El patio delantero de la ruinosa vivienda era un bloque macizo de cemento sobre el que acechaba un grupo de animales de escayola. Tres feroces lobos tenían rodeado a un ciervo de piel moteada y enormes ojos marrones y un oso pardo de apenas medio metro de altura peleaba con un alce. Todos eran animales de presa del hemisferio norte colocados sobre un yermo bloque de cemento que recordaba los inhóspitos campos nevados de invierno. Emmanuel se imaginó que el propietario de la casa sería europeo. Un hombre que guardaba buenos recuerdos de la caza y de sus presas.
Las ventanas estaban cerradas y por debajo de las cortinas se distinguía una débil luz, posiblemente de un candil que se estaba quedando sin petróleo. La ausencia de cables de alta tensión confirmaba que no había electricidad. Si las cosas se ponían feas, no habría ningún teléfono desde el que hacer una llamada de emergencia y ningún lugar en el que esconderse, salvo el terreno cubierto de vegetación que rodeaba la casa. El DeSoto aparcado, en el que Exodus seguía sentado al volante, era la única vía de escape.
Emmanuel llamó a la puerta de la casa, que se abrió hacia dentro. Un penetrante ruido metálico interrumpió el silencio y después se apagó. Había algo o alguien moviéndose por el interior de la casa.
—Policía —dijo—. Voy a entrar.
Por una ventana abierta al fondo de la habitación entraba luz suficiente para iluminar una serie de baldas combadas bajo el peso de arpones oxidados, anzuelos y carretes con cadenas de anclas. Un feto de tiburón amarillento flotaba en un tarro de laboratorio al lado de una pirámide de huesos blanqueados. Las cuencas vacías de una calavera le miraron desde la pila de huesos, que parecía sacada de un cementerio. Un hormigueo de alarma le erizó el pelo de la nuca.
—Policía —repitió, un poco más alto.
No hubo respuesta.
Apoyada en la pared había una maleta de piel brillante. La débil llama del quinqué que colgaba de la viga del techo tembló. Encima de una mesita había un cuenco con huevos y cebollas en escabeche y un tenedor todavía clavado en la comida. Delante de la puerta trasera había una caja llena de botellas de vodka vacías.
Emmanuel se agachó para examinar la comida a medio terminar. La cebolla del extremo del tenedor estaba mordida por la mitad. Alguien había salido de la casa a toda prisa o se había retirado a otra habitación.
La llama del quinqué brilló con fuerza antes de apagarse y convertirse en una voluta de humo gris. Una cadena plateada le pasó por delante de la cara y se le tensó alrededor del cuello.
Emmanuel se inclinó hacia atrás y metió la mano derecha entre la dura cadena y el cuello, en el que todavía tenía las huellas de la bota que se había ganado el día anterior en su encuentro con la policía. Parecía que el mundo se había empeñado en asfixiarle.
Un tirón rápido de la cadena bastó para aflojarla. La persona que la tenía agarrada jadeó; se había quedado sin fuerzas. Emmanuel tiró de la cadena con firmeza, ahora convencido de que era más fuerte que su oponente. Trabajar en los astilleros había servido para algo. En el extremo de su campo visual apareció una mano y, a continuación, una prominente barriga chocó contra sus omóplatos. Gordo y débil: no era la complexión ideal para un estrangulador. La cadena cedió totalmente y cayó al suelo. Un perro empezó a ladrar en el jardín trasero.
Emmanuel dio media vuelta, agarró un brazo flacucho y lo retorció con fuerza. Su agresor perdió el equilibrio y cayó de espaldas. El cuerpo golpeó a Emmanuel en el pecho y el impulso le tiró. Se estampó contra el suelo de madera y el peso del cuerpo de su atacante sobre el suyo le inmovilizó y le dejó sin aire en los pulmones.
Una capa de finos cabellos le tapó la cara, impidiéndole ver la habitación. Emmanuel se retorció y se desplazó hacia la izquierda, de forma que quedó frente al cuerpo de su oponente y bien abrazado a él, como parodiando la postura de un amante satisfecho. Sus manos tocaron unas caderas redondeadas y el contorno de una abultada barriga, turgente y curva como un globo terráqueo. El temblor de algo que se movía y la inconfundible patada de algo vivo latieron bajo la palma de su mano. Emmanuel se incorporó, atónito.
