15

Hélène Gerard estaba en el porche, sentada a la sombra con un vaso de vino tinto en la mano. Llevaba un traje de noche de color naranja fuerte con una falda con vuelo, pero iba descalza. El DeSoto se detuvo en la entrada para vehículos y la mujer francesa se levantó y se acercó a las escaleras con la sonrisa preparada.

—Es un placer tenerle de vuelta, oficial Cooper —dijo saludando con la mano al extraño grupo de pasajeros del lujoso coche—. Veo que ha traído a unos amigos. ¿Se quedan a dormir?

Hélène tenía la punta de la nariz roja y los ojos hinchados, el resultado de una tarde de grandes cantidades de alcohol intercaladas con lágrimas. El vestido de color intenso y los pies descalzos, un atuendo fresco y cómodo para los días de asueto, no habían conseguido disipar la melancolía de los domingos.

—Nos quedaremos un rato —dijo Emmanuel mientras abría la puerta trasera del coche. Le tendió la mano a Natalya, pero ella hizo como si no le hubiera visto y se bajó del DeSoto trabajosamente. Se masajeó la parte inferior de la espalda y protestó con una palabrota en ruso. Natalya era una Eva de la modernidad, condenada a cultivar la semilla del hombre y a parir a sus hijos.

—Te presento a Natalya —dijo Emmanuel—. No habla inglés, pero quizá quiera comer algo y darse un baño.

—Por supuesto —Hélène bajó las escaleras del porche lentamente en dirección al coche, agarrándose a la barandilla con las dos manos para no perder el equilibrio—. Me ocuparé de que tenga todo lo que necesite, oficial Cooper.

—Gracias.

Emmanuel observó cómo la francesa ebria y la rusa embarazada subían las escaleras de La Mer como dos amigas inválidas de excursión. Hélène vaciló al llegar a la puerta de la casa.

—¿Se lo dirá al inspector? —preguntó.

—Claro.

«Algún día en el futuro próximo», pensó Emmanuel, «el misterio de la francesa mauriciana melancólica y su marido ausente quedaría resuelto».

—Gracias, oficial.

Por medio de gestos, Hélène hizo como si comiera y se lavara la cabeza mientras conducía a Natalya al interior de la casa. Emmanuel inclinó el cuerpo hacia el asiento trasero del DeSoto y vio a Nicolai desplomado sobre el asiento de cuero. Se le veía el blanco de los ojos entre los párpados entrecerrados y se apreciaban unas débiles pulsaciones en la parte inferior del cuello.

—Nicolai —dijo Emmanuel, que se metió en el coche y le dio unos golpecitos en la mejilla cubierta de vello hirsuto—. Nicolai, ¿estás despierto?

—Cansado —farfulló Nicolai—. Dormir, ¿sí?

—Todavía no —contestó Emmanuel—. Enseguida.

El hombretón consiguió incorporarse a duras penas, pero no tuvo fuerzas para levantar su enorme mole del asiento. Tenía unas oscuras ojeras azules bajo los ojos.

—Recuéstate —dijo Emmanuel, ante lo que el ruso se desplomó entre los pliegues de su abrigo. A lo mejor los calmantes que se había tomado tenían barbitúricos. En realidad, poco importaba. Con pastillas o sin ellas, durante unas horas Nicolai iba a estar demasiado débil para colaborar en la investigación. La racha de mala suerte no había terminado. Emmanuel dejó la maleta de piel al pie de las escaleras.

—Échame una mano —le dijo a Exodus—. Tenemos que meter a Nicolai en la cama. Yo le cojo de los hombros, tú agárrale de las piernas.

Exodus salió de su guarida en el interior del DeSoto de mala gana. Involucrarse en los asuntos de los blancos era parte de su trabajo, pero aquella situación era más complicada que llevar a un hombre a un burdel multirracial clandestino u organizar una partida de póquer privada.

Emmanuel deslizó a Nicolai por el asiento y, con ayuda de Exodus, le llevó escaleras arriba y le metió en La Mer. Dentro de la casa hacía fresco y había poca luz. Desde la cocina les llegó el silbido de una tetera. Acarrearon al hombre ruso hasta la habitación de Emmanuel y le tumbaron en la cama de estilo provincial, donde su robusto cuerpo abrió una zanja en el edredón de pluma de oca.

—Tengo que irme —dijo Exodus, que volvió a salir de la habitación apresuradamente. Mantuvo la mirada fija en el suelo de madera de ciprés para dejar claro a Emmanuel y a quien hiciera falta que no había visto nada mientras había estado dentro de la casa.

