de Sudáfrica.
—Dale cinco años y el inspector será el jefe de esa pandilla —dijo Lana—. Él y esa estirada con la que se va a casar.
Menuda rapidez. El inspector llevaba menos de seis meses allí y ya tenía una prometida, una querida y un puñado de policías bajo su influencia. Van Niekerk tenía un plan. Van Niekerk siempre tenía un plan.
Lana dio una fuerte calada a su cigarrillo y se inclinó hacia delante. El movimiento la hizo tambalearse.
—Tienes un corte en la mejilla.
—Ha sido una noche complicada —dijo Emmanuel—. Volveré mañana.
—No seas tonto. Hay hielo en el refrigerador y el inspector volverá enseguida.
Emmanuel vaciló, pero Lana ya había echado a andar hacia el salón. Llevaba unos zapatos negros con tacones de satén y el bajo de su bata de seda blanca se iba agitando y rozándole las piernas desnudas. Emmanuel cerró la puerta de la casa. Hasta que Nicolai estuviera descansado y en disposición de hablar, no tenía ningún otro sitio al que ir.
—Voy a poner hielo en una servilleta. O puedo intentar buscar un poco de… —Lana buscó la palabra exacta— yodo. Eso es, yodo.
—El hielo servirá —contestó Emmanuel, que entró en un gran salón con dos sofás de piel y un carrito lleno de bebidas alcohólicas. Encima de una mesita de centro había un cenicero lleno y un montón de revistas femeninas importadas. Las paredes estaban adornadas con paisajes de los viñedos de El Cabo con marcos dorados. Lana puso un puñado de cubitos de hielo en una servilleta de algodón.
—Siéntate —le dijo.
—Estoy bien —contestó Emmanuel cogiendo la servilleta y poniéndosela en la marca que le había dejado el puño de Fletcher. Ponerse cómodo junto a Lana Rose en el sofá de Van Niekerk parecía peligroso.
Lana echó un poco de whisky en un vaso.
—¿Estás en apuros, Emmanuel?
—Un poco —contestó.
Le ofreció el vaso y Emmanuel se bebió la mitad de un trago. Iba a ser una noche muy larga y, por lo que se temía, infructuosa.
—¿Qué otra cosa se puede esperar cuando se es uno de los muchachos de Van Niekerk? —dijo Lana—. Meterse en apuros es parte del trabajo.
—Yo no soy uno de los muchachos de Van Niekerk.
Era un ex soldado y ex oficial de la policía judicial que había combatido en Francia y llevado a asesinos ante la justicia. Que le llamaran «muchacho» le escocía más que el corte de la mejilla.
—Claro que no —Lana apagó el cigarrillo en el cenicero y se hundió en el sofá de enfrente—. Y yo no soy su chica.
Aquella lujosa habitación estaba a solo unos kilómetros del piso de Lana en Umbilo, pero los separaba un mar de dinero. Si ganaba una serie de trifectas en las carreras de caballos hándicap de julio, quizá Lana acabaría en una casa como esa. En realidad, había apostado por el inspector jugándose su propio cuerpo y había ganado un asiento provisional en el círculo del ganador.
—Está bien —dijo Emmanuel—. Yo soy uno de los muchachos de Van Niekerk y tú eres su chica.
—Y esa es la razón por la que los dos estamos aquí, esperándole.
Se hizo un incómodo silencio. El ruido de un cohete, parte de las celebraciones de la coronación, resonó a lo lejos, en el puerto. Quedarse sin hacer nada mientras iban pasando los minutos y su arresto y encarcelamiento por tres asesinatos se acercaban era inaceptable. Emmanuel se inclinó hacia Lana, que se estaba masajeando la planta del pie derecho con el pulgar de la mano. Llevaba los zapatos de satén por estética, no por comodidad.
—¿Eres de Durban? —le preguntó Emmanuel.
—Nací en Umbilo. Lo más lejos que he estado en mi vida es Pietermaritzburg.
Su voz reflejaba pesar e impaciencia por la pequeñez de su mundo.
—¿Conoces a alguien que sepa leer ruso? Necesito que me traduzcan una frase.
—¿Me estás tomando el pelo, Emmanuel?
—¿Tomándote el pelo con qué?
Los ojos de Lana se veían casi negros a la luz de la lámpara.
—¿Tú sabes lo que es tener una madre alemana y un padre ruso en Durban? ¿En el último reducto del Imperio británico? ¿Tú sabes lo que es ser diferente en este lugar?