Su agresora tenía un embarazo muy avanzado, el pelo rubio platino y unos peculiares ojos rasgados de color azul de Prusia. Le lanzó un puñetazo desde el suelo, pero Emmanuel le agarró la muñeca y se la inmovilizó a un lado del cuerpo.
La mujer forcejeó y soltó unas palabras en ruso. A Emmanuel no le hacía falta un traductor para entenderlas: si las maldiciones funcionaban, antes de que anocheciera se habría quedado ciego e impotente. Dejó que la mujer consumiera sus energías hasta que estuvo agotada y jadeante.
—Quieta —dijo en voz baja—. Quieta.
—Da.
Emmanuel se puso de pie y levantó del suelo a la joven, que se puso la mano en la parte inferior de la espalda y se irguió. La tela de la camisa negra se le ajustó a los abultados pechos y se tensó contra la curva de su vientre de embarazada. A continuación le tiró de la manga a Emmanuel y señaló una habitación anexa en penumbra. Emmanuel negó con la cabeza. Ni en sueños iba a meterse en una habitación a oscuras con la persona que acababa de intentar estrangularle.
—¿Inglés? —preguntó—. ¿Hablas inglés?
—Nyet —contestó ella, que le clavó un dedo en el pecho y preguntó—: ¿Americano? ¿Americano?
—No —dijo Emmanuel—. Sudafricano.
—¿Americano? Da?
—No. Nyet. No soy americano.
La respuesta no satisfizo a la joven, que le insultó a la cara. Era evidente que su nacionalidad la había decepcionado profundamente. No era la primera vez. En Francia y en Alemania, las mujeres sabían por experiencia que las raciones de combate de los soldados estadounidenses eran más copiosas que las de los ingleses o los canadienses.
El perro seguía ladrando fuera de la casa. Emmanuel se acercó a la ventana. Un pastor alemán con el lomo inclinado caminaba de un lado a otro de una valla de poca altura que separaba el jardín ralo de la exuberante fila de manzanos de mono y enredaderas en flor. Emmanuel examinó el perímetro de la parcela y la sensación de estar siendo observado volvió a invadirle. El perro siguió patrullando nerviosamente.
Emmanuel no notó nada fuera de lo corriente y se volvió otra vez hacia la mujer, que por fin se había callado. La joven señaló la otra habitación.
—Tú primero —dijo Emmanuel mientras se enrollaba la cadena en la mano. El que no arriesga no gana. Fue andando detrás de la mujer. Volvieron a oírse los ladridos y gruñidos del perro.
La habitación era estrecha y tenía una fila de ventanas que daban al jardín trasero. Unas pesadas cortinas impedían que entrara la luz del día. La mujer embarazada se quedó de pie en medio de la habitación.
Emmanuel corrió una cortina y la estancia quedó inundada por la luz del sol, de un intenso color blanco en contraste con la oscuridad previa. Guiñó los ojos con fuerza y se dio la vuelta. Sentado en una tumbona había un hombretón con una barba hirsuta y unos ojos verdes llorosos. El cañón plateado de la pistola automática que tenía en la mano emitió un destello al recibir la luz del trópico. Una Walther PPK.
—Joder —dijo Emmanuel poniendo las manos en alto. Europa estaba llena de tumbas de soldados que habían intentado escapar de la potencia de fuego de aquella pequeña arma de fabricación alemana.
La mujer se agachó junto a la tumbona y empezó a susurrarle al oído con brusquedad. Repitió la palabra «americano» una y otra vez entre el torrente de palabras en ruso, con un tono cada vez más áspero. La mano que sostenía la pistola estaba tensa y temblorosa.
Emmanuel se quedó quieto y observó. El hombre de la barba era ancho de hombros y cuello; la tumbona apenas podía sostener el peso de su gran mole. Si se hubiera puesto de pie con la Walther en la mano, habría tenido el control absoluto de la situación. Entonces ¿por qué seguía sentado?
