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Nestor estaba sumergiendo una mezcla de patatas y cebollas cortadas en trozos en una piscina de aceite vegetal. Levantó la mirada cuando se acercó Emmanuel, pero siguió trabajando. Los marineros, las prostitutas y los trabajadores del puerto que constituían la clientela de las primeras horas de la noche del sábado se agolpaban bajo el toldo y cogían fuerzas para la larga noche de diversión que les esperaba. Puede que la Durban legítima echara el cierre a las once y media, pero los clientes del Night Owl de Nestor pertenecían al mundo que existía entre la medianoche y el amanecer, en el que los establecimientos ilegales —billares, licorerías de mala muerte abiertas hasta tarde y salas X— funcionaban bajo la mirada paternal de la policía.

—¿Está por aquí el Holandés Errante? —preguntó Emmanuel al cocinero griego.

Nestor echó una montaña de relucientes patatas fritas en un plato mellado y se lo dio a una morena con pinta de fulana y los brazos llenos de moratones.

—No le he visto —dijo Nestor—. A lo mejor hoy no trabaja.

—¿El sábado es su día libre?

No podía ser verdad. Eran las siete y veinticinco de la noche con más movimiento de toda la semana.

Nestor se rascó la mejilla sin afeitar.

—Normalmente anda por aquí buscando clientes, pero esta noche no está.

—¿Sabes dónde puedo encontrarle?

—No.

El cocinero llenó otro plato y lo deslizó por el mostrador hacia una mujer alta con un vestido de encaje adornado con flores rosas de ganchillo. Antes de que la clienta pudiera tocarlo, Emmanuel cogió el pedido, lo deslizó por el mostrador hacia sí y sonrió.

—¿Seguro?

Emmanuel mantuvo los dedos en leve contacto con el borde del plato y se aseguró de que Nestor captara el mensaje: «Puedo pasarme toda la noche haciendo esto».

—Prueba en el muelle de pasajeros —dijo Nestor—. Es donde suele aparcar cuando hay un buque de pasajeros atracado en el puerto.

—¿Qué es lo que estoy buscando?

Si Nestor le estaba haciendo perder el tiempo, iba a tardar menos de una hora en volver y lo iban a festejar al verdadero estilo griego, rompiendo platos.

—Un hombre alto con un traje azul. Conduce un DeSoto descapotable blanco con los lados cromados de color plateado y los tapacubos blancos. Es imposible no verlo.

Emmanuel cogió el plato del mostrador y se lo alcanzó a la mujer del vestido de encaje, que, vista de cerca, tenía la musculosa mole de un estibador. Se fijó en una incipiente barba oscura que asomaba entre los polvos blancos y el colorete. Le pareció que el lunar falso de encima del labio superior era excesivo.

—Señorita…

Le dio la comida y fue recompensado con un guiño y una sonrisa.

—Muy amable, marinero…

El fornido travesti le hizo una reverencia y se alejó contoneándose hacia una mesa en la que le esperaba un hombre blanco de pequeña estatura con un mugriento mono de trabajo.

Ciudades portuarias, pensó Emmanuel. Puedes encontrar cualquier cosa si sabes dónde buscar.

Emmanuel aparcó el Buick en un hueco muy pequeño en Quayside Road y se dirigió hacia la terminal de pasajeros a pie. El buque Perla del Pacífico, atracado en el puerto, había soltado una mezcla de familias indias, grupos de las juventudes cristianas y parejas de novios al muelle. Los bordillos de las calles llenas de edificios de ladrillo rojo estaban salpicados de coches blancos. Encontrar al holandés no iba a ser fácil.

Una limusina Rolls-Royce Silver Wraith pasó circulando lentamente por el muelle. Emmanuel miró a ambos lados de la calle en busca de un descapotable blanco con embellecedores plateados o de la policía. Los muchachos de Durban no podían arrestarle, pero sí romperle un par de costillas. El Rolls se acercó al bordillo y se detuvo unos metros más adelante, donde se quedó parado con el motor encendido.

Emmanuel se dio la vuelta y vio a dos hombres de piel oscura a pocos metros de él. Parecía que habían salido de debajo de la tierra. Delante de él, la puerta trasera del Rolls se abrió y bloqueó la acera. Emmanuel alcanzó a ver los relucientes paneles de madera y la tapicería de cuero de color crema del interior de la limusina.

El coche despedía un fuerte aroma a miel y tabaco. Un hombre británico con pinta de bulldog vestido con un traje de cuadros salió del asiento del copiloto y le hizo un gesto a Emmanuel para que pusiera las manos en alto. Emmanuel obedeció. El hombre le cacheó en busca de armas y después asintió con la cabeza mirando al Rolls. «Le ruego que acepte mi cordial invitación», parecía indicar su actitud, «o mis amigos le van a partir las piernas».

—Entra —dijo el bulldog.