—¿Tienes amigos o parientes fuera de Durban? —le preguntó Emmanuel cuando el basuto hubo salido al porche arrastrando los pies.

—El hermano de mi padre está en Puerto Elizabeth.

—Quédate unos días en su casa.

La policía dejaría de buscar al Holandés Errante en cuanto se acabara el plazo de cuarenta y ocho horas pactado por Van Niekerk.

—Me voy para allá ahora mismo.

Exodus bajó corriendo las escaleras del porche y abrió el enorme maletero del DeSoto. Metió el elegante sombrero en una sombrerera redonda y sacó el mono de trabajo, que se puso encima del traje verde y se abrochó hasta el cuello. La transformación de un hombre negro de mundo en un simple criado era como un truco de magia. A continuación levantó la alfombrilla del maletero y sacó un trozo de papel doblado, un cuaderno y un bolígrafo.

—¿Para qué es eso? —preguntó Emmanuel.

—Un permiso para viajar y una autorización del baas en la que ponga que puedo llevar su coche a Puerto Elizabeth.

—¿Qué baas?

—Usted —Exodus se acercó a Emmanuel y le dio el bolígrafo y el cuaderno.

Puerto Elizabeth estaba a algo más de cien kilómetros siguiendo la costa en dirección sur, pero un nativo no podía viajar de una ciudad a otra sin un permiso oficial del gobierno y de su patrono. Un hombre negro en un buen coche era una invitación a que la policía le parara y le registrara.

—¿Qué tengo que escribir? —preguntó Emmanuel.

Exodus le dictó:

—«Este mozo trabaja para mí. Es buen mozo y buen conductor. Se dirige a Puerto Elizabeth para hacerme un recado. Por favor, permítanle el paso». Firma debajo.

Emmanuel escribió la nota palabra por palabra. Experimentó una sensación de vergüenza que había permanecido prácticamente latente en su interior desde su infancia. A los nueve años, cuando trabajaba a tiempo parcial en el taller del barrio, era el encargado de firmar los permisos de fin de semana a los cuatro basutos que atendían los surtidores de gasolina: hombres adultos con mujeres e hijos y con el cabello negro salpicado de canas recibiendo permiso para ir a sus casas de un niño blanco que todavía llevaba pantalones cortos.

—Muchas gracias —dijo Exodus, que se guardó la nota en el mono de trabajo y se metió en el coche. Puso el motor en marcha y salió de La Mer marcha atrás. Un hombre adulto armado con una autorización escrita para viajar por una tierra que había pertenecido a sus ancestros.

El holandés negro desapareció y Emmanuel se apoyó en la barandilla del porche de La Mer. Llevaba veinticinco horas investigando y ni siquiera se había aproximado a la respuesta a la pregunta de quién había matado a Jolly Marks o a la señora Patterson y a la criada Mbali. La lista de sospechosos ni siquiera era una lista, sino solamente un par de nombres. Joe Flowers y el hermano Jonah. Sin la ayuda de la policía judicial y de la policía de a pie, identificar al conductor del Dodge negro sería prácticamente imposible.

Emmanuel estiró el cuello para aliviar la tensión y observó la ciudad de un blanco resplandeciente que se extendía ante él. Las hermosas casas y los coloridos macizos de flores sugerían orden y calma. Sabía por experiencia que a menudo las impresiones y la realidad no se parecían en nada.

Emmanuel sintió la presión contra el cráneo de un dolor que no podía aliviarse con morfina ni con ninguna otra droga. Enseguida llegaría la voz del sargento mayor, bufando y diciendo palabrotas. Prepárate para sentir dolor. Acepta el dolor. La calma llega después de la batalla, no antes. Decidió rendirse.

—Cuando quieras —dijo—. Te escucho.

La voz no se oyó.

Había luz en la ventana delantera del piso de la hermana Anne. Había metido en casa a su padre para pasar la noche. El plan de ataque era muy sencillo: entraría en el dormitorio por la ventana trasera y pillaría por sorpresa a Anne y a Joe. Si la ventana estaba cerrada, echaría abajo la puerta principal y probaría suerte. Metió la Walther PPK en la guantera del Buick. Una vez que se introducía un arma, un plan sencillo se ramificaba en una decena de posibles desenlaces que casi siempre incluían sangre y un viaje gratuito en la parte trasera de una furgoneta de la policía.

Se había levantado viento y el aire trajo un olor a gasoil y a sal. La hermana pequeña de Jolly salió del edificio y se sentó en lo alto de las escaleras con su muñeca envuelta en un edredón de retazos. La noche la envolvió y la brisa le levantó unos cuantos mechones de pelo. Emmanuel cerró el Buick con llave, subió las escaleras y se sentó junto a la pequeña. Desde el pasillo llegaba un aroma a cebolla frita.