La mujer siguió susurrando y el hombre cogió aire de repente. Apretó la mandíbula y movió los dedos con los que tenía sujeta la empuñadura metálica de la Walther antes de soltarla y dejarla caer al suelo con gran estrépito.
Emmanuel y la mujer se lanzaron a por el arma al mismo tiempo. Emmanuel la frenó con un hombro y la joven salió disparada hacia atrás. Ya tendría tiempo de sentirse culpable por hacer un placaje a una mujer embarazada; de momento la Walther era suya y aquello le reconfortó.
Emmanuel se acercó al hombre, que había levantado su enorme mole de la tumbona. La pareja rusa había intentado dejarle fuera de combate dos veces y las dos habían fracasado. No eran profesionales.
—Siéntate —dijo Emmanuel—. Ahora mismo.
El hombre volvió a desplomarse sobre el asiento de tela y respiró entrecortadamente. Se le había pasado el dolor y había recuperado el color de la cara. Se miró las manos con rabia, furioso por no haber sido capaz de sujetar el arma.
—¿Inglés? —dijo Emmanuel.
—Un poco.
—Bien. ¿Cómo te llamas?
—Nicolai Petrov.
—¿Y ella quién es? —preguntó Emmanuel señalando a la mujer, que estaba de morros por no haber conseguido hacerse con la pistola.
—Natalya Petrova —exhaló el hombre. A continuación, con un dejo de orgullo en su voz, añadió—: Esposa.
—¿Es tu esposa?
Nicolai Petrov debía de sacarle treinta años a la rubia malhumorada.
—Sí. Mía.
Natalya se había aburrido de oír hablar a los dos hombres mayores en una lengua que no entendía y estaba mordiéndose las uñas. Emmanuel sospechaba que, a menos que la conversación, en el idioma que fuese, fuera sobre ella, Natalya no escucharía.
—¿Es vuestra esta casa? —preguntó Emmanuel.
—Es de mi primo Kolya —contestó Nicolai, que pronunció el nombre como si fuera una enfermedad—. Se ha ido a trabajar a la colonia ballenera. Nosotros estamos de visita, hemos venido de Rusia.
Los rusos eran un matrimonio que había venido a visitar a la familia. Sin embargo, todavía había que explicar el intento de estrangularle y la emboscada con la Walther.
—¿Por qué estáis intentando matarme? —preguntó Emmanuel—. Primero con la cadena y después con esta pistola.
Nicolai se encogió de hombros.
—O matas o te matan.
—Yo no he venido a haceros daño —Emmanuel se agachó junto a la tumbona del corpulento hombre, pero mantuvo el arma cerca del suelo—. He venido a buscar información sobre el niño que te dio el dibujo de la sirena. Hace tres noches. ¿Te acuerdas de él?
Nicolai frunció el ceño y sacudió la cabeza al no conseguir traducir la pregunta al ruso.
—¿Cuánto tiempo lleváis en Durban? —preguntó Emmanuel, volviendo a lo más básico. Iría haciendo preguntas y recibiendo respuestas de una en una hasta que quedara establecida la conexión con Jolly Marks.
—¿Aquí? —dijo el ruso señalando la habitación.
—Sí —contestó Emmanuel—. ¿Cuánto tiempo?
—Tres días.
Eso situaba al matrimonio en Durban la noche del asesinato de Jolly. Emmanuel se metió la Walther en la pretina de los pantalones y sacó la libreta de Jolly. Las esposas de acero que llevaba en el bolsillo de la chaqueta hicieron un ruido metálico y Nicolai se enderezó. Había reconocido el sonido igual que un director de orquesta reconocería una nota de su instrumento favorito.
—Por favor…
Nicolai se desabrochó torpemente los botones del pesado abrigo de lana y se sacó un anillo de diamantes y rubíes del forro. Se lo puso en la palma de la mano y estiró el brazo.
—Por favor —dijo el hombre ruso—, coger y marcharse.
Emmanuel no hizo caso del soborno y sacó los documentos que le asomaban al hombre ruso por el bolsillo del pecho de la prenda de invierno. Dos pasaportes estadounidenses con los nombres de Nicholas Wren y Natalie Wren sin sellos del control de inmigración de Sudáfrica ni de ningún otro país. Un saludable Nicolai, robusto y atractivo, sonreía en la fotografía en blanco y negro pegada a la hoja con los datos personales. Natalya se las había arreglado para salir con un mohín de enfado.