Emmanuel se metió en la limusina. El seguro de la puerta trasera se cerró con un chasquido y el Silver Wraith se puso en marcha y se metió entre el tráfico de coches que circulaban por la calle. La suave tapicería de cuero y las lujosas alfombrillas amortiguaban el ruido del motor y del mundo exterior. La punta roja de un puro encendido era la única luz en la penumbra del interior del coche.

La luz del compartimento trasero se encendió y el resplandor repentino hizo parpadear a Emmanuel. Sentado a su derecha había un hombre indio de piel oscura con el cabello y los ojos negros vestido con un traje de lino gris. El tejido se le tensaba sobre los hombros y el pecho, anchos y fuertes.

—Se supone que trabajas para mí —dijo el indio—, pero no tengo ni idea de quién coño eres.

—Me llamo Emmanuel Cooper —dijo Emmanuel tendiéndole la mano educadamente. Parthiv era un gánster de mentirijillas; aquel hombre era un gánster de verdad—. Usted es el señor Khan.

El hombre no contestó ni le estrechó la mano. Siguió mirando atentamente a Emmanuel.

—Tienes un mensaje para mí, de parte de los Dutta. ¿Qué es lo que tienes que decirme?

—La señora Dutta quiere que sepa que Parthiv y Giriraj han recibido su castigo.

Emmanuel decidió que aquel no era el momento de explicar que él no tenía nada que ver con los Dutta ni con sus negocios. De alguna manera parecía que Khan ya estaba al corriente de lo que había ocurrido en el patio trasero de Saris and All.

—¿Qué significa eso?

—Una paliza. Con una vara —dijo Emmanuel.

Khan sonrió, pero el punto negro del centro de sus pupilas se mantuvo inexpresivo.

—Así me gusta. Nada como las viejas costumbres. ¿Sabía la señora Dutta que su hijo ha estado traficando con hachís?

—Estaba muy disgustada, eso es lo único que sé.

—Bien. No quiero tener problemas con la familia Dutta, pero si no me queda más remedio… —Khan dejó el resto de la frase en el aire.

El Rolls se metió en Marine Parade y pasó por delante de los hoteles de estilo art déco y los bares de enfrente de la playa, delante de los cuales se congregaba una colorida muchedumbre de clientes. Uno de los muchachos zulúes que conducían carros de pasajeros, vestido con pieles de animales y con un tocado de plumas, posaba para una fotografía junto a dos mujeres inglesas con trajes de tweed. La calle estaba animadísima. Eso era buena señal: mientras hubiera gente que pudiera verle, estaba a salvo.

El Rolls tomó una curva muy cerrada, se metió en un oscuro callejón y aparcó en la entrada trasera de un almacén cerrado. En la puerta con blindaje de acero había un letrero en el que ponía «Almacenamiento de carne en frío». No había ninguna luz ni pasaba ningún coche. Emmanuel se puso tenso. Tener la piel clara no servía de mucho en la parte trasera de un Rolls con un gánster indio, donde nadie podía verle. Khan estaba en la segunda categoría del escalafón de la población de color de Sudáfrica, pero tenía un matón, un Rolls y una ausencia absoluta de miedo. El olor a sangre y a carne del callejón se metió en el coche.

Khan se inclinó hasta quedar a escasos centímetros de la cara de Emmanuel y echó una bocanada de humo.

—Trabajar para Parthiv Dutta y para el mudo ese es un error —dijo con frialdad—. Puedes acabar muerto.

—Yo no trabajo para Parthiv ni para la familia Dutta —contestó Emmanuel. Quería que quedara bien claro—. Trabajo en los astilleros de la Victoria.

Era mejor dejar caer algún dato cierto cuanto antes. Quizá con eso evitaría que Khan intentara seguir averiguando cosas más tarde.

—Ah…, la Victoria —dijo Khan—. El famoso refugio de los viejos soldados. ¿Dónde combatiste? ¿En el norte de África, en el Mediterráneo?

—En Europa. En el frente occidental. Primero Francia y después Alemania.

—Y dime…, ¿echas de menos la guerra?

—No —dijo Emmanuel. Ni siquiera la tentación de sentarse en un bar a contar una y otra vez los mismos recuerdos de la guerra le había atraído nunca.

—Esa es la gran espina que tengo yo clavada —Khan apagó el puro en el cenicero—. No haber podido alistarme en el ejército indio. Me declararon moralmente no apto…, ¡en una guerra! —se echó a reír—. Creo que a mí me habría encantado la guerra.

—Hay hombres a los que les encanta.

Khan cogió una caja de madera del suelo y se la puso en la rodilla. Abrió el cierre metálico y Emmanuel se dio cuenta de que le faltaba la mitad del dedo índice de la mano derecha.

—Tengo un mensaje para Parthiv. Hazme el favor de transmitírselo, Cooper.