—Es muy tarde, ¿qué haces aquí fuera? —le preguntó.

—Mi bebé no puede dormir. Dentro hay demasiado silencio y le gusta ver la luz del faro encendiéndose y apagándose.

Los destellos amarillos intermitentes del faro del promontorio danzaban por la bahía pero no llegaban a la costa.

—¿Te acuerdas de quién soy?

—Eres policía —contestó mientras acunaba a la muñeca en sus brazos.

—Exacto. Hablé contigo el otro día —dijo Emmanuel—. ¿Conoces a una chica que se llama Anne que vive encima de vosotros?

Ja. Anne tiene gatitos.

—¿La has visto esta noche?

—Ha metido a su padre en casa. El padre tenía tos.

—¿Crees que Anne está en casa?

Susannah levantó la muñeca, se la puso en el hombro y le acarició la espalda con tanta ternura que Emmanuel tuvo que apartar la mirada. Le vinieron a la memoria viejos recuerdos. Una tumba reciente señalada con un sonajero en lugar de con una cruz. Mujeres agachadas entre los escombros abrazando a sus hijos con fuerza aunque sus cuerpos no fueran a servir para protegerlos de las bombas o las balas. Había visto mujeres con los ojos hundidos y vestidas con harapos empujando cochecitos a través de ciudades arrasadas. En la guerra, las mujeres protegían la vida como si protegieran una diminuta llama del viento.

—Le está preparando un guiso a Joe —dijo Susannah—. Joe tiene la cabeza muy grande, como los títeres.

—¿A Joe? ¿Estás segura?

Susannah metió la mano entre los pliegues del edredón y sacó una moneda.

—Joe me ha dado un penique cuando ha entrado por el patio de atrás. Ha dicho que me lo tengo que gastar en caramelos.

—¿Anne le estaba esperando?

Ja. Le ha dejado entrar por su ventana y después ha venido a pedirle unas cebollas a mi mamá —Susannah sacó una segunda moneda del mugriento fardo—. Esta me la ha dado Anne. Si viene alguno de los policías, tengo que ir corriendo a decírselo.

—Yo soy policía, ¿por qué no has ido corriendo a decírselo?

—Mi bebé se va a despertar si me muevo. Iré a decírselo cuando el bebé esté durmiendo.

Atrapar a Joe no iba a ser fácil. Era rápido y corpulento y conocía el vecindario. El truco estaba en pillarle por sorpresa.

Un comandante utiliza las armas que tiene a su disposición, soldado —dijo el sargento mayor—. La niña tiene edad suficiente para encargarse de la tarea. Mándala al campo de batalla.

Susannah se puso a tararear una nana y Emmanuel se frotó la nuca, justo donde le terminaba el pelo bien cortado con maquinilla de afeitar. Estaba mal de la azotea. Hacía ocho años que le habían desmovilizado del ejército y todavía seguía obedeciendo órdenes de una voz que oía en su cabeza. Aquella noche parecía que aquello tenía cierto sentido.

—¿Hasta dónde sabes contar, Susannah?

—Hasta ciento cuarenta y tres. Me enseñó Jolly.

Aquello le dejaría tiempo suficiente para llegar al patio trasero por la puerta que conducía al callejón de detrás del edificio. Podría funcionar.

—¿Crees que el bebé se dormirá en el tiempo que tardas en contar hasta ciento cuarenta y tres?

—Puede —dijo Susannah—. Tiene pesadillas que entran por las ventanas. A lo mejor se queda dormida al llegar a ciento diez. Es su número favorito.

—Cuando el bebé se duerma, ¿puedes llamar a la puerta de Anne y decirle que la policía está delante de la casa?

Ja.

—Bien —contestó Emmanuel—. Acuérdate, la policía está delante. No en la parte trasera ni en un lateral. Delante de la casa.

Aquello debería servir para que Flowers saliera al patio trasero por la ventana de la escalera de incendios. La puerta amarilla que había visto desde el dormitorio de Anne y de su padre conducía a un callejón abandonado. Lo más probable era que Joe se fuera por allí.

—Chsss… —susurró Susannah—. Se le están cerrando los ojos.

—Díselo a Anne y después vuelve a casa —dijo. El puerto no era sitio para que una niña estuviera jugando de noche—. ¿De acuerdo?