—Diamantes de verdad y rubíes de verdad —dijo el hombre ruso—. Te doy por los pasaportes.
—Tranquilo —dijo Emmanuel volviendo a meterle los documentos en el bolsillo—, no me voy a quedar con los pasaportes ni con las joyas.
Natalya se quedó rondando junto a la tumbona, concentrada en el anillo con incrustaciones de diamante y rubí. Alargó las manos para que le dieran la joya igual que una niña mimada exigiendo que le dieran caramelos.
—Ni hablar —dijo Emmanuel, que volvió a meter la mercancía en el bolsillo del abrigo de Nicolai.
A continuación abrió la libreta de Jolly por la página con el dibujo de la sirena y se la puso delante a Nicolai para que lo examinara. Natalya le dio un toquecito en el hombro y Emmanuel lo movió para apartarle la mano.
—No te voy a dar el anillo —dijo.
Natalya volvió a tocarle el hombro, esta vez con más fuerza. Emmanuel se dio la vuelta y la miró de frente, de forma que recibiera todo el impacto visual de su gesto de enfado.
—Nyet —dijo—. No vuelvas a pedírmelo.
Natalya le agarró la mano y le arrastró hasta la ventana, donde dio unos golpecitos en el cristal con los nudillos. Después se detuvo y se hizo un silencio. Emmanuel la apartó de la ventana. El silencio se prolongó.
—Chsss… —Emmanuel le indicó con gestos que no se moviera y observó el jardín trasero por una rendija del pesado cortinaje. El cuerpo del pastor alemán yacía flácido contra la alambrada. La lengua rosa le colgaba de la boca. Las hojas amarillas se desplazaban por el jardín vacío y se elevaban por el aire, movidas por el viento.
Emmanuel se metió la libreta en el bolsillo de la chaqueta y retrocedió dos pasos. Quien hubiera matado al perro seguía ahí fuera. Exodus y el coche estaban en la parte delantera. Se acercó a la tumbona y se inclinó junto a Nicolai.
—¿Puedes moverte? —le preguntó.
—No. Yo no voy de aquí. Me matan.
—Ya han matado al perro —dijo Emmanuel—. Tenemos que salir de aquí. Ahora mismo.
Los ojos verde pálido de Nicolai reflejaban una emoción pura y animal. Emmanuel la había visto en los rostros de los soldados en la batalla y sabía que otros también la habían visto en el suyo. Era el miedo a la muerte.
—Ve, Natalya —dijo el hombre ruso mientras apoyaba los brazos para levantarse de la tumbona—. Yo iré detrás.
El ruido de una bota dando patadas a la puerta trasera resonó por toda la casa. Natalya abrió la puerta principal y echó a correr entre las ridículas estatuas de cerámica, pesada pero graciosamente. Nicolai la siguió cojeando de tal manera que sus anchos hombros se balanceaban a un lado y a otro.
—¡Vamos! —les instó Emmanuel desde detrás.
Pasaron por delante de una estatua de un lobezno de ojos amarillos al lado de la puerta. Avanzaron unos cuantos metros y llegaron al DeSoto aparcado. Exodus se dio la vuelta de repente al oír abrirse la puerta trasera del coche y vio cómo el corpulento hombre chorreante de sudor se deslizaba por la tapicería de cuero.
—Arranca el coche —dijo Emmanuel—. Rápido.
El motor se puso en marcha. Natalya había desaparecido de la puerta trasera del coche. Estaba corriendo de nuevo hacia la casa, con el pelo rubio agitándose con la brisa. Emmanuel fue detrás de ella.
—¿Qué está pasando? —gritó Exodus desde la ventanilla del coche.
—No apagues el motor —gritó Emmanuel, que echó a correr hacia la ruinosa vivienda.
Natalya estaba dentro, arrastrando la maleta de piel brillante por el suelo. Los paneles de madera de la puerta trasera, contra la que descansaba la caja de botellas vacías, estaban empezando a astillarse.
