11

La parroquia Sión era una construcción prefabricada de color gris metida entre un desguace y una tienda abandonada con alambrera en las ventanas. A través de la puerta abierta de la parroquia se oyeron las notas de la primera estrofa de «Arise, My Soul, Arise». Emmanuel se asomó al interior. Muchos de los feligreses tenían los brazos en alto y se balanceaban a un lado y a otro como llevados por una fuerte contracorriente. Los brazos, blancos y negros, raquíticos y deformados por la pobreza, se estiraban hacia el techo como pequeños árboles.

«Tres estrofas más», pensó Emmanuel. Se sabía la canción de memoria. Cinco años de oraciones en grupo y oficios religiosos semanales obligatorios en el internado habían dejado su huella.

Volvió sobre sus pasos, caminando junto a la alambrada que separaba el desguace de la parroquia, y arrancó un manojo de hierbajos distraídamente. El olor amargo se le quedó en las manos y le trajo a la memoria los innumerables sábados que había pasado arrancando malas hierbas con los jornaleros ndebele en los jardines de su colegio, el castigo habitual por su rebeldía y su desobediencia en el Ligfontein Kosskool, el internado Fuente de la Luz. Su ofrecimiento de quitar las malas hierbas también los domingos no había sido aceptado. Llegó hasta la calle y se volvió de nuevo hacia la parroquia, de la que salieron las últimas notas del cántico religioso seguidas de un fuerte «amén» entonado a coro. Los feligreses salieron del edificio prefabricado en fila y se congregaron delante de la entrada, negros, blancos y mestizos juntos. Miraron a Emmanuel, intrigados por el desconocido que andaba merodeando delante de su parroquia. Una mujer blanca de pelo cano se le acercó caminando muy erguida. No llevaba joyas, maquillaje, medias ni ningún adorno en su pelo trenzado. A Emmanuel no se le ocurría nada con lo que se pudiera mejorar su aspecto.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Sus ojos azules llenos de recelo casaban con su acento escandinavo.

—Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —dijo Emmanuel—. Tengo que hacerle unas preguntas sobre Jolly Marks, si no le importa.

—Usted no estaba en el depósito de cadáveres con los otros policías. Es la primera vez que le veo.

—Me han trasladado de Johannesburgo. Es mi primera semana.

—Aun así, primero tendré que ver su identificación —dijo la mujer—. Después daremos el siguiente paso.

—Por supuesto —contestó Emmanuel, que se sacó del bolsillo la flamante placa y se la dio. La funda de plástico estaba impoluta y la tinta estaba fresca. Se preguntó si ella lo notaría.

—Nunca había conocido a un policía vestido así.

Le devolvió la identificación después de leerla y examinó ostensiblemente la corbata oscura de seda y el traje amarillo limón claro con los delicados botones de nácar cosidos a mano.

—Yo nunca había conocido a una mujer sacerdote —dijo Emmanuel—, así que estamos empatados.

—Bergis Morgensen —se presentó, dirigiéndole una inclinación de la cabeza—. Tengo que volver con mi familia y despedirlos con una bendición. Espéreme aquí y contestaré a sus preguntas cuando se haya ido todo el mundo. La muerte de Jolly ha debilitado la fe de la gente, así que, si le parece, llevaremos esto con discreción.

A Emmanuel no le importó hacerse a un lado. Quería ganarse la simpatía de la señora Morgensen pero, por encima de eso, quería mantenerse a una distancia prudente de sus abatidos feligreses.

Al alejarse de la parroquia, estos fueron pasando por delante de él como en un desfile de defectos humanos. Una pierna amputada, una boca con más huecos que dientes, un oscuro agujero donde anteriormente había habido un ojo. Lo más perturbador era la combinación de piel negra con algún defecto físico, lo que suponía un castigo doble de acuerdo con las leyes del Partido Nacional que impedían a los nativos el acceso a los trabajos especializados y a la educación secundaria.

Emmanuel esperó hasta que la señora Morgensen bendijo al último de sus feligreses, una joven afrikáner desnutrida con el pelo castaño muy corto y una nariz respingona. La misionera puso las manos con las palmas hacia abajo sobre la cabeza inclinada de la muchacha.

—Eres un templo sagrado. Que el Señor te resguarde del temporal.

—Amén.

La joven recibió la bendición y salió corriendo hacia la calle, con los huesudos brazos balanceándose a los lados del cuerpo. Parecía como si saliera corriendo de la parroquia para echarse en los brazos del diablo, el patrón que había seguido Emmanuel durante sus años de educación religiosa.

