12

En el café Swell Times, en South Beach, vendían bolas de helado en tarrinas de papel parafinado. La señora Morgensen escogió fresa y chocolate espolvoreado con frutos secos picados. Emmanuel pidió vainilla, como siempre. Empezaron a caminar junto a la playa en busca de un sitio en el que sentarse a charlar. Había un banco libre mirando al mar. La señora Morgensen señaló el cartel de «Solo para blancos».

—Si hay miembros de mi familia que no se pueden sentar aquí, yo tampoco me siento.

—Bueno, eso excluye la playa y las cafeterías —contestó Emmanuel—. Todo este tramo es solo para europeos.

—Entonces paseemos.

—Me parece bien —dijo Emmanuel mientras seguía andando junto a la misionera.

El mar dibujaba volutas sobre la arena y las familias bronceadas chapoteaban entre las olas. Un buque cisterna surcaba el mar en el horizonte. A Emmanuel no le incomodaba el silencio. A veces las personas con las que hablaba sentían la necesidad de llenarlo. La señora Morgensen no era así. Ella estaba lamiendo la cucharilla del helado y disfrutando de la hermosa vista del mar.

—Usted es una servidora de Dios —dijo Emmanuel al cabo de tres minutos de silencio—, pero ha visto suficiente mundo para saber que el asesinato de un niño no se va a olvidar así como así. El silencio no la va a proteger de la policía, ni a usted ni a los miembros de su familia. Puede escoger entre hablar conmigo ahora… o con otra persona más adelante.

La señora Morgensen se detuvo y después empezó a caminar otra vez, más despacio.

—Joe fue miembro de la familia de Sión durante una breve temporada —dijo—, pero aquello no cuajó.

—¿Eso fue antes de que le metieran en la cárcel?

—Dejó la parroquia unos meses antes de apuñalar a esos dos pobres hombres en una pelea en un bar. Él mismo es un pobre hombre sin rumbo.

—¿Qué pasó?

—Joe tenía el ánimo para intentarlo, pero su carne era débil. Muy débil. Empezó a salir con una de las jóvenes hermanas de la parroquia y, cuando el dinero escaseaba, no tenía inconveniente en que ella se dedicara a hacer la calle en el puerto.

—¿Era un chulo?

La expresión de la señora Morgensen dijo que sí, pero ella no fue capaz de pronunciar la respuesta.

—Estuvimos hablando de esos malos hábitos y rezando para que Joe tuviera fuerzas para resistirse al demonio, pero todo siguió igual. Entonces me enteré de que había metido a otras jóvenes hermanas en su negocio, y fue entonces cuando se le dijo que se buscara otra familia.

Emmanuel había conocido a unos cuantos chulos homicidas en Jo’burgo. Las víctimas solían ser chicas «desobedientes» que se habían escapado o clientes que magullaban a la mercancía.

—¿Fueron Jolly y Joe miembros de Sión al mismo tiempo?

—Sí.

—¿Jolly le conocía?

La señora Morgensen titubeó.

—Sí, le conocía.

La misionera había dicho que era posible que Jolly conociera a su asesino y ahora había quedado establecida la conexión entre Joe y el niño asesinado. ¿Había también una conexión entre el preso fugado y la señora Patterson y su criada? Emmanuel recordó el saco de azúcar volcado de la cocina de su patrona. Quizá los artículos robados del puerto conectaran los asesinatos.

—¿Hay alguna de las chicas de Joe que siga viviendo aquí?

—Algunas siguen viviendo en la zona, sí.

—¿Nombres y direcciones?

—Veamos… —la señora Morgensen se metió una cucharada de helado de chocolate en la boca—. Stella ahora está casada con un policía. Acaban de tener un bebé. A Joe ni se le ocurre acercarse a ella. Una vez lo intentó y se llevó una paliza. Patty sigue en la zona, pero hace un par de meses que no la veo. Anne sigue siendo miembro de Sión. Vive en el mismo edificio que la familia Marks.

