Las dos menos cuarto de la madrugada. Las farolas eléctricas iluminaban la ciudad dormida. Las vías del tranvía estaban desiertas y las celdas policiales rebosaban de borrachos, pendencieros que habían protagonizado altercados en los bares y nativos a los que habían pillado sin la documentación oficial que les permitía pasar la noche en las zonas urbanas blancas.
Emmanuel entró en el Château la Mer con la llave que la amabilísima Hélène le había dado por la tarde y fue directo al cuarto de baño de invitados. Había empezado a sentir punzadas en los omóplatos y el cuello, y la presencia del sargento mayor escocés chiflado acechaba desde el extremo del dolor.
—Por favor, que haya algo…
Emmanuel abrió el armario de las medicinas. Su suerte tenía que cambiar. Las últimas horas no habían llevado a nada.
Había hecho caso omiso del encargo de Khan y había continuado con la investigación del asesinato. La parroquia Sión estaba cerrada y el Cat and Fiddle, el bar en el que Joe Flowers había apuñalado a dos hombres en una reyerta, había cerrado. Enseñar la foto del archivo policial de Joe a la chusma de todos los antros de Point no había arrojado ningún resultado. Tampoco había visto ningún DeSoto blanco con los tapacubos blancos y con un dibujo de una sirena en la ventanilla. Todo lo que sabía del Holandés Errante era lo que le había contado la hermana de Jolly. De hecho, lo único que había conseguido había sido meterse en el campo de acción de Khan.
—Por el amor de Dios…
Emmanuel sacudió la cabeza. No estaba de suerte. Las baldas del armario estaban vacías y bien limpias. Se dirigió al dormitorio para seguir buscando.
Encima del edredón había un sobre de papel marrón. Lo volcó para echar el contenido sobre la cama y unas esposas plateadas de la policía con sus correspondientes llaves quedaron encima del lujoso cubrecama. Una placa policial oficial con su nombre, su foto y su cargo de oficial de la policía judicial descansaba junto a un carné de identificación racial recién imprimido. Tan sencillo como eso. Dos pequeños trozos de cartulina plastificada y volvía a ser blanco y oficial de la policía.
El carné de identificación racial ejercía un misterioso poder hechizante. La gente mentía y hacía trampas para conseguir la palabra «europeo» en aquel trozo cuadrado de cartulina verde. Otros daban la espalda a Sudáfrica por no tener esa palabra en sus carnés. ¿Cómo era posible que algo tan insignificante —un trozo de cartulina plastificada— pudiera controlar la vida entera de un individuo?
Un papelito de nada y podía atravesar la entrada principal del Dewfield College, donde su hermana, Olivia, impartía clases de ciencias y matemáticas. Podía sentarse en los cuidados jardines, a un paso de una decena de colegialas blancas, y no ser considerado una amenaza contra la decencia.
Soltó los documentos y se apretó las sienes con los pulgares. La presencia del sargento mayor escocés seguía buscando una brecha por la que entrar. Emmanuel se dirigió a la cocina. Mordería ajos y clavos si hacía falta. Lo que fuera con tal de contener al escocés y frenar el penetrante dolor cada vez más intenso que sentía detrás de la cuenca del ojo.
Encendió la luz de la cocina y encontró la despensa. Botes de cristal llenos de grasa de oca, altos tarros con melocotones que flotaban en zumo, harina de repostería y botes de azúcar integral: puede que Hélène Gerard estuviera delgada ahora, pero aquella era la despensa de una persona entrada en carnes. Apartó unas botellas de aceite de oliva y miró detrás.
—¿Señor Cooper? —preguntó una voz con acento francés arrastrando las palabras—. ¿Es usted?
—Soy yo —contestó Emmanuel saliendo de la despensa—. Siento haberla despertado, señora Gerard.
—No importa —dijo Hélène, que apoyó el cuerpo en la larga mesa de madera de roble que atravesaba el centro de la habitación—. No importa.
La elegante mujer a la que había conocido aquella tarde había desaparecido. Había sido sustituida por un ama de casa desaliñada con el pelo suelto y la mirada apagada. Se arregló un poco con la actitud excesivamente digna que adoptan los borrachos cuando intentan parecer sobrios.
—Por favor —dijo pronunciando las palabras con dificultad—, ¿en qué puedo ayudarle? Le dije al inspector que le ayudaría.
—No necesito nada. Debería irse a dormir.