Había pasado doce años corriendo por las calles de Sophiatown y juntándose con los negros, los mestizos y los indios: un «kaffir blanco» a ojos de otros blancos. Cuatro años en un internado afrikáner fingiendo ser uno de los elegidos de Dios no habían conseguido borrar el recuerdo de aquella sensación de marginación.
—Sí —contestó—, sé lo que es.
Lana inclinó la cabeza y le miró. Le recorrió el rostro con la mirada en busca de alguna prueba de que la comprendía. Ser diferente en Sudáfrica significaba ser excluido. Ser diferente significaba no poder experimentar jamás la sensación de pertenencia. Emmanuel le devolvió la mirada con los ojos de otro paria.
Lana encendió otro cigarrillo, que sacó de un paquete que aseguraba ser el preferido de los médicos y enfermeras, y dio una larga calada.
—Yo misma hablo ruso —dijo—. Lo justo para ahorrarme problemas con los marineros borrachos y con los timadores que van por ahí afirmando ser el último Romanov que queda con vida.
—¿También sabes leerlo?
—Una palabra o dos.
Así que el icono del armario de las medicinas no era un simple adorno. Lana era medio rusa. Emmanuel se sacó la Walther de la parte trasera de los pantalones. Tenía el seguro puesto. No soltó el arma, pero la giró para que se viera el texto. Lana respondió levantando una ceja.
—¿Necesitas que te traduzcan una pistola?
—Sí.
Lana alargó el brazo para coger la Walther y Emmanuel apartó la pistola. La combinación de demasiado whisky, demasiados cigarrillos y el compromiso del inspector con una larnie estirada la hacían impredecible.
—Tiene el seguro puesto —dijo Lana—. Y el inspector va a volver en cuanto haya intentado llevarse a la cama a su novia y haya fracasado. Una vez más.
Emmanuel le dio la pistola. Aquel dato privado sobre la novia virgen del inspector era la clase de información que no necesitaba. Imaginarse a Van Niekerk intentando torpemente desabrochar unos botones y manosear un pecho le hacía humano, casi vulnerable, y Emmanuel sabía que eso no era verdad.
—Siéntate y relájate. Termínate la copa.
Lana volvió a recostarse en el sofá y se le abrió la bata de seda, dejando a la vista el delicado contorno de una pantorrilla y la curva de una rodilla. Examinó el texto grabado en la placa de níquel de la Walther con el ceño fruncido.
Emmanuel se quedó sentado en el sofá de enfrente y se terminó la copa con la mirada fija en el suelo. La piel, la seda y la caída en cascada de una cabellera negra sobre un hombro desnudo eran territorio prohibido.
—¿Y bien? —dijo.
—Una de las palabras es «pueblo», pero el resto no sé traducirlo, es demasiado complicado —confesó—. Sé que es un arma de regalo. Un obsequio. ¿De quién es? ¿Alguien importante?
—No estoy seguro.
Nicolai Petrov era un hombre mayor y enfermo con una mujer en avanzado estado de gestación y con dos pasaportes americanos falsos. Si había sido un héroe de la Unión Soviética, no podía decirse que eso le estuviera sirviendo para ponerse a salvo en Sudáfrica.
Emmanuel miró a Lana, intrigado.
—¿Qué sabes tú de armas de regalo?
—Mi padre coleccionaba armas. Mausers, Colts, Brownings y dos Nagants con el águila imperial rusa grabada que le regaló el mismísimo zar Nicolás. Por sus méritos mientras estuvo en servicio. Esa era la historia que contaba después de la primera botella de vodka. Después de la segunda, el Nagant venía con una finca en el campo, una dacha y un lago. Todo perdido en la revolución, claro —Lana pasó la yema del dedo por el texto grabado—. ¿El dueño de la pistola es ruso?
—Sí. Eso sí que lo sé.
—Y tú tienes su Walther.
—Me la ha dado —contestó Emmanuel.
—Una semiautomática de doble acción accionada por retroceso directo, con empuñadura de nogal, acabado cromado y un mensaje personalizado grabado. Nadie se desharía de una pistola así.
—¡La madre que me parió! ¿Dónde aprende una mujer ese lenguaje? —susurró el sargento mayor—. Se podría construir un rascacielos alrededor de la viga de acero que se me ha levantado debajo del kilt.
Emmanuel se pasó una mano por la cara para ahuyentar la áspera voz del escocés.
—Está bien —dijo—, se la quité.