—Por el amor de Dios —dijo Emmanuel cogiendo la maleta. No estaba dispuesto a morir por un puñado de viejas fotografías y por el broche de la abuela. La gente siempre se ponía en peligro por conservar sus recuerdos—. Corre, Natalya.
Natalya echó a correr y Emmanuel la siguió. La maleta pesaba mucho y le rezagó considerablemente. La puerta trasera de la casa cedió y la caja de botellas de vodka vacías se volcó con gran estrépito. Unas botas aplastaron e hicieron crujir los cristales rotos que habían quedado desparramados por el suelo de la cocina. Se oyó un golpe sordo, seguido del impacto de un cuerpo contra una superficie dura y de un gemido.
Emmanuel ganó terreno. No tenía a nadie detrás. Exodus había movido el coche y lo había dejado mirando hacia el camino de tierra. La maleta de piel aterrizó con un batacazo en el asiento trasero del DeSoto, al lado de Natalya y Nicolai.
—Vamos, vamos, vamos —Emmanuel se metió en el asiento del copiloto y cerró con un portazo. El coche aceleró y las ruedas levantaron la tierra del suelo. Los arbustos arañaron las puertas y el espejo retrovisor del lado del copiloto estalló, haciendo saltar cristales y cromo por los aires. Natalya pegó un grito. Una segunda bala se desvió y alcanzó la parte superior de un frágil cañaveral en flor.
Emmanuel miró hacia atrás a través de la nube de polvo que iba levantando el coche y alcanzó a ver fugazmente una figura de piel blanca con un traje oscuro. Era imposible hacer ninguna clase de identificación. Natalya tenía el cuerpo inclinado hacia delante y se estaba tapando los oídos con las manos, pero Nicolai se había mantenido erguido y sereno mientras les disparaban.
—Vamos. Vamos, pequeño —dijo Exodus, que cambió de marcha y pisó con fuerza el acelerador hasta que el motor de seis cilindros del DeSoto rugió. El coche entró en la carretera principal a ochenta kilómetros por hora y haciendo eses. En el arcén había un gran Dodge negro parado con la calandra delantera abollada y el capó abierto. No había ningún conductor ni ningún pasajero malhumorado cerca del vehículo. Nadie había echado a andar por el camino de tierra en busca de ayuda.
—Ese es su coche —dijo Emmanuel—. Lo ha aparcado aquí y ha ido andando hasta la parte trasera de la casa.
—¿Y se puede saber quién es?
Los disparos habían despojado a Exodus de todo su encanto y habían expuesto al hombre que había debajo: estaba tan furioso que podría haber masticado clavos de hierro.
—No lo sé —contestó Emmanuel.
La avería falsa del coche, la discreción con la que habían matado al perro y el ataque desde la parte trasera eran las marcas de un asesino profesional. La misma palabra, «profesional», le había venido a la cabeza en el lugar del crimen de Jolly. Ni el hermano Jonah ni Joe Flowers encajaban en esa descripción. El menestral de piel clara, en cambio, encajaba perfectamente.
Aquella sospecha no aclaraba la situación en absoluto. No había ningún motivo lógico para que el menestral le estuviera siguiendo. La emboscada había servido de algo: no eran paranoias suyas, era verdad que le estaban siguiendo. Fue un pequeño consuelo.
—Tendría que haberlo sabido… —refunfuñó Exodus, que adelantó a un sedán en un tramo con poca visibilidad—. Se nota que es usted la clase de persona que trae problemas. Pero yo voy y pienso: no, no pasa nada, por este no hay que preocuparse. Va bien vestido y tiene el dinero. Un error, un gran error.
El sedán tocó el claxon pero Exodus no redujo la velocidad. Se mantuvo inclinado sobre el volante con el acelerador pisado hasta el fondo. Por las ventanillas se veía pasar la vegetación a toda velocidad como un manchón verde.
—Intenta que lleguemos vivos al centro —dijo Emmanuel.
—Primero me quedo sin espejo retrovisor —contestó Exodus—, ahora estamos huyendo como perros. ¿Por qué, señor Emmanuel?
Emmanuel no podía darle ninguna explicación.