—No —insistió—, pídame lo que sea y yo se lo traigo. Después puede decirle al inspector Van Niekerk que he hecho todo lo que le prometí.
Emmanuel alcanzó a ver un gesto de pánico en sus ojos.
—Calmantes —dijo—. Me duele la cabeza. Nada más. Nada de lo que tenga que enterarse el inspector.
—Aaaah… —Hélène surcó la cocina como un barco a la deriva hasta llegar a un bote de té de cerámica. Levantó la tapa, revolvió en el interior y sacó un frasco de pastillas—. No son calmantes normales, oficial Cooper. Son los mejores. Morfina —susurró—. Para usted.
La morfina era un medicamento de uso controlado. ¿Consumía Hélène Gerard opio además de beber? Emmanuel le examinó la cara, los ojos, y no encontró ningún rastro del gesto distraído de ensoñación que dejaba la morfina en la mirada. Había aprendido a reconocer esa mirada en la guerra. Había visto a soldados heridos e incluso a algunos de los médicos atrapados en esas ensoñaciones.
—Por favor —dijo Hélène obligándole a que cogiera el frasco—. Cójalas. Solo quedan unas pocas. Son suyas.
Emmanuel giró el frasco y las pastillas hicieron un traqueteo en el interior. No se fiaba de sí mismo. Cuatro de esas preciosidades blancas le harían salir flotando por la ventana y quedarse tumbado en una nube hasta el mediodía. Y ese era el problema de las drogas buenas. Funcionaban con tal de que no dejaras de tomarlas. Y, si eran buenas, eso era lo único que querías hacer: seguir tomándolas. Abrió el frasco y se echó cuatro pastillas en la mano, pero después lo pensó mejor y volvió a meter una. Dos para ahora y otra por si no conseguía resolver el caso: entonces sería cuando necesitaría calma. Volvió a enroscar el tapón de aluminio y leyó la etiqueta del frasco. La medicación le había sido recetada a un tal Vincent Maurice Gerard. Hacía dos meses.
—¿Su marido? —preguntó Emmanuel.
—Sí.
—¿Ya no necesita la morfina?
Emmanuel tenía curiosidad. No había ningún rastro de la presencia de Vincent Gerard en la casa. De hecho, no había fotografías familiares de ningún tipo a la vista.
—Se las arregla sin las pastillas —contestó Hélène, que cogió el frasco y volvió a meterlo en el bote del té. A continuación llenó un vaso de agua y se lo dio a Emmanuel—. ¿Le dirá al inspector que le he ayudado?
—Claro.
—No se olvide.
Hélène salió de la cocina tambaleándose con paso vacilante. Tiró una silla al suelo en el pasillo y Emmanuel la oyó maldecir en voz baja. ¿Por qué la francesa de Mauricio estaba tan ansiosa por complacer a Van Niekerk?
Se tragó dos pastillas y se metió la tercera en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Una chaqueta que no era suya. Era propiedad de Vincent Maurice Gerard y Emmanuel la había tomado prestada, al igual que la placa policial, durante un período de tiempo que se iba agotando.
Emmanuel se subió a la gran superficie de la cama de estilo provincial, a salvo en su bote salvavidas morfínico. Fue flotando sobre los tejados de hierro ondulado llenos de óxido y las chimeneas que escupían humo de las hogueras de leña. Un pequeño camino de tierra discurría por detrás de una fila de tiendas destartaladas. Su madre estaba sentada en las escaleras traseras de All Hours General Store, compartiendo un cigarrillo con una mujer basuta de piel oscura. Emmanuel se dirigió hacia ella apresuradamente. Una mano le agarró del hombro y le clavó los dedos en la piel.
—¿Lo ves…? —la voz de su padre sonó enfurecida—. ¿Ves lo descarada que es?
El chirrido de la pata de una silla contra el suelo del dormitorio atravesó la vívida escena que se estaba representando en su memoria. Emmanuel irguió la cabeza y vio la figura opaca de un hombre sentado al borde del banco de delante del tocador con espejo.
—¿Quién es usted? —preguntó Emmanuel.
La silueta tembló. Había alguien en la habitación, a un metro escaso de él. Se incorporó, apoyándose en los codos, confuso por el efecto de la morfina y desorientado por encontrarse en un lugar con el que no estaba familiarizado.
—Usted es el hombre que estaba delante del piso de Lana —dijo—. Me ha estado siguiendo.
La figura masculina se levantó y fue flotando hasta la puerta. Emmanuel se quitó el edredón de encima con dificultad y los fuertes latidos de su corazón interrumpieron el cálido silencio de la morfina.