La pequeña asintió con la cabeza y Emmanuel fue corriendo hasta la esquina. Miró hacia atrás por encima del hombro. Susannah estaba de pie, meciendo con delicadeza en sus brazos a la muñeca dormida, como una Virgen en miniatura. Los angostos callejones que discurrían entre los edificios eran el camino más rápido para llegar a la parte trasera. Emmanuel se metió por el primero y se abrió paso entre cañerías que se caían a pedazos y montones de latas oxidadas que se habían lanzado desde las ventanas de las cocinas de los pisos. Rezó para que Susannah tardara en subir las escaleras; de lo contrario, Joe Flowers se le iba a escapar completamente.

El estrecho callejón trasero discurría en paralelo a la calle y estaba flanqueado por las fachadas traseras de dos bloques de apartamentos. Un cuadrado amarillo le indicó la ubicación de la puerta que daba acceso al patio del edificio en el que había vivido Jolly Marks. Emmanuel siguió avanzando. Se oyeron unas pisadas en la escalera de incendios. Iba a llegar a la puerta más o menos al tiempo que Joe.

La mejor defensa es un buen ataque, soldado —gruñó el sargento mayor—. Túmbale.

La puerta amarilla chirrió al empezar a abrirse y Emmanuel se lanzó sobre ella y la empujó con el hombro. La puerta de madera se abrió hacia dentro y golpeó a Joe, que salía del patio en ese momento. El preso fugado cayó de espaldas, sin aliento. Emmanuel le inmovilizó contra el sucio suelo de cemento, bajo las cuerdas de tender la ropa. En ese momento se abrió una ventana y un hombre con una camiseta interior mugrienta se asomó con un cigarrillo liado a mano en un lado de la boca.

—¿Qué narices está pasando ahí? Voy a llamar a la policía para que vengan a por vosotros dos. Largo de aquí.

—Yo soy la policía —dijo Emmanuel, ante lo que el hombre se apartó de la ventana y la cerró. En el patio se oyó el chirrido metálico de varias cortinas que se corrían, el sonido de los vecinos de aquel tugurio dejando los problemas fuera de sus vidas.

—¿Llevas armas encima? —preguntó Emmanuel, cacheando a Joe—. ¿Una navaja? ¿Una pistola, quizá?

—No llevo nada —dijo Joe jadeando.

Emmanuel le registró los bolsillos del traje y sacó un paquete de tabaco de hebra, papel de fumar y una entrada usada para Un rostro de mujer, una película de la Metro-Goldwyn-Mayer que ponían en el cine Oxford en sesión continua entre las nueve de la mañana y las diez de la noche. Las cafeterías del cine eran el escondite perfecto para los delincuentes y los colegiales rebeldes. Y con la entrada iban incluidos un té caliente y una galleta en el intermedio.

—Háblame de Jolly Marks —dijo Emmanuel.

—No conozco a esa persona.

Emmanuel le golpeó la cabezota a Joe contra el suelo de cemento. Sonó como el batacazo de una sandía al caerse de una caja de fruta.

—Jolly era miembro de la parroquia Sión. Vivía enfrente de una de tus hermanas especiales. Le conocías. No me mientas.

—Ah…, ese.

Ja. Ese.

—No le he visto. De verdad.

Emmanuel volvió a golpearle la cabeza.

—¿Cuándo fue la última vez que le viste?

—Hace tiempo —gimió Joe—. Antes de que me metieran en la prisión central de Durban.

—¿Estás seguro?

Ja. ¿Por qué me pregunta por ese niño? Ese chaval no estaba bien de la cabeza. Ni él ni su hermana.

—No te acerques a su hermana —Emmanuel le apretó el musculoso cuerpo contra el duro cemento hasta que a Joe le faltó el aire—. No te acerques a la niña o voy a ir a por ti. ¿Te has enterado?

—No puedo respirar… —dijo Joe jadeando. Emmanuel redujo ligeramente la fuerza con que le estaba apretando. Teniendo a su lado al sargento mayor, infligir dolor sería fácil, incluso agradable. Eso era lo que tenía que evitar: adentrarse en la oscuridad deliberadamente.

—Quítale las manos de encima a mi Joe —se oyó un ruido en la escalera de incendios y Anne apoyó los huesudos codos en la barandilla—. Ha salido de la cárcel para cuidar a su madre. Está enferma.

—Tú no pareces su madre —dijo Emmanuel.

—Y a ti parece que te gusta estar encima de Joe así. Ya sabía yo que eras rarito cuando te vi con el traje ese tan elegante.

—Cállate y vuelve adentro, Anne.

—Es mi hombre —dijo—. No me voy a mover de su lado.

Toda esa chulería para defender a un proxeneta ladrón. El regalo del perfume había surtido efecto.