Se metieron en el poblado de Fynnlands y la aguja del velocímetro bajó hasta los noventa y cinco kilómetros por hora. No había ni rastro del Dodge negro, pero aún era pronto para cantar victoria. Tenían que salir del promontorio y desaparecer entre las callejuelas de Durban.
El DeSoto cruzó el puente con gran estrépito y pasó circulando lentamente por delante del manglar, para después meterse entre los edificios de ladrillo de Edwin Swales Drive, que albergaban almacenes y fábricas.
—Tenemos que apartarnos de la calle principal —dijo Emmanuel. La principal vía de acceso al centro de la ciudad sería un rastro demasiado fácil de seguir para su atacante.
—Voy a llevarle de vuelta al muelle de pasajeros —dijo Exodus categóricamente—. Lo que hagan usted y sus amigos después es asunto suyo.
—Párate a pensar —dijo Emmanuel—. ¿Cómo nos ha encontrado el conductor del Dodge negro? ¿Ha acertado por casualidad o nos ha seguido desde el muelle de pasajeros?
—Masende! —exclamó Exodus, empleando la palabra zulú para decir «testículos», mientras daba un puñetazo al volante.
—Exacto —dijo Emmanuel.
El basuto giró a la izquierda y se dirigió hacia el barrio residencial de Congella. Tres niñas blancas muy monas con vestidos de algodón de flores y con los zapatos llenos de rozaduras estaban jugando a la rayuela en una acera. Observaron pasar el DeSoto con curiosidad. Si el conductor del Dodge se paraba allí más tarde y preguntaba a las niñas si habían visto un coche muy bonito con embellecedores plateados, dirían: «¿Uno en el que iban un kaffir y un blanco sentados juntos? ¿Ese?».
—Ve despacio, como un dominguero —dijo Emmanuel—. No queremos llamar la atención.
—Entonces tiene usted que sentarse detrás como un verdadero baas. A esos blancos no les gusta que un negro conduzca para transportarse a sí mismo. Nosotros tenemos que ir andando o en bicicleta.
El DeSoto aminoró la velocidad hasta los cincuenta kilómetros por hora y fue circulando lentamente por las aletargadas calles de domingo. Las sombras de las nubes avanzaban raudas por los tejados rojos y oscurecían las delgadas hojas de las palmeras reales del borde de la calle.
—¿Quién te dio el dibujo de la sirena que te he enseñado antes en el muelle de pasajeros? —preguntó Emmanuel. Con la mala suerte que tenía, a lo mejor había rescatado a un matrimonio ruso que no tenía nada que ver con Jolly Marks.
—El grandullón. Él y la chica vinieron juntos con el dibujo y con la dirección de la casa del campo.
—¿El jueves por la noche?
—Sí.
—¿A qué hora?
—No sé, poco antes de medianoche. Yo estaba delante del club Seafarers. Tres libras por llevarlos al promontorio —Exodus se echó a reír sin ninguna alegría—. Era mucho dinero, demasiado. Ahora entiendo por qué.
—Llevaban una maleta —dijo Emmanuel—. Eso tendría que haberte sugerido que había algo raro.
—La chica está a punto de caramelo y el tipo tenía mucha prisa —Exodus hizo una larga pausa antes de empezar a hablar atropelladamente—. Pensé que a lo mejor el hombre quería alojarse en la casa para divertirse un poco antes de que llegara el bebé.
—Ya.
A Exodus ni siquiera se le había pasado por la cabeza que pudiera haber una explicación sencilla para el viaje. Ese era el efecto de trabajar al margen de la sociedad decente: el concepto de normalidad se debilitaba y a veces quedaba destruido. Emmanuel se preguntó si también él había presionado demasiado a su mujer, Angela, y le había pedido cosas que eran normales en el mundo del ejército y de la policía judicial pero inaceptables en un matrimonio «decente».
—Siempre buscando dinero, siempre —dijo Exodus con aflicción—. Ese es mi error, Emmanuel.
—¿Viste a Jolly Marks esa noche?
Ya ahogaría su fracaso como marido con una noche de alcohol más adelante.