—Por aquí —dijo la señora Morgensen mientras abría la puerta de un pequeño cobertizo unido a la pared trasera de la parroquia. En las baldas del almacén había un exiguo surtido de productos que dejaba bastante que desear—. Los domingos por la tarde preparo cajas con productos de la beneficencia y las reparto. Podemos hablar mientras trabajo.

La señora Morgensen cogió un pequeño cajón de embalaje de una balda y empezó a llenarlo con un surtido de latas abolladas y voluminosos paquetes de papel que había amontonados encima de una mesa redonda. Sus movimientos eran firmes y enérgicos para una mujer que debía de tener más de setenta años.

Emmanuel se quitó la chaqueta de Gerard y la colgó del respaldo de una silla. La seda parecía una ostentación en aquel austero cuartito. Cogió una caja de la balda y la puso en la mesa. A Bergis Morgensen no le gustaba hablar con la policía y, porfiadamente, eso despertaba la simpatía de Emmanuel.

—¿Uno de cada? —preguntó.

La misionera vaciló y después señaló las escasas provisiones con la barbilla.

—Tres de sardinas, dos de Spam, un paquete de harina y uno de azúcar. Después páseme la caja a mí.

Emmanuel examinó las latas y localizó las sardinas y la carne en conserva, todas con las etiquetas medio despegadas del metal. Los paquetes de harina y azúcar pesaban poco; debían de contener unas cinco tazas.

—Bueno —la señora Morgensen recibió la primera caja terminada y la completó con media pastilla de jabón y una pequeña toalla, que no era más que un trozo de una toalla grande cortado y cosido—, ¿qué quiere saber de Jolly Marks?

—¿Fue usted quien identificó el cadáver?

—Me lo pidió su madre, así que fui al depósito y firmé los papeles. La policía me llama unas cuantas veces al año, normalmente cuando necesitan el nombre de algún cadáver sin identificar que ha aparecido en Point —cerró la caja, la ató con bramante y escribió el nombre «Ephraim Nakasa» en un lado con un lápiz unido a la mesa con un cordón—. Jolly es el primer niño al que he tenido que identificar, y ruego al Señor que nunca más me vuelva a encargar esa tarea.

Emmanuel cogió otra caja y colocó las latas y los paquetes de tal manera que al menos cubrieran el fondo.

—¿Entonces conocía bien a Jolly y a su familia?

—No venía a Sión con regularidad, pero sí con la suficiente frecuencia para ser considerado uno de mis feligreses.

—¿Conoce a alguien que haya podido hacerle daño?

—Es difícil de decir. Los niños del puerto y de los alrededores viven en un mundo muy inestable. Un día la marea trae oro y al siguiente trae veneno. La normalidad no existe. La prostitución y la violencia son parte de la vida cotidiana.

—¿Y el padre?

—Anda entrando y saliendo de la cárcel. De la cárcel y de los bares. Ese nunca viene a la iglesia. Aún le falta cumplir siete meses de condena en la prisión central de Durban por atracar al lechero de la zona para robarle un par de chelines. Con eso ya tiene todo lo que necesita saber sobre el padre de Jolly.

—¿Hay alguien más en la vida cotidiana de Jolly que le hiciera sospechar algo? ¿Algún pariente extraño o algún hombre que se dedique a molestar a los niños de la zona?

—He rezado para obtener respuestas a eso, pero Dios es muy testarudo y aún no me ha contestado —la señora Morgensen inclinó la cabeza hacia un lado y frunció el ceño—. ¿Cómo un desconocido iba a conseguir tener la suficiente confianza con Jolly para hacerle daño? Esa es la pregunta que me hago.

—¿Cree que Jolly conocía a su asesino?

—Estoy convencida de ello —contestó la señora Morgensen.

—¿Por qué lo cree?

El lugar del crimen era frío e impersonal. El corte del cuchillo, limpio y preciso. Los asesinatos en los que el asesino y la víctima se conocían solían ser una chapuza y estar motivados por impulsos emocionales.

—Jolly trabajaba en el puerto, pero era cuidadoso —contestó ella—. Solo trabajaba con clientes habituales. Conocía el patio de maniobras y los muelles mejor que el capitán de puerto. A un desconocido le habría costado pillarle desprevenido.