—Tú misma —dijo Emmanuel—. Si bajas aquí, estarás interfiriendo en el trabajo de la policía, y entonces tú y Joe podéis ir bien abrazaditos en la parte trasera de una furgoneta… al calabozo.

Anne guardó silencio. Durante unos instantes había sido la fuerte heroína de una película imaginaria, solo que sin la ventaja de una buena iluminación y un buen maquillaje.

Emmanuel se volvió hacia Joe.

—¿Dónde has estado desde que saliste de la cárcel? ¿Rondando por el puerto de noche?

—Ni hablar —dijo Joe—. Hay policía por todas partes. He estado con mi madre.

—Y también de compras, no te olvides. Están muy bien todas esas cosas que le has comprado: una cocina de gas, azúcar, manzanas… ¿De dónde han salido esas cosas?

—Me las encontré.

Patrañas —espetó el sargento mayor—. Hazle sufrir y ese cabrón empezará a hablar. Machácale hasta que desembuche.

—¿Te las encontraste? —Emmanuel le puso la rodilla en la parte inferior de la espalda—. Dime dónde.

—Bueno, bueno, está bien. Tengo un amigo que trabaja en los trenes del puerto. Me las consiguió él. Las cogió de un vagón de carga.

—¿Gratis? Qué buen amigo.

—Yo le doy otras cosas a cambio —dijo Joe.

—¿Qué cosas?

—Cosas. Cosas que quiere mi amigo.

—¿Por ejemplo?

Joe señaló a donde estaba Anne y Emmanuel levantó un poco la rodilla. La huesuda muchacha era demasiado joven para comprender la diferencia entre que la utilizaran y que la quisieran. Quizá toda su vida fuera a seguir el mismo patrón: pobre, desnutrida y sin educación, siempre en busca de un hombre que llenara los vacíos que tenía dentro.

Por una ventana abierta llegó un olor a carne y cebolla quemadas.

—Más vale que vayas a echar un vistazo a ese guiso —dijo Emmanuel—. A menos que quieras quemar el edificio.

Anne se incorporó de un salto y volvió a entrar en el piso por la ventana. Una mujer tenía que defender a su hombre, pero la vida no se detenía. Había platos que fregar, ropa que doblar y gatos a los que dar de comer. La ventana se cerró.

Emmanuel levantó del suelo a Joe, le apoyó contra la valla y le miró al ancho rostro.

—¿Era Jolly Marks parte de tu sistema de trueques?

—No. Ni hablar. Jamás.

—Te he dicho que no me mientas.

—No estoy mintiendo. Ese niño era muy raro. La familia entera es rara. No me gustan.

—¿Dónde estuviste el jueves por la noche? Esa fue tu primera noche fuera de la cárcel.

—Con mi madre. Lo primero que hice fue ir a verla —se le contrajeron los músculos del cuello y una lágrima le cayó por la mejilla desde el rabillo del ojo—. La clínica no tiene medicamentos y mi madre no está bien…

—Para —dijo Emmanuel—. Para.

En su cabeza no había sitio para un delincuente sentimental que entregaba el cuerpo de su novia a cambio de manzanas, azúcar y cajas de velas.

—Era tu primera noche en libertad —dijo—, después de meses encerrado en la cárcel. ¿Esperas que me crea que no fuiste directo al puerto en busca de un poco de diversión?

—Habría ido —reconoció Joe—, pero no tenía dinero.

—Tú no necesitas dinero. Tus hermanas se encargan de ganarlo por ti.

Ja, pero todas las que sacaban más dinero se han ido. La única que queda es esa de ahí arriba, y tiene que cuidar a su padre casi todo el tiempo.

—¿Viste a Jolly Marks esa noche? —preguntó Emmanuel.

—¿Por qué no dejas de preguntarme por ese niño?

—Jolly Marks fue asesinado la noche que tú te escapaste de la prisión central de Durban. Su cuerpo apareció tirado en la estación de maniobras. ¿Qué sabes tú sobre eso?

Joe intentó llegar hasta la puerta, pero Emmanuel le sujetó. Desde las ventanas de los apartamentos llegaba luz suficiente para iluminar la cabezota de Joe. Sus ojos de color avellana brillaban de puro miedo y de incredulidad.

—¿Me vas a cargar con la culpa de un asesinato? —dijo Joe—. ¿De un niño? Ni hablar.

—Te he preguntado si viste a Jolly esa noche. Todavía no me has contestado si sí o si no.

—No. No. No. No le vi y no hablé con él. Pégame si quieres, pero no voy a firmar un papel que diga que he matado a un niño. He hecho muchas cosas malas, pero ¿asesinar? Ni hablar.

—¿Has estado alguna vez en los apartamentos Dover de Linze Road, en Stamford Hill?