La aguja del velocímetro del DeSoto bajó hasta los veinticinco kilómetros por hora y dos muchachos mestizos en bicicleta los adelantaron a toda velocidad. Las oscuras manos de Exodus agarraron el volante con fuerza y los nudillos se le pusieron blancos de la tensión.
—A ese niño le ha pasado algo —dijo antes de coger aire por la boca como un jugador de rugby que acabara de recibir un placaje y se hubiera quedado sin aire en los pulmones—. Por eso me hace esas preguntas.
—Jolly fue asesinado en la zona de carga del puerto el jueves por la noche, entre las once de la noche y la una de la madrugada.
Las horas eran una conjetura. Emmanuel jamás tendría acceso a los detalles del informe del forense.
—Ayyyee… —Exodus hizo un ruido que combinaba la impotencia con la desesperación. Era una expresión de dolor exclusivamente sudafricana—. ¿Quién sería capaz de hacer una cosa así?
Exodus estaba visiblemente afectado y Emmanuel vio confirmado lo que le había dicho su instinto. Exodus era un negro ambicioso y estaba loco por el dinero, los coches americanos y la ropa elegante, pero no era un asesino.
—¿Podría estar implicado alguno de tus clientes con gustos peculiares? —preguntó Emmanuel.
Exodus negó con la cabeza.
—Yo no toco esa clase de negocios. Peleas clandestinas, sí. Partidas de cartas, sí. El hombre que quiere acostarse con un hombre o una mujer de cualquier raza, también. Pero sangre y niños mezclados es algo en lo que no me meto.
Emmanuel volvió a la pregunta inicial:
—¿Viste a Jolly esa noche?
—No —respondió Exodus sin vacilar—. El negocio estaba muy tranquilo hasta que apareció este señor con el papel con la dirección. Cogí el dinero y los llevé a la casa. No hubo ningún problema.
—¿Y después?
—Después me retiré, me fui a casa de la hermana de mi madre en Cato Manor. El viernes por la mañana llevé a tres chicas a una fiesta en una refinería de azúcar a las afueras de Stanger.
—¿Una fiesta de dos días? —dijo Emmanuel. Aquello le serviría a Exodus para enterarse bien de los acontecimientos de los últimos días. Si la policía judicial investigaba al Holandés Errante, solo se contentaría con una cronología irrefutable.
—Los hombres estaban celebrando una fiesta, pero las chicas estaban trabajando. ¿Me entiende?
—Sí, ya te entiendo.
Aquello confirmaba la afirmación de Khan de que Exodus había estado fuera de la ciudad hasta el domingo. El delincuente indio sabía de lo que hablaba. Emmanuel tomó nota mentalmente de aquel detalle para el futuro.
Desde el asiento trasero llegó un fuerte chasquido metálico y Emmanuel se volvió para mirar a la pareja rusa. Natalya había abierto la maleta y había sacado una petaca y una cajita dorada. Cogió cuatro pastillas rojas de la caja y se las metió en la boca a Nicolai.
—¿Qué son? —preguntó Emmanuel.
—Dolor —dijo Nicolai, que dio un trago a la petaca que Natalya le había puesto en la boca y se tragó las pastillas.
Emmanuel se inclinó hacia el asiento trasero, resuelto a sacarle algo de información al hombre ruso antes de que las pastillas hicieran efecto.
—¿Quién está intentando hacerte daño, Nicolai?
—Mucha gente.
—¿Por qué?
—Porque soy Nicolai Andrei Petrov.
—¿Qué significa eso?
—No debía irme —el hombre ruso se recostó sobre el asiento y se le cerraron los ojos—. Ahora me van a encontrar y me van a hacer volver.
—¿Quiénes? —preguntó Emmanuel, pero no obtuvo respuesta.
Natalya acarició la hirsuta barba de su marido y apoyó la cabeza en su ancho hombro. La pareja descansó como descansan los soldados después de la batalla. Emmanuel los dejó tranquilos. Él mismo había ansiado el consuelo del sueño muchas noches de invierno en los campos de Europa. Cuando llegaran al Château la Mer, dejaría soñar a Nicolai y a Natalya durante una hora. No podía permitirse concederles más tiempo.
—¿Adónde voy? —preguntó Exodus.
—A Willowvale Road, en Glenwood —respondió Emmanuel.