Emmanuel consideró la teoría de la señora Morgensen, pero no le convencía. En el puerto, un desconocido con dinero se convertía inmediatamente en un amigo. Pensar que Jolly Marks trabajaba exclusivamente para un grupo selecto de prostitutas y ladrones era muy poco realista. Sin embargo, en aquel momento no podía descartar ninguna pista.

—¿No se le ocurre nadie? —dijo mientras deslizaba una caja de provisiones por la mesa. Si el Holandés Errante no estaba en el muelle de pasajeros, iba a necesitar una nueva pista que seguir. Cuanto antes.

—De momento no, pero Dios y yo estamos trabajando en ello, oficial —la misionera garabateó el nombre «Brian Hardy» en la segunda caja y «Bettie Dlamini» en la tercera—. Él escucha todas las oraciones y se entera de todas las muertes. «¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Y, con todo, ninguno de ellos cae a tierra sin que lo permita nuestro Padre». Mateo, capítulo 10, versículo 29.

Si para Dios cien años eran como un suspiro, tanto él como la señora Morgensen podían morirse esperando una respuesta divina a la pregunta de quién había asesinado a Jolly Marks. El reloj humano de cuarenta y ocho horas se estaba quedando sin cuerda y la descripción del sospechoso seguía siendo «un blanco con un traje negro», con la única diferencia de que ahora Emmanuel podía añadir «a quien quizá Jolly conocía».

—Usted no es creyente —dijo la señora Morgensen sin acritud, al tiempo que empezaba a apilar las cajas en una carretilla con una rueda pinchada.

—He visto bandadas de pajarillos caer en trincheras llenas de cadáveres —dijo Emmanuel—. Ando un poco escaso de fe.

—La guerra, ¿eh? ¿Verdad que es exasperante? —la misionera soltó una risita—. ¡Hay que ver lo testarudo que es el Señor! A menudo me pregunto qué es lo que intenta conseguir con las hambrunas, las guerras, y ahora con lo de este pobre país.

Ató la última caja con bramante, escribió el nombre «Delia Flowers» en un lado y la puso en la carretilla. Cogió de un rincón un bastón de madera de roble con el mango curvo y lo puso encima de las provisiones de la beneficencia.

Flowers. No era un apellido raro, pero tampoco muy común. El laberinto de casas destartaladas y apartamentos sin agua caliente a los que la señora Morgensen atendía con sus obras benéficas era el hábitat natural de la gente a la que el inspector había llamado «blancos desarraigados». Emmanuel se había quedado sin pistas y faltaban horas para que pudiera buscar al Holandés Errante en el muelle de pasajeros. Detuvo a la misionera cuando esta empezó a empujar la carretilla hacia la puerta.

—Tengo coche —le dijo—. Si quiere la llevo a hacer el reparto.

—¿Está seguro, oficial?

—Mi buena acción del día —contestó Emmanuel.

Una valla metálica coronada con alambre de espino rodeaba la entrada trasera de una construcción de ladrillo rojo de aspecto industrial. Unos botes de pintura oxidados habían salpicado de colores el camino que conducía a la fábrica desde la calle. La señora Morgensen tiró una piedra que atravesó el patio y golpeó la puerta trasera, que se abrió ligeramente.

—Sal —dijo la señora Morgensen. Al grito de la misionera, un hombre negro encorvado se acercó corriendo por el patio de cemento con su abrigo de vigilante nocturno agitándose tras él. Levantó un trozo de valla que estaba suelto y la señora Morgensen metió la caja de provisiones en el patio. Al hombre se le estaban clavando los picos del afilado alambre en las manos, pero no parecía notarlo.

Ngiyabonga —masculló como agradecimiento antes de volver corriendo a refugiarse en la fábrica con la caja. El intercambio había durado menos de un minuto. Unas siluetas revolotearon en la entrada y desaparecieron cuando el hombre llegó a la puerta.

—No está solo —dijo Emmanuel.

—Se equivoca —contestó la señora Morgensen volviéndose hacia el coche con la cabeza bien alta y los hombros hacia atrás—. Es un hombre soltero.

Se alejó caminando rápidamente y Emmanuel tuvo que apretar el paso para seguirle el ritmo. El recelo que había mostrado la misionera delante de la parroquia había reaparecido y Emmanuel sabía por qué.

—Estoy investigando un asesinato. Los nativos que viven en la ciudad sin la documentación necesaria no son asunto mío.