Merecía la pena intentarlo. Joe no se iba a arriesgar a volver a la fábrica de sopa ahora que le habían visto allí. Andaría buscando un nuevo escondite.

—¿En qué número?

—¿De verdad cree que existe una relación entre el asesinato de Jolly y el chico de los Flowers?

—Existe una relación —dijo Emmanuel—, pero todavía no sé cuál es.

La señora Morgensen se quedó observando cómo rompían las olas y dijo:

—Es mejor que le lleve yo. Anne se va a escapar por la ventana trasera en cuanto le oiga llamar a la puerta, y es mejor para la familia que aclaremos las dudas sobre la muerte de Jolly cuanto antes.

—Es mejor para todos —dijo Emmanuel.

El hombre paralítico de la silla de ruedas de la época victoriana seguía delante del deteriorado edificio, igual que el día anterior. Le habían encasquetado un sombrero de paja en la cabeza para protegerle del sol del mediodía. Tenía dos gatitos sarnosos acurrucados sobre la manta que le cubría las piernas paralizadas.

—Es el padre de Anne —dijo la señora Morgensen cuando llegaron a la puerta principal—. Era guardagujas. Le atropelló un tren y eso es todo lo que queda de él. La madre de Anne se largó con otro hombre unos seis meses después del accidente.

Subieron al segundo piso y la señora Morgensen llamó a una puerta con los nudillos. Unos pies se arrastraron por el interior del apartamento, pero no hubo respuesta. Emmanuel se pegó a la pared para que no pudieran verle.

—¿Hermana Anne? —dijo la señora Morgensen—. Será solo un minuto.

La puerta se abrió ligeramente y el rostro anguloso de una joven blanca apareció en la rendija. Tenía la nariz respingona y salpicada de pecas, y llevaba el grueso pelo castaño casi rapado; con poca luz, era fácil confundirla con un chico. Unas calenturas rojas le agrietaban las comisuras de los labios. La bendición del «templo sagrado» que había recibido de la señora Morgensen por la mañana no había conseguido borrar la realidad de la vida en los alrededores del puerto.

Un gatito de color pardo rojizo salió al pasillo y se frotó contra la pierna de la misionera. La joven corrió la cadena del pestillo de la puerta y cogió al gatito en sus delgados brazos. Era difícil decir a quién le hacía más falta un poco de leche, si a Anne o al famélico animal.

—¿Trae la medicina de mi padre? —preguntó Anne mientras el gatito le clavaba las uñas en el hombro—. Solo le queda para unos días.

—La clínica está esperando una remesa —contestó la señora Morgensen—. Os traeré la medicina en cuanto llegue.

Ja, de acuerdo.

La voz le empezó a temblar cuando vio a Emmanuel apoyado en la pared. Llevó la mano al picaporte de la puerta.

—No te va a hacer daño, hermana Anne. Yo no me voy a mover de tu lado.

—¿Qué quiere?

—No es nada malo —dijo Emmanuel—, solo quiero hablar contigo.

Anne retrocedió hacia el interior del apartamento y Emmanuel la siguió, lo suficientemente cerca para poder agarrarla si intentaba salir corriendo. La luz invernal entraba por la ventana delantera. Unas manchas de humedad subían por la pared, levantando tiras del papel pintado verde y llenando el piso de un olor a cerrado. Una camada de gatitos retozaba en un cajón roto de una cómoda y el contenido rebosante de la caja de arena añadía un hedor animal a la pequeña estancia. El papel levantado y la miseria de aquel apartamento situado en el centro de una mansión ruinosa eran una de las razones por las que el Partido Nacional había subido al poder. En Durban y sus alrededores había negros que vivían en mejores condiciones, lo que resultaba inadmisible para el Partido Nacional y sus electores. Anne cogió en brazos a un segundo gatito y lo abrazó contra su pecho. Sus ojos se dirigieron durante un segundo hacia la ventana abierta, midiendo la distancia que la separaba de la calle.