—Espere…
Sus pies alcanzaron el suelo y salió dando traspiés tras la figura que se alejaba. La rama de un árbol rozó la ventana y las sombras de la noche danzaron en las paredes. La puerta del dormitorio se abrió y el hombre desapareció en el pasillo.
Emmanuel se lanzó hacia delante y se dio con la cadera en el afilado borde de la cómoda. Las esposas de la policía se deslizaron por la superficie de madera, y la placa, el carné y la ropa cayeron al suelo ruidosamente.
—Mierda…
Se apoyó en el mueble para recobrar el equilibrio y echó un vistazo a la puerta. Estaba cerrada. La neblina de su cabeza iba y venía. El miedo se disipó ligeramente con la morfina, pero no lo suficiente. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y examinó la habitación. Las ventanas estaban cerradas con llave y en los rincones no había nada. Estaba solo. Recogió los documentos y la ropa que habían quedado desparramados por el suelo y volvió a ponerlos en un montón.
La maltrecha postal de Zweigman se había salido del bolsillo interior de la chaqueta que se le había llenado de manchas en el lugar del crimen, que Hélène había dejado bien doblada sobre la cómoda. Emmanuel cogió la postal y le dio la vuelta. Una mancha de sangre seca de la criada asesinada teñía la caligrafía garabateada en el reverso de la postal y hacía que el texto pareciera una antigüedad.
A esas horas de la madrugada, la mancha de sangre era un presagio que anunciaba violencia y muerte. Emmanuel dio la vuelta a la postal y observó la prístina belleza de las colinas y los desfiladeros envueltos en niebla. ¿Corrían peligro los Zweigman?
«No te preocupes», susurró la morfina. «La gota de sangre no significa nada. Ve a ese profundo valle. Escucha el sonido de las cascadas». Apoyó la cabeza en las almohadas y se puso la postal en el pecho. La morfina le abrió una puerta al pasado y Emmanuel entró en un paisaje de trincheras embarradas y árboles quemados. Vio un puente con los nervios de acero retorcidos en un ángulo imposible y sumergidos en un río crecido. Emmanuel se agachó y se quedó descansando en cuclillas. El aire olía a combustible de avión quemado y a limoneros hechos pedazos, el olor de la primavera en tiempos de guerra. La munición trazadora iluminó el cielo nocturno con brillantes líneas verdes, blancas y azules y Emmanuel se quedó maravillado ante la belleza de la muerte.
Un bombardero Lancaster sobrevoló el río a toda velocidad. Un grupo de críos sentados en las ramas desnudas de un árbol calcinado levantaron las manos para intentar tocar el avión cuando pasó volando por encima de ellos. Uno de los niños se volvió hacia Emmanuel. Tenía la cara de Jolly Marks. Señaló el cielo.
—Mira —dijo.
Emmanuel se despertó con el ruido de una pelea entre unos mainates y se levantó de la cama. La morfina le había llevado a las profundidades del mar, pero con la luz del día llegaron problemas reales que traerían graves consecuencias si no se solucionaban.
La postal ensangrentada de Zweigman estaba perfectamente colocada en la mesilla. Por la noche se la había puesto en el pecho. Examinó el dormitorio rápidamente. Un traje de chaqueta y pantalón de color amarillo limón claro colgaba del respaldo de la silla en la que anteriormente había estado la chaqueta de seda de color crema del día anterior.
Emmanuel atravesó la habitación. La placa policial, el dinero de Van Niekerk, la pastilla de morfina, las llaves del Buick y el nuevo carné de identificación racial estaban colocados cuidadosamente en fila encima de la cómoda de madera de roble.
Hélène Gerard había estado en la habitación. La idea de que le hubiera estado observando mientras dormía le incomodó. También le enfureció. El intruso que se había colado en su habitación de madrugada podría haber sido perfectamente el agente Fletcher o el subinspector Robinson. ¿O quizá alguna otra persona? Ni siquiera tenía claro si el hombre al que había visto sentado junto a la cómoda la noche anterior había sido real o una fantasía creada por la medicación.
Se acabó la morfina.
Los documentos estaban colocados de la misma forma que las pruebas de una carpeta de un archivo policial a la espera de una firma que verificara que no faltaba nada y que se había tomado nota de todo. Hélène Gerard no había robado ni alterado nada, pero Emmanuel estaba seguro de que había mirado la documentación.