—¿Para qué iba a ir ahí?

—Contesta a la pregunta.

—¿Cómo narices iba a llegar hasta allí?

—En coche —dijo Emmanuel—. En el Dodge grande y negro con los embellecedores plateados.

—¿Qué? —en la frente de Joe aparecieron unas profundas arrugas—. No sé qué es lo que tenéis planeado para mí, pero no pienso firmar. Tú y tus amigos podéis pasaros toda la noche dándome golpes contra las paredes de una celda. Todo el día, incluso. No voy a serviros para tachar de la lista uno de vuestros asesinatos pendientes de resolver solo porque no conseguís encontrar al verdadero culpable.

Cargar a un sospechoso que ya está detenido con un crimen sin resolver, a alguien con una lista de antecedentes penales, era el truco más viejo del manual extraoficial de la policía. Las campañas contra la delincuencia que lanzaba periódicamente el gobierno de la nación obligaban a la policía a hacer progresos visibles hacia un mundo más seguro, más limpio, más blanco.

El sargento mayor dijo:

—¿Qué amigos? Ha dicho «Tú y tus amigos…».

En la valla trasera aparecieron dos sombras alargadas: una tenía los hombros anchos y una mano apoyada en el cargador de su revólver reglamentario; la otra era esbelta y discreta.

—Tranquilo, Joe —dijo una voz de hombre—. No dejaremos que te cargue con la culpa de esos asesinatos. Ya sabemos quién los cometió, ¿verdad, Cooper?

Por todos los demonios —dijo el sargento mayor—, esos cabrones debían de estar vigilando el edificio y te han visto entrar. No dejes que te toquen los cojones.

—Subinspector Robinson, agente Fletcher —dijo Emmanuel poniéndose de pie—. Pensaba que estaríais en el centro, deteniendo a exhibicionistas y a patriotas borrachos. Podríais incrementar las cifras de arrestos con una redada a un par de nativos que se hayan colado en la ciudad sin documentación.

—La detención de Joe Flowers nos tendrá cubiertos un par de meses —contestó el agente Fletcher—. Tu arresto nos va a hacer de oro hasta final de año.

—¿Mi arresto?

Aún faltaban veinte horas para que se acabara el plazo acordado por Van Niekerk. Se suponía que estaba fuera de peligro.

—Cuando llegue la hora —dijo Robinson—, el inspector y su amigo no van a poder protegerte. Te abandonarán a tu suerte y nosotros estaremos esperando. Te van a colgar por esos asesinatos.

—Arriba, Joe —dijo Fletcher abriendo unas esposas de acero que llevaba enganchadas al cinturón—. Es hora de volver a la cárcel.

Joe se levantó de un brinco y echó a correr hacia la puerta. Fletcher le cogió del cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás como si fuera un pez en el extremo de un sedal.

—Mi madre —dijo Joe retorciéndose para intentar escapar—, tengo que cuidar a mi madre. Está mal de salud.

—Eso deberías haberlo pensado antes de apuñalar a esos dos tipos en el bar —Fletcher le retorció los brazos a Joe y le puso las esposas—. Tu madre puede ir a verte los días de visita.

—El Dodge negro —le dijo Emmanuel a Joe—, dime de dónde lo has sacado.

—¿Qué iba a hacer yo con un coche? No tengo carné de conducir. No…

—Cierra el pico, Flowers —Fletcher sacudió a Joe con una fuerza tremenda y a continuación añadió—: Este hombre es nuestro prisionero. No puedes interrogarle.

Robinson cogió a Flowers del hombro, le dio la vuelta y le puso mirando a los apartamentos.

—Tú quédate aquí, Fletcher. Deberías tener una charla con el señor Cooper.

Emmanuel calculó la distancia que le separaba de una salida. Demasiado grande para salir corriendo. Lo mismo ocurría con la escalera de incendios. Estaba atrapado entre el corpulento agente y el edificio. En él no iba a encontrar ninguna ayuda.

—Mi madre… —le gritó Joe, pidiéndole una última cosa—. Dile a la señora Morgensen, la de la parroquia Sión, que cuide de mi madre. ¿Me oyes?

—Se lo diré —contestó Emmanuel. Sabía lo que era perder a una madre. Robinson hizo entrar a Joe por la puerta trasera del edificio de apartamentos de un empujón y se detuvo para dar luz verde a Fletcher con un movimiento de la cabeza.