—Siéntate, Anne —dijo Emmanuel, que se apoyó en el borde del alféizar de la ventana con las piernas estiradas. Lenguaje corporal relajado para indicar que no le preocupaba que intentara salir corriendo, ya que si lo hacía la atraparía. Anne se desplomó sobre un sofá de cuadros escoceses remendado con los primeros parches encontrados en una caja de retales. Rascó a uno de los gatitos detrás de las orejas hasta que al animal le empezó a temblar el cuerpo.

—¿Eres amiga de Joe Flowers?

—Lo era —contestó ella.

—¿Has visto a Joe últimamente?

—¿A Joe? —sus huesudos dedos se enroscaron en el sarnoso pelaje del gatito—. No.

—¿Estás segura?

Ja, claro.

El gatito saltó al suelo pero Anne le tiró de la cola para volver a atraerlo hacia sí y lo sujetó por la fuerza. Las uñas del animal le atravesaron el vestido de algodón y se le clavaron en los escuálidos muslos.

—¿No le has visto ni una sola vez? ¿Ni siquiera por la calle o cerca de la parroquia Sión, por ejemplo?

El gatito preso se retorció hasta quedar libre y atravesó corriendo la habitación para refugiarse en el cajón. Entonces Anne dedicó sus atenciones al gatito pardo rojizo que se acurrucaba en su cuello. Lo acarició con sus ásperas manos y evitó mirar a los ojos a Emmanuel.

—La última vez que vi a Joe fue antes de que le metieran en la prisión central de Durban, hace mucho. No sé dónde está ahora.

—¿Adónde se entra por ahí? —preguntó Emmanuel señalando un agujero en la pared en el que en su día había habido una puerta.

—Al dormitorio.

—¿Me lo enseñas?

La joven se arrastró hasta la entrada como un submarinista nadando a contracorriente.

—Mi padre duerme en la cama grande y yo duermo en el rincón —dijo.

Había una cama de matrimonio y un estrecho catre. Ambas camas estaban hechas. En una cómoda alta, del tamaño de un armario de un cuerpo, estaba la ropa de los domingos de Anne y de su padre. Una bailarina de porcelana a la que le faltaba un pie hacía piruetas en una mesita auxiliar. Emmanuel se dirigió a la ventana del fondo de la habitación. Estaba cerrada, pero no tenía el pestillo echado. Una escalera de caracol de hierro oxidado bajaba hasta el patio comunitario, en el que una anciana zulú estaba colgando ropa húmeda de un alambre mientras un niño blanco hacía dibujos en la tierra con un palo. Ni siquiera los europeos más miserables sabían vivir sin servicio doméstico. En el patio, una puerta de madera pintada de un amarillo muy optimista daba acceso a un camino cubierto de abono humano.

—¿Alguna vez usas esas escaleras? —preguntó Emmanuel.

—No, nunca.

En el antepecho de hierro, justo al lado de la ventana, había un plato y una taza de hojalata como los que normalmente se reservaban a los criados. Unas hormigas iban subiendo por el borde del plato cargadas con migas de pan.

—¿Nunca? —dijo Emmanuel.

—Nunca.

—De acuerdo, te creo.

Anne hundió la cabeza en el pelaje del gatito para esconder una sonrisa. Una mentira que la policía se había tragado completamente. Si venía Joe, le diría que en el apartamento estaría a salvo y que el oficial de la policía judicial era un idiota. Emmanuel no tenía nada que objetar.

Pese a todo, había algo en la habitación que le resultaba familiar. No era algo de su infancia, sino de los últimos días. Emmanuel se acercó a Anne y la sensación de familiaridad se intensificó, así que se detuvo y la observó atentamente. La había visto recibir una bendición delante de la parroquia Sión, pero no era eso. Había algo que le hacía tener la sensación de que la conocía lo suficiente como para tocarla. Se inclinó hacia ella. Su cuello despedía un débil aroma a flores, un rastro de algo exótico en aquella habitación miserable. Olía a perfume caro. Como el que llevaba Lana Rose en la fiesta de la coronación en casa de Van Niekerk. Joe había estado comprando regalos a su «hermana».