—Y él se la quitó a un alemán —dijo Lana señalando un detalle del cañón metálico—. Mira.
Emmanuel se levantó y se acercó a ella de mala gana. Al sentarse a su lado en el sofá le vino a la cabeza la expresión «al alcance de la mano». Cigarrillos, whisky, perfume caro y cordita: el excitante olor de una chica traviesa que entendía de armas de fuego.
—Un águila imperial alemana —dijo Lana señalando la empuñadura de nogal—. Aquí es donde normalmente estaría el sello de Walther.
Una de las cosas que ocurrían en la guerra era que las armas cambiaban de manos con regularidad, tanto voluntaria como involuntariamente. Eran un botín más con el que se comerciaba y se hacía contrabando y que en tiempos de paz se exponía en vitrinas, como si fueran postales de la violenta línea de fuego.
—El arma de un oficial del ejército —dijo Emmanuel—. Robada a un alemán de alto rango y regalada a un ruso después de la guerra.
—¿Pero…?
—El dueño no tiene pinta de militar, de ninguna de las divisiones del ejército. Y su mujer tampoco es carne de cuartel.
—Pregúntales —dijo Lana.
—Van a estar fuera de combate hasta dentro de unas horas.
—Registra sus armarios y cajones y mira a ver qué encuentras. La gente deja toda clase de cosas a la vista de todo el mundo.
Esa era exactamente la clase de enfoque ilegal y sin restricciones de ningún tipo que defendía el sargento mayor escocés.
—No hay cajones ni armarios que registrar. Pero hay una cosa. Una vieja maleta.
Natalya había arriesgado su vida para recuperar la maleta de piel de la casa del promontorio.
—Vamos a echarle un vistazo —dijo Lana—. A lo mejor dentro hay algo que sí consigo entender.
—No —dijo Emmanuel levantándose rápidamente—. No es una buena idea.
—¿Por qué no?
—El inspector.
Aquello debería bastar como explicación.
—El inspector está en el norte bebiendo gin-tonics.
—Le estabas esperando.
Lana se levantó y se metió la Walther en el bolsillo de la bata de seda.
—Deja que maneje su propio surtidor por una noche. Le vendrá bien.
«Quién maneja el surtidor del inspector es algo que tenéis que resolver vosotros dos, en privado y sin mi ayuda», pensó Emmanuel. Le hizo un gesto a Lana para que le devolviera la Walther PPK.
—Los acuerdos domésticos no son mi fuerte, así que mejor me voy.
—Tú me has pedido ayuda, Emmanuel —dijo Lana dirigiéndose a la puerta—. Tómate otra copa, yo tardo cinco minutos.
—Tengo dieciocho horas para resolver un triple asesinato —dijo Emmanuel—. No me busques un problema personal con el inspector. Bastante complicadas son ya las cosas.
—Dieciocho horas —dijo Lana, que le observó durante unos instantes—. En ese caso, salgo en dos minutos.
Emmanuel se acercó a ella. Aquel disparate se iba a acabar inmediatamente.
—Esto no es ningún juego. Han muerto tres personas. Búscate otra forma de castigar a Van Niekerk por comprometerse con una larnie, una que no implique ponerte en peligro.
—¿Tú sabes lo que hacen las queridas y las modelos, Emmanuel? Esperan y sirven. Nada más. Las mascotas tienen vidas más emocionantes.
—Si quieres emociones, dedícate a cazar. Esto es una investigación criminal con pistolas, navajas y tipos muy malos.
—Eso es un resumen de lo que ha sido mi vida hasta ahora —contestó ella—. Llegas veinticuatro años tarde para protegerme del peligro, Emmanuel, pero eres muy amable por intentarlo.
Lana desapareció en el interior de la casa y Emmanuel se desplomó sobre el sofá. Detener a Lana sería facilísimo. Estaba medio borracha. Era una presa fácil. Sin embargo, quizá hubiera algo en la maleta, algún dato que pudiera dar la vuelta al caso.
—¿Listo?
Lana se había puesto un vestido de algodón azul con una falda con vuelo por debajo de la rodilla y sin escote. Colgado de la muñeca llevaba un bolso de paja, el nuevo hogar de la Walther. Con zapatos planos y con la cara lavada, Lana había dejado de ser una femme fatale y se había convertido en la clase de novia que daba fuerzas a los soldados de toda condición para luchar y así poder volver a casa con ella.
Era auténtica magia.
—Dieciocho horas —dijo Lana.