—Chsss…

El sonido procedía de un rincón del patio. La hermana pequeña de Jolly, Susannah, estaba acurrucada en la penumbra con su muñeca con la cara de porcelana. Su oscura silueta se balanceaba adelante y atrás, intentando adoptar un ritmo que la calmara a ella y a su bebé de ojos azules. Emmanuel se volvió hacia la niña y vio acercarse el contorno borroso del puño de Fletcher. La fuerza del golpe le echó la cabeza hacia atrás bruscamente y, durante unos instantes, su cuerpo experimentó la sensación de estar volando. Ganó altura antes de volver a descender y chocar contra las duras estacas de madera de la valla. La presión de la cabeza disminuyó. Aquello era verdadero dolor: intenso, agudo y penetrante.

Emmanuel se desplomó sobre el suelo y la puerta trasera del bloque de apartamentos se cerró detrás de Robinson y Joe Flowers. Robinson aprobaba la violencia, pero no quería ser testigo de ella. Pensaba que dejando que fuera Fletcher el que infligiera dolor él se mantenía por encima del trabajo sucio.

—La madre de Joe no siempre ha sido una anciana enferma. En los viejos tiempos regentaba un burdel —Fletcher se acercó a la fila de cubos rebosantes de basura con aire relajado—. Ganó muchísimo dinero durante la guerra, con todos los militares que embarcaban y desembarcaban en Durban. Ofrecía descuentos a aquellos para los que fuera su primera vez y de repente todos los marines de la armada inglesa eran vírgenes —dijo cogiendo la tapa de uno de los cubos—. Lo perdió todo a manos de un estafador que se hizo pasar por un barón irlandés. Le prometió un castillo, un título nobiliario y una fuente burbujeante de cerveza Guinness en el jardín.

La charleta ininterrumpida de Fletcher hacía que pareciera que eran dos amigos que se habían encontrado por casualidad en un patio a oscuras que olía a pescado podrido.

—Qué historia tan triste —dijo Emmanuel. Todos los delincuentes tenían una. Se incorporó con dificultad hasta quedar sentado. Fletcher blandió la tapa del cubo en el aire y la estampó contra la valla trasera. La madera vibró y se combó. Emmanuel se levantó. El siguiente golpe iba a ir dirigido a su cabeza.

—Muy triste… —Fletcher golpeó con la tapa el poste de acero de la cuerda de tender la ropa y el metal hizo un gran estruendo—. El ruido es para que el subinspector Robinson crea que te he dado una buena paliza. La única razón por la que estoy usando el poste en vez de tu cara es que el inspector Van Niekerk ha dicho que no te toquemos.

—¿Que no te toquen? —dijo el sargento mayor—. Tiene que estar de broma. Te ha pegado con un puño que parecía un mazo.

—Es muy amable por tu parte —dijo Emmanuel limpiándose la sangre de la mejilla—. Está claro que me había equivocado contigo, Fletcher. Seguro que también te gusta el ballet.

—No, te estás confundiendo con el inspector. Tiene un abono anual para el teatro. Shakespeare y todo eso. A mí me gustan las carreras de caballos y el boxeo. ¿Y a ti?

—A mí también me gusta el boxeo —contestó Emmanuel—. Vi a Joe Louis pelear en un combate de exhibición en Europa, durante la guerra. ¿Entonces ahora somos amigos, Fletcher?

—Somos amigos hasta que el inspector me diga lo contrario.

—¿Dejas que un afrikáner te diga de quién tienes que ser amigo? —dijo Emmanuel. Tenía que reconocer que había sido un golpe bajo, pero el riesgo merecía la pena. Tenía un corte en la cara y se le estaba empezando a hinchar la mejilla.

Fletcher se encogió de hombros.

—Es mejor tener amigos con poder que enemigos con poder. Da lo mismo que sean ingleses o afrikáners.

Pese a las apariencias, Fletcher no era tonto. Se había dado cuenta de que le convenía subirse al carro de Van Niekerk.

—¿Y cuando el inspector te diga que ya puedes atacar?

—Entonces me aseguraré de que te vas a la calle y de que aterrizas de culo.

—Puedes intentarlo —dijo Emmanuel.

Fletcher se creía más importante de lo que realmente era. El inspector tenía a otros agentes en la plantilla de la policía judicial que también sabían conducir y dar puñetazos a un saco de arena. Fletcher no tenía ni idea de que era prescindible.

—Le daré recuerdos a Van Niekerk de tu parte —dijo el corpulento agente, dándole un golpecito en la mejilla con una palma encallecida.

Dile que como te vuelva a tocar le partes el puto brazo —susurró el sargento mayor.

—¿Cómo dices? —preguntó Fletcher bajando la mano.

—Como me vuelvas a tocar, te parto el puto brazo.