—Oficial —dijo la señora Morgensen—, la hermana Anne ha contestado a todas sus preguntas y creo que es hora de que nos vayamos.

—Claro —dijo Emmanuel volviendo al alféizar de la ventana. Escribió el número de teléfono del Château la Mer en una hoja de su libreta, la arrancó y se la dio a Anne—. Si ves a Joe, llámame o díselo a la señora Morgensen y ella se pondrá en contacto conmigo. ¿Me harás ese favor?

Ja. Claro.

Emmanuel casi se echó a reír ante la facilidad con la que Anne había hecho la promesa. Los únicos teléfonos operativos en dos manzanas a la redonda eran los de los corredores de apuestas y los dueños de los bares.

—Con esto hemos terminado, hermana. Ve en paz —dijo la señora Morgensen.

—Igualmente —dijo Anne, que se dirigió a la puerta apresuradamente, la abrió y los dejó salir. El gatito volvió a clavarle las uñas en la tela del vestido y le hundió la carita en la nuca sin dejar de ronronear. En la piel pecosa del cuello y el hombro de Anne aparecieron las marcas rojas de los arañazos.

Emmanuel se dio cuenta de que a Anne le gustaba aquello: la sencilla combinación de amor, dolor y necesidad.

—Las cosas no son como usted cree —dijo Emmanuel—. En ese apartamento.

—¿Qué es lo que he presenciado, oficial? ¿Preocupación paternal?

—¿Ha olido el perfume? Caro.

Le sujetó la puerta a la misionera, que salió a la calle y recibió la intensa luz del sol.

—Eh…, bueno, sí…

—No creo que se lo haya comprado ella misma.

—Usted procede de esta clase de ambiente, ¿no?

La señora Morgensen se paró junto al hombre paralítico de la vieja silla de ruedas y le ajustó el sombrero de paja, que se le había deslizado hasta taparle los ojos. Los gatitos estaban jugando con un trozo de papel de periódico que se había quedado enganchado entre los radios de una rueda.

—Me crié rodeado de Annes —dijo Emmanuel—. Lo raro es que ella me haya llamado la atención.

Anne tendría que haber olido a jabón de sosa y a penurias, no a una sutil mezcla de lilas y especias.

—Hablando de cosas raras… —dijo la señora Morgensen señalando a un hombre delgado con un traje oscuro que estaba colocando panfletos en un semicírculo alrededor de una caja de madera. Era el predicador del lugar del crimen y del Night Owl.

—Me lo he encontrado dos veces —dijo Emmanuel—. Trabaja en el puerto, ¿no?

—Tres días a la semana, a veces cuatro, reparte esos folletos y amenaza a todo el mundo con que van a ir al infierno. Lo que no sé es a qué dedica el resto de sus horas de trabajo.

—¿Y eso le convierte en alguien raro?

El predicador era la competencia de la señora Morgensen. Ambos congregaban almas que se sabía que eran difíciles de mantener en el buen camino.

—Rezo para que Dios me dé caridad —dijo—, pero hay algo en el hermano Jonah que hace que me entren ganas de…

—¿Pegarle un puñetazo?

—Sí.

La estruendosa risa de la misionera asustó a los gatitos, que se metieron corriendo bajo el asiento de la silla de ruedas.

—La entiendo —dijo Emmanuel. Alguien que intentara hacer negocio en el lugar donde habían asesinado a un niño no podía considerarse cristiano.

—Hermana Bergis —saludó el predicador levantándose un sombrero de fieltro de color crema y dejando al descubierto una melena oscura que le llegaba hasta los hombros. Sonrió y sus vivos ojos marrones centellearon.

—Hermano Jonah —la señora Morgensen le devolvió el saludo pero no aflojó el paso. Sus dedos agarraron con fuerza el mango de su bastón. El hermano Jonah se puso delante de ellos y le tendió la mano a Emmanuel.

—Usted es nuevo por estos lares, ¿verdad, hermano? ¿Cómo se llama, para que pueda recordarle en mis oraciones?