«Y menos mal», pensó. Las leyes del Partido Nacional relativas a la documentación habían entrado en vigor cuando él ya había pasado de la policía de a pie a la policía judicial. Es cierto que había utilizado esas leyes para sacar información a sospechosos vulnerables, pero la caza interminable de nativos que hubieran pasado demasiado tiempo en las calles de los blancos sin autorización nunca había sido una de sus funciones.

—Ni ellos ni sus familias —añadió. Las siluetas danzarinas de la puerta de la fábrica podían haber sido dos o más personas.

La señora Morgensen llegó hasta el Buick y se apoyó en el capó. Examinó atentamente el rostro de Emmanuel, que le permitió que lo hiciera. Al cabo de un minuto, satisfecha con lo que fuera que hubiera visto en él, la misionera dijo:

—El dueño de la fábrica deja dormir a Ephraim en el almacén con su mujer y sus dos hijos. Ella no tiene permiso de residencia ni de trabajo, así que tienen que tener cuidado. Las provisiones ayudan a mantener a la familia unida.

—Así que las cosas no han mejorado en los poblados negros —dijo Emmanuel.

—No lo suficiente. Los hombres siguen teniendo que dejar a sus familias y buscar trabajo en el mundo del hombre blanco. Y ¿qué somos sin familia, oficial? Somos como polvo en el viento.

—¿Tiene usted familia en Sudáfrica? —preguntó Emmanuel. La misionera era más dura y autosuficiente que una piedra.

—Mis parientes están en Noruega —contestó—, pero mi verdadera familia está aquí, en la parroquia Sión. ¿Y usted?

—Mis padres están muertos y a mi hermana ya no la veo mucho.

Era mentira. Su padre seguía vivo. La última vez que le había visto había sido veinte años antes, de pie en las escaleras delanteras del juzgado central de Johannesburgo, incómodo con un traje bien planchado que le habían prestado hasta que acabara el juicio por asesinato.

«Dile adiós», había susurrado su hermana Olivia, deseando parecer normal a pesar de su corta edad, «dile adiós con la mano».

Emmanuel le había dicho adiós con la mano y su padre le había dado la espalda. Había sido una despedida definitiva, sin palabras. Veinte años. Su padre perfectamente podía estar muerto. Su hermana vivía a cientos de kilómetros de allí, en Jo’burgo.

—La soledad no es buena para el hombre —dijo la señora Morgensen—. Y menos para usted, oficial.

—¿Para mí?

Ella no sabía absolutamente nada sobre él.

—Para usted menos que para nadie —añadió—. Usted es como yo, no sirve para ser una mota de polvo. Nosotros nacimos para ocupar espacio en este mundo, oficial. No podemos evitarlo.

La señora Morgensen tenía una familia destrozada a la que mimar y proteger. Él tenía tres asesinatos que resolver en un plazo que se estaba agotando. Quizá después de eso, cuando la vida no fuera tan complicada, quizá entonces pensaría en la familia y en dónde se iba a posar su mota de polvo.

—Siguiente parada, la señora Flowers —anunció la señora Morgensen cuando solo les quedaba por repartir una de las cajas de la beneficencia. Emmanuel aparcó junto a un gran descampado salpicado de restos de hogueras nocturnas y apagó el motor—. Para entregar esta vamos a tener que ir a campo traviesa —dijo señalando un sendero que atravesaba el descampado abandonado.

Emmanuel siguió a la misionera por el estrecho camino con la caja apoyada en la cara interna del brazo. Se dirigieron hacia una construcción de dos pisos situada en un terreno lleno de hierba que les llegaba hasta la cintura y de guayabos cubiertos de excrementos de pájaro. Casi todas las ventanas del deteriorado edificio estaban cegadas con tablas y las que no lo estaban parecían agujeros negros abiertos en la fachada de ladrillo. En una pared tiznada se veía la silueta fantasmal de la palabra «Sopa», casi borrada. Maydon Wharf, el núcleo industrial del puerto, se levantaba imponente a lo lejos. Una familia de monos vervet recorrió en tropel el tejado combado y trepó por las ramas de una higuera que se inclinaban sobre el edificio.

—¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí? —preguntó Emmanuel. Palpó las esposas que llevaba en el bolsillo trasero para asegurarse de que las tenía a mano. El descampado estaba abierto por todos sus lados, lo que dejaba escapatorias en todas las direcciones. Un terreno demasiado grande para ser cubierto por un solo hombre. Si hacía salir de su escondite a Joe Flowers, tendría que agarrarle e inmovilizarle rápidamente.