—Huy —dijo Fletcher riéndose—, tú no podrías romperme ni el meñique, pero aun así lo intentarías, ¿verdad, Cooper? He de reconocer que admiro esa característica en un hombre.

—¿La valentía inútil?

Las marcas de la cara de Fletcher mostraban que creía que las costillas rotas y los labios partidos eran una señal de virilidad.

—La valentía nunca es inútil —dijo Fletcher—. Un hombre tiene que resistir y comportarse como un hombre. Si no, que se dedique a hacer punto.

Emmanuel conocía a muchos hombres que se habían alistado en el ejército con visiones heroicas y que después habían descubierto la realidad bíblica del campo de batalla: que toda carne es como la hierba, que se corta y se seca.

—¿Lleváis todo el día siguiéndome, Fletcher?

Un coche y una pistola eran dos instrumentos habituales en la profesión policial a los que dos miembros de la policía judicial tenían fácil acceso. Tanto Fletcher como Robinson, ambos vestidos con los trajes negros estándar que solían llevar los policías de paisano, podrían haber sido la figura que había estado acechando aquella tarde desde la esquina de la calle.

—Qué va, hemos tenido suerte —contestó Fletcher—. Hemos hecho una colecta en la comisaría para la madre de Jolly, para ayudar con los gastos del funeral. Te hemos visto salir con la señora esa cuando hemos venido a traer los donativos y hemos decidido mantener el lugar vigilado.

—Todo el día metidos en el coche —dijo Emmanuel—. Qué forma tan horrible de pasar un domingo.

—Hemos tenido suerte una segunda vez. Robinson tenía que llevar a su hija a una fiesta de princesas, así que hemos vuelto después del atardecer y ¡bingo! Ahí estabas, sentado en las escaleras como si fueras un puto asistente social.

Emmanuel echó un vistazo a Susannah. Tenía los ojos cerrados con fuerza y la muñeca bien abrazada.

—Y un tercer golpe de suerte con Joe —dijo Emmanuel. Aquello explicaba todos los callejones sin salida con los que se había encontrado él en los últimos días. Fletcher y Robinson le habían robado toda la buena suerte.

—Gracias por conseguirnos a Joe —dijo Fletcher guiñándole un ojo—. Mi nombre quedará bien en los periódicos.

—Y no te olvides de las copas gratis —contestó Emmanuel—. Detenido un preso peligroso. Al público le encantan los héroes.

El gesto amable desapareció de la magullada cara del corpulento agente.

—A la calle y de culo —dijo—. Con la boca llena de gravilla.

—Eso será si el verdugo no me pilla primero —dijo Emmanuel. Fletcher sonrió de oreja a oreja.

Emmanuel se agachó para recuperar el contenido de los bolsillos de Joe Flowers, que había quedado desparramado por el suelo, y sintió cómo el patio se inclinaba. Se sentó con las piernas cruzadas a esperar a que se le pasara el mareo. Susannah se acercó de puntillas y se arrodilló a su lado, en el cemento agrietado. Parecía que la muñeca se había dormido; la niña la tenía en brazos sin moverla. Emmanuel cogió el tabaco y la entrada de cine cortada y con fecha de ese mismo día. Joe había pasado la tarde en una sala a oscuras, fumando tabaco de liar y viendo a Joan Crawford sobreactuar en el papel de una hermosa mujer sueca marcada por su pasado y con sed de venganza.

Emmanuel examinó el tabaco. Era de hebra gruesa y barato, sin el más ligero rastro de chocolate o vainilla. La idea de que Joe fuera el asesino o el autor de los disparos del promontorio no había tenido mucho sentido en ningún momento, pero la posibilidad de que lo fuera había sido como un amuleto de la suerte.

—¿Alguna vez has visto conducir a Joe? —le preguntó a Susannah.

—No, no tiene coche. Ni siquiera bici. Pero corre muy rápido.

—Sí, eso es verdad —contestó Emmanuel.

La cantera de hermanas de Joe había quedado reducida a una sola mujer, así que hasta una bicicleta sería un medio de transporte de lujo. También estaba el pequeño problema de que no tenía carné de conducir, lo cual no impedía que condujera pero añadía otra capa de improbabilidad. Tres días huyendo de la justicia y la principal preocupación de Joe había sido su madre enferma.

—¿Se va a comer Joe el guiso que le ha preparado Anne?

—No, hoy no —contestó Emmanuel.

—¿Ha vuelto a la cárcel?

—Sí.

—Ahí es donde está mi papá —dijo Susannah—. ¿Tú tienes un papá y una mamá?

—No.

—¿Y una hermana?

—Sí, pero no está en Durban.

—¿Se ha ido, igual que Jolly?

—Algo así.