—Yo no tengo ningún hermano —respondió Emmanuel mientras ayudaba a la señora Morgensen a esquivar el cajón de fruta que hacía las veces de púlpito. La misionera no necesitaba que la defendieran, pero había algo en la sonrisa del hermano Jonah, un pequeño gesto de compasión y condescendencia, que le irritaba. O quizá fuese su melena de Jesucristo, que llevaba peinada hacia atrás dejando a la vista la pronunciada V de un pico de viuda.

Emmanuel y la misionera siguieron andando a buen paso hasta llegar a la esquina de la calle.

—Lo que le he dicho antes de que no conocía a nadie sospechoso en la zona… —dijo la señora Morgensen—. He cambiado de opinión —señaló con el pulgar en dirección al hermano Jonah—. En las últimas semanas ha estado en Point y en la terminal de pasajeros a todas horas, de día y de noche, hablando sobre todo con los niños.

—¿Con Jolly?

—Le vi con Jolly el miércoles. Iban andando por delante de los adosados de Wellington Street. El hermano Jonah llevaba el brazo alrededor de los hombros de Jolly.

—¿Eso fue el día antes de que muriera Jolly?

—Efectivamente.

—¿A qué hora? —preguntó Emmanuel. El hermano Jonah era un hombre blanco con un traje negro, así que coincidía con la descripción de la prostituta…, igual que otros mil hombres en Durban.

—Sobre las seis y cuarto. Estaba anocheciendo, pero los reconocí.

—¿En ese momento no le pareció extraño?

—Los dos trabajamos en esta zona y conocemos a la misma gente. No me pareció raro.

Emmanuel hizo doblar la esquina a la señora Morgensen para apartarla de la vista del hermano Jonah. Proteger a los testigos de posibles represalias era un acto reflejo para cualquiera que hubiera trabajado en la policía judicial.

—¿Qué más?

La señora Morgensen se quedó callada durante unos instantes y después dijo:

—Va a pensar que soy una vieja tonta.

—Inténtelo y ya veremos.

—El hermano Jonah no es quien dice ser. A veces desaparece durante días y anda con compañías extrañas en lugares extraños.

—Igual que usted.

La mayoría de los blancos habrían salido corriendo y dando gritos de la fábrica de sopa abandonada y habrían evitado el contacto con el vigilante nocturno negro que se escondía en la ciudad con su mujer y sus hijos.

—¿Intuición femenina? —sugirió Emmanuel.

—No. Le seguí.

—Ah…

—El hermano Jonah llegó sin el respaldo de ninguna iglesia o misión evangélica —la misionera noruega echó a andar rápidamente y el extremo de su bastón golpeó la acera con fuerza—. Aun así, reparte dinero. No mucho, unos cuantos chelines para comprar algo de comida o un libro para la escuela. No recauda donativos ni pide la caridad a los comerciantes de la zona, así que ¿de dónde sale el dinero?

Se metieron por Point Road, donde un grupo de clientes hacía cola delante de un quiosco. Entre los cigarrillos y los periódicos había coloridas insignias de papel hechas a mano con la imagen de la princesa Isabel, la futura reina. Esa noche, la del último día de mayo, la ciudad se iluminaría para celebrar su inminente coronación. Según el periódico Natal Mercury, se esperaba que una multitud sin precedentes fuera testigo del intento de Durban de ser «una de las ciudades más coloridas de la Commonwealth» en su celebración de la coronación. Bandas de música y gente agitando banderas. Emmanuel se recordó a sí mismo que tendría que asegurarse de mantenerse alejado.

La señora Morgensen metió el bastón entre dos hombres para abrirse paso. La cola del quiosco se abrió como las aguas del mar Rojo y los dos pasaron entre las olas de clientes sin bajar el ritmo.

—Mis motivos fueron deshonestos, oficial. No me gusta el hermano Jonah. Quería pillarle pecando. La envidia me llevó por el camino de la tentación.

—¿Encontró algo?

La señora Morgensen se paró a recobrar el aliento delante de una tienda de artículos de navegación. En el suelo había una imagen hecha con azulejos azules y blancos de una ballena franca y su cría emergiendo de la superficie del mar.