—Lleva aquí unas cuantas semanas —contestó la señora Morgensen, que le condujo por el camino con el bastón bien agarrado como si fuera un arma—. Tuvo que marcharse de la última casa de huéspedes en la que estuvo porque le subieron el alquiler y está demasiado enferma para trabajar, así que ha acabado aquí. Confío en que esta situación sea temporal. Este edificio no es muy seguro, que digamos. Está demasiado cerca del puerto.

—¿Tiene familia?

—Un hijo, pero el sitio donde está alojado él es solo para hombres —respondió la misionera, muy diplomática.

La vegetación de los dos lados del camino era espesa y el viento emitía un suave silbido al soplar a través del agreste terreno.

Emmanuel aflojó el paso antes de entrar en el edificio y examinó la zona. Despejada. La señora Morgensen avanzó pesadamente hacia una combada escalera de cemento y acero que conducía al piso de arriba.

—La planta baja es para los que están de paso —dijo cuando empezaron a subir—. Algunas de las habitaciones de la primera planta tienen puertas que se pueden cerrar con llave. La señora Flowers está en una de esas, gracias a Dios.

No había mucho por lo que dar gracias a una fuerza superior en aquella ruinosa fábrica de sopa. Por las rendijas de las ventanas cegadas con tablas se colaban brotes de enredaderas verdes; por las grietas del techo entraban débiles rayos de luz. Los ojos de Emmanuel se acostumbraron a la oscuridad.

En el primer piso había una serie de habitaciones situadas alrededor de la escalera formando un cuadrado. Llegaron hasta una puerta del final del pasillo, la zona en la que las sombras eran más densas. Emmanuel se llevó la mano a la cadera por costumbre para abrir la funda del revólver pero, en lugar del arma, tocó la trabilla vacía del cinturón.

Siguió a la señora Morgensen hacia el interior de una habitación rectangular con cuatro colchones colocados sobre el suelo de baldosas de linóleo ampolladas y se quedó junto a la puerta. Había un calentador de agua requemado de gran tamaño atornillado a la pared, donde en su día debía de haber estado la mesa en la que los empleados de la fábrica se preparaban el té por las mañanas. Tres de las camas estaban vacías. En la cuarta había una mujer consumida con el cabello ralo y castaño. Emmanuel dejó la caja en una de las camas vacías y volvió a la pared.

La mujer se incorporó con dificultad hasta quedar sentada y se puso un chal con flecos sobre los hombros. Tenía las mejillas tan hundidas que parecía una mina en la que se había producido un derrumbamiento.

—Señora Flowers… —la misionera se quedó a los pies del colchón, titubeante. Una caja de madera llena de manzanas envueltas en papel pinocho morado le impedía el paso. De un abultado saco con las palabras «Artículo de exportación» se había salido un poco de azúcar integral que había caído al suelo. La silueta plateada de una cocina de gas Primus nueva centelleaba como un diamante en la penumbra de la habitación.

—Se me había olvidado que venía —dijo la mujer, que se puso a tirar nerviosamente de las borlas del chal—. Estaba descansando.

La caja de manzanas y el saco de azúcar habían venido directamente de los muelles de Maydon Wharf. Eran artículos lo suficientemente comunes para que se registraran como perdidos o robados en los libros de contabilidad de las navieras y después se acabaran olvidando. El nuevo chal de lana de la señora Flowers y el frasco de perfume con forma de pirámide que descansaba sobre el cajón de embalaje que había junto a su cama eran la clase de regalos que un hijo atento robaría para su madre enferma.

—Tiene usted buen aspecto —dijo la señora Morgensen, que llegó como pudo hasta el borde del colchón y echó un vistazo a las cosas nuevas que tenía la señora Flowers a su alrededor. La caja de la beneficencia de Sión era una miseria comparada con el quemador y las cajas de velas y cerillas que tenía apiladas junto a la pared.

—Me encuentro bien —contestó la señora Flowers—. He recuperado parte de mis fuerzas.

—Eso son muy buenas noticias. Tiene que descansar y, en cuanto el hospital reciba la remesa de medicamentos, le traeré sus pastillas.

Desde la escalera central llegó el sonido de unas pisadas acompañado de una canción silbada. La señora Flowers intentó levantarse de la cama, pero le fallaron las fuerzas. El silbido fue aumentando de volumen y Emmanuel se quedó escondido donde no pudieran verle.

—No se preocupe, hermana —dijo la señora Morgensen dándole unas palmaditas en la mano—. Ya la dejamos tranquila.