Emmanuel no quería verse atrapado en medio de una contienda en torno al hachís. La vida ya era lo suficientemente complicada y el tiempo del que disponía antes de que volvieran a arrestarle se iba agotando.

—Le transmitiré el mensaje —dijo Emmanuel de todas formas. Si encontraba al asesino de Jolly Marks en las siguientes cuarenta y cinco horas, quizá se pasara por Saris and All. Si no, estaría en la cárcel y decepcionar a Khan sería la menor de sus preocupaciones.

—Dile a Parthiv que ya no está en el negocio del hachís. Si me entero de que está vendiendo, donde sea, va a tener problemas. ¿Entendido?

—Se lo diré —contestó Emmanuel.

Khan dio unos golpecitos en la mampara que separaba la parte delantera de la limusina del asiento trasero. El Rolls salió del callejón marcha atrás y volvió a dirigirse hacia Point. Khan abrió el cierre de la caja de madera y levantó la tapa. El ambiente se llenó de un intenso aroma a tabaco y a cannabis. Seleccionó un gordo canuto liado a mano, tan grueso como la muñeca de un bebé, y se lo ofreció a Emmanuel.

—¿Qué es? —preguntó este. Seguramente la colilla del cigarrillo con vainilla y chocolate del lugar del crimen de Jolly había salido de una caja como la que tenía Khan en la rodilla. Contempló la posibilidad de que existiera alguna conexión entre el hombre indio y Jolly Marks, pero nada parecía encajar.

—Es un regalo —contestó el indio—. Tabaco Burley de Kentucky mezclado con Swazi Gold y una pizca de Durban Poison.

—Gracias, pero voy a pasar.

Swazi Gold y Durban Poison eran dos de las daggas más potentes del mercado. Mezcladas podían resultar letales. Un par de caladas y se pasaría la noche registrando los rincones de los armarios en busca de enemigos invisibles. La vida real ya le ofrecía toda la paranoia que era capaz de soportar.

—¿No fumas?

—No desde que era pequeño.

Lo propio de una infancia en los arrabales y una adolescencia en un internado en medio del campo sobrado de disciplina pero falto de diversión. Había hecho toda clase de locuras hasta que el ejército le había domado. La policía había puesto riendas a su energía física y mental. Hasta los astilleros de la Victoria le mantenían a raya. Si ahora perdía el rumbo, podía acabar exactamente donde habían predicho sus profesores: en la cárcel.

—Quizá la próxima vez —dijo Khan. Emmanuel apretó la mandíbula sin querer. El gánster indio no le iba a dejar escapar ahora que se habían conocido. Khan le conocería hasta el fin de los tiempos.

—Quizá —contestó Emmanuel.

El Rolls volvió al punto de partida y se detuvo en el cruce de Quayside Road y Old Station Street. El musculoso hombre blanco que le había cacheado en busca de armas abrió la puerta trasera y se inclinó hacia el interior del coche.

—Acompaña al señor Cooper a su coche y asegúrate de que sabe adónde va —dijo Khan.

—Ahora mismo, señor.

Se suponía que tenía que transmitirle el mensaje a Parthiv esa misma noche. Bueno, tenía que sacar algo de aquel encuentro.

—¿Dónde puedo encontrar al Holandés Errante si no está en el muelle de pasajeros? —preguntó. Conocer a un capo tenía que tener alguna ventaja.

Khan sonrió pero, una vez más, sus ojos negros permanecieron inexpresivos.

—Yo te puedo conseguir una mujer —dijo—. De cualquier color, de cualquier tamaño. A un precio razonable. No tienes más que pedirlo.

Aunque Khan le había hecho ambas ofertas, la de la marihuana gratis y la de la mujer, con una sonrisa en los labios, estaba recostado observando a Emmanuel como una araña, esperando a que dejara ver alguna debilidad.

Emmanuel contestó:

—No esta noche.

—Deberías reconsiderarlo —dijo Khan—. El holandés se fue de la ciudad el viernes por la mañana y no vuelve hasta mañana.

—¿Dónde puedo encontrarle mañana?

El indio encendió el enorme canuto y se arrellanó en el asiento de cuero. Una espesa nube de humo salió de su boca.

—Vuelve a intentarlo en el muelle a media tarde. Los domingos hay poca clientela y andará a la caza de los turistas que desembarquen.

—Hora de irse —dijo el guardaespaldas mientras le ponía una mano a Emmanuel en el hombro.

Emmanuel movió los hombros para quitarse de encima los dedos del matón, gordos como salchichas, y se bajó del coche. Los dos hombres que le habían aprisionado entre la puerta del Rolls y la acera surgieron de entre las sombras de una cafetería cerrada.

La voz de Khan le llegó desde la penumbra del compartimento trasero:

—Volveremos a vernos, señor Cooper. Creo que pronto.