7

No había nadie en el jardín trasero de los apartamentos Dover. No se veía a la fiera señora Patterson por ningún lado. Emmanuel se dirigió rápidamente hacia las escaleras. Otro encuentro con la estirada patrona inglesa le iba a hacer estallar.

En el porche trasero había una ensaladera esmaltada volcada y unas cuantas zanahorias tiradas en el suelo. Sobre el cuidado césped había un cuchillo con un trozo de piel de zanahoria pegado a la hoja. La criada zulú había dejado una tarea a medias, cosa rara.

La puerta mosquitera que daba acceso a la guarida de la señora Patterson golpeó la pared de detrás. Lancelot, el mugriento terrier escocés, estaba en la entrada, temblando. En una radio sonaba una canción de la Segunda Guerra Mundial, muy animada y con mucho violín.

El perro gimió asustado.

Emmanuel atravesó el jardín y cogió el cuchillo de pelar. Tenía la hoja roma y la punta rota; un arma útil si tu oponente era un trozo de mantequilla. Se lo metió en el bolsillo de la chaqueta, se quedó en la entrada sujetando la puerta mosquitera y recorrió el interior con la mirada. La señora Patterson le desahuciaría inmediatamente si entraba en su casa sin permiso. El perro retrocedió y se metió entre una pila de ropa sucia. El apartamento estaba a oscuras. Algo no iba bien. Emmanuel sintió un hormigueo de aprensión en la nuca, pero siguió avanzando. Despertar la cólera de la señora Patterson era un riesgo que tendría que correr.

—¿Señora Patterson? —gritó, por si estaba con la criada en la sala de estar en pleno día, escuchando baladas de la Segunda Guerra Mundial con las cortinas echadas y las luces apagadas—. Soy Emmanuel Cooper, del apartamento de arriba. Voy a entrar.

El perro metió el hocico por el cuello de un camisón con volantes tirado en el suelo y dio un aullido. La canción de la radio aseguraba a los muchachos del frente que pronto volverían a casa.

Emmanuel abrió la puerta del lavadero con cuidado y entró en la cocina. Apenas se veía nada. El goteo de un grifo puntuaba la música procedente de la sala de estar. Dio un paso en dirección a las cortinas echadas y sus pies resbalaron con un sonido húmedo. La oscura silueta del fregadero y los pomos plateados de los armarios le pasaron por delante de los ojos a toda velocidad, cayó hacia atrás y aterrizó bruscamente en el suelo. El golpe le dejó sin aire y notó un dolor intenso que le subía por la columna. Un pesado saco de arpillera con las palabras «Artículo de exportación» cayó al suelo y el azúcar integral que