La misionera noruega cogió su bastón y se estiró la falda. Emmanuel se quedó quieto y a la escucha.

En la puerta apareció una figura femenina de gran estatura envuelta en un abrigo malva que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba en brazos una caja de tomates frescos y el velo de chiffon de un vistoso sombrero de paja le protegía la cara del mundo. Dio un paso adelante y enseñó una ancha pantorrilla, llena de pelos negros que asomaban por la media de nailon.

—Mi niño… —susurró la señora Flowers.

La caja de tomates cayó al suelo con gran estrépito y las hortalizas rojas rebotaron en las baldosas y quedaron esparcidas por el suelo. Emmanuel intentó agarrar a Joe, pero este reaccionó enseguida y salió por la puerta como una anguila. Emmanuel cogió un puñado de tela y tiró hacia sí. Se quedó con el abrigo en la mano mientras Joe se iba corriendo por el pasillo.

Emmanuel echó a correr y redujo la distancia que le separaba de Joe hasta que en lo alto de las escaleras le tuvo a menos de dos metros. Joe las bajó de dos en dos, separando los musculosos brazos del cuerpo y agitándolos para ganar velocidad. Emmanuel se abalanzó sobre él y Joe salió disparado por el aire, superando los últimos cuatro escalones con un impresionante salto y levantando una nube de ceniza del suelo al aterrizar. Atravesó la entrada principal a toda velocidad y desapareció entre la hierba.

Emmanuel rodeó el destartalado edificio. Joe Flowers era rápido, a pesar del peso de su gigantesca cabeza. En un extremo del descampado vio un zapato de mujer de piel de un tamaño desmesurado.

De las profundidades de la vegetación desvaída salió el sonido de una respiración.

Emmanuel se acercó con cuidado y se abrió paso entre la maleza. En medio de un círculo de hierba aplastada había un hombre de pequeña estatura, de pie y con los pantalones bajados hasta los tobillos. Una joven bien entrada en carnes con el pelo lacio y castaño estaba atareada quitándose los pololos. Se dieron la vuelta, con pánico a que los hubieran descubierto. La muchacha, que tenía más experiencia que su cliente, desapareció entre la maleza con su ropa interior en la mano.

El hombre se subió los pantalones con dificultad mientras jadeaba, ya no por la excitación sino por el miedo. Un anillo de casado de un dorado mate emitió un destello cuando sus manos intentaron abrochar los botones de la bragueta torpemente.

—Por favor, señor —balbuceó—, es la primera vez en mi vida que hago una cosa así. Lo prometo.

—Abróchate los pantalones —dijo Emmanuel— y vete a casa.

La señora Morgensen estaba delante de la fábrica de sopa abandonada con el bastón bien agarrado con las dos manos, como el general Patton a punto de dirigirse al Tercer Ejército.

—Usted lo sabía —dijo.

—Lo sospechaba.

Emmanuel se mantuvo atento al bastón de madera de roble, que la señora Morgensen no había utilizado ni una sola vez para caminar.

—Usted lo sabía —repitió entornando los ojos antes de echar a andar por el camino que conducía de vuelta al coche. Fue despejando la maleza blandiendo el bastón a un lado y a otro, mandando trozos de plantas y semillas de hierba por los aires—. Ha fingido que venía por caridad, oficial, pero su corazón no era sincero. Ahora la señora Flowers cree que yo le he conducido hasta su hijo y nunca más va a confiar en mí. El vínculo que nos unía se ha roto.

Emmanuel dejó que la señora Morgensen siguiera despejando el terreno violentamente. Era verdad que la había utilizado, pero hasta la endeble señora Flowers tenía que saber que la policía le iba pisando los talones a Joe. La calle apareció ante ellos y la misionera se detuvo para recuperar el aliento.

—Pensaba que estaba investigando el asesinato de Jolly —dijo volviéndose hacia él. Tenía las mejillas rosadas, pero sus ojos tenían la calma del mar después de una tormenta.

—Es lo que estoy haciendo. Puede que la fuga de Joe y el asesinato de Jolly estén relacionados —dijo Emmanuel—. ¿Era Joe Flowers uno de sus feligreses?

—No podemos hablar aquí. En esta zona viven demasiados miembros de mi familia y, después de ese truco que ha utilizado con la señora Flowers, es mejor que no me vean con usted.

—La seguiré adonde vaya como una grey a su pastor —dijo Emmanuel, que sintió un inesperado placer al oír la risa de la señora Morgensen.