—El hermano Jonah fue al desguace Larsen’s, cerca de las barracas de los estibadores negros. Al fondo del patio hay una oficina que no se ve desde la calle. Estuvo allí con otro hombre.

—¿Haciendo qué?

—Hablando —contestó—. La oficina tenía las persianas echadas, así que me escondí al lado de las escaleras para escuchar. Hablaban en inglés, pero yo no entendía lo que decían.

—¿Por ejemplo?

Emmanuel siguió tirando del hilo. La misionera estaba avergonzada por aquel comportamiento tan poco cristiano y él se había convertido en su confesor. Preguntar, escuchar y asentir con la cabeza. Gran parte del trabajo de la policía giraba en torno a esas tres sencillas acciones.

—El hermano Jonah dijo: «No van a mandar a un cara de perro en misión especial para atrapar a ese Ivan, al muy…».

La misionera hizo una pausa que se alargó hasta que Emmanuel levantó una ceja.

—Usaron un lenguaje muy feo —dijo la señora Morgensen.

—Le doy un chelín por cada palabra que no haya oído antes —Emmanuel sacó su cartera y la abrió—. A ver si saca algo de dinero para la colecta, hermana.

La señora Morgensen titubeó durante unos instantes y después escribió la palabra «cabrón» con la yema del dedo en la polvorienta superficie del escaparate de la tienda.

—¿Y bien? —dijo con ojos centelleantes—. ¿Me debe un chelín, oficial?

—Me temo que no —contestó Emmanuel—. Era una de las favoritas de los soldados yanquis. Aunque es la primera vez que la veo escrita con tan buena letra.

—Eso tiene que valer un chelín —dijo ella—. Por la caligrafía.

Emmanuel pagó y cambió la cartera por una libreta. Escribió la frase incompleta y se la leyó a la misionera, que se estaba metiendo las monedas en el bolsillo del pecho con una sonrisa casi imperceptible.

¿«No van a mandar a un cara de perro en misión especial para atrapar a ese Ivan, al muy…»? Dio unos golpecitos en la palabra «cabrón» en lugar de pronunciarla en voz alta delante de la señora Morgensen. «Ivan» era como se apodaba en argot a los soldados rusos que habían entrado en tropel en Europa a raíz de la victoria aliada. «Cara de perro» era un mote para los soldados de infantería estadounidenses. Las dos palabras no tenían ningún sentido en la misma frase. ¿Era el evangelizador americano un soldado convertido en predicador?

—¿Algo más? —preguntó. El hermano Jonah parecía estar involucrado en una operación militar.

—No. El vigilante nocturno salió de su caseta y yo me fui corriendo hacia la calle. Poco después pasó un gran coche plateado circulando muy despacio y noté una sensación de ardor aquí, en el pecho —dijo señalándose el corazón—. El hermano Jonah iba en el coche y sabía que le había seguido.

—¿Le vio en el coche?

—No. Le sentí. Sentí cómo me juzgaba.

La marca de identidad de una cristiana bien enseñada era la honda y firme creencia de que Dios lo veía y lo juzgaba todo, casi siempre negativamente. La señora Morgensen sabía que había obrado mal y, como prometían las Sagradas Escrituras, Dios —adoptando la forma del hermano Jonah— la había pillado con las manos en la masa.

—¿Cómo era el coche? —dijo Emmanuel.

—Era el Rolls-Royce del señor Khan.

Emmanuel ladeó la cabeza con un gesto de sorpresa.

—¿Conoce usted al señor Khan?

—Es uno de los comerciantes de la zona que ayuda a la familia de Sión con donativos —un débil tono rojizo empezó a extenderse por sus mejillas—. Suministra medicamentos para los enfermos.

Blanqueo de dinero sucio a través de obras benéficas.

Emmanuel dijo:

—A lo mejor al hermano Jonah el dinero le viene del señor Khan. Igual que a usted.

—Yo no recibo dinero de Afzal Khan —dijo golpeando el suelo con el bastón para recalcar sus palabras—. El señor Khan colabora con organizaciones cristianas y musulmanas. Sión recibe una caja de medicamentos dos veces al año. Vendas, pastillas para el dolor de cabeza, jarabe para la tos y desinfectante. El señor Khan es muy cuidadoso con los donativos que se reparten entre los pobres. Lo único que reparte el hermano Jonah son panfletos.

—¿Era el señor Khan el hombre con el que estaba hablando Jonah en el desguace?

La señora Morgensen negó con la cabeza.

—No podría decirlo con seguridad. El hermano Jonah fue el que habló todo el tiempo.

—¿Qué cree que hacía el hermano Jonah en el coche del señor Khan?

Eso si es que había estado en el Rolls…, un hecho que todavía había que demostrar con alguna prueba más que la sensación de ardor en el pecho de la señora Morgensen.

—¿Un clérigo en la limusina del señor Khan casi a medianoche? Lo que pienso sobre ese tema es muy poco caritativo, así que mejor me lo callo —borró la palabrota de la ventana polvorienta con un amplio movimiento de la palma de la mano—. Después de aquello, me desprendí de la tentación. Pero la sensación de estar siendo observada por el hermano Jonah…, esa no ha desaparecido. Se ha vuelto más intensa.

La cola del quiosco había empezado a disiparse y la vista quedó despejada hasta el final de la manzana. En la esquina había un hombre con traje y sombrero oscuros con el periódico Natal Mercury abierto delante del cuerpo. Unas manos blancas de porcelana sujetaban firmemente las hojas. A Emmanuel le retumbaron los oídos. ¿Le estaba siguiendo el menestral de la sala de interrogatorios de la comisaría? Dio un paso adelante y el hombre de la esquina se dio la vuelta y se alejó caminando.

—¿Le pasa algo, oficial?

El miedo se extendía una vez que se expresaba en voz alta. El amuleto contra aquel sentimiento, en la batalla y en época de paz, era el silencio. Saber cuándo cerrar la puta boca.

—Es la emoción por la coronación —contestó señalando a una niña con un vestido corto de algodón que estaba atando globos rojos, azules y blancos a las puntas de las barras de una valla de hierro forjado con ayuda de una criada no mucho mayor que ella.

—¿Lo va a celebrar? —preguntó la señora Morgensen—. El periódico dice que van a iluminar los edificios del centro y va a parecer el país de las hadas.

—Estaré trabajando.

Emmanuel cerró la libreta, que tenía abierta por el dibujo de la sirena, y se la metió en el bolsillo. Tenía el pulso firme, pero el corazón le latía a toda velocidad. La noche con Lana Rose había tenido lugar antes de los asesinatos de los apartamentos Dover. ¿Por qué le iban a estar siguiendo entonces?

—¿Buscando a Joe? —preguntó la misionera.

—Entre otras cosas.

Como mirar por encima del hombro cada cinco minutos para confirmar que le estaban siguiendo. Su reloj marcaba las cuatro menos cuarto de la tarde. Era hora de volver al muelle de pasajeros e intentar encontrar al Holandés Errante.

—¿Es Joe su único sospechoso?

Era evidente que a la misionera noruega le preocupaba aquella posibilidad. ¿Cómo explicaría que un hombre a quien durante un tiempo habían llamado «hermano» hubiera cometido el asesinato de uno de los miembros de la familia? Los frágiles vínculos de confianza que mantenían unida a la feligresía se romperían y la parroquia Sión quedaría dividida.

Emmanuel elaboró una lista de sospechosos en su cabeza. Flowers era un hombre blanco con un traje oscuro que se movía con rapidez y a quien Jolly conocía. Joe también conocía el puerto, habiendo sido el chulo de una serie de chicas allí. Y ahora estaba el hermano Jonah, el posible ex soldado que trabajaba en el puerto y que hablaba con los niños. Vestía un traje oscuro y había cogido la confianza suficiente con el tímido Jolly para ponerle el brazo sobre los hombros.

—No —dijo Emmanuel—. Joe no es el único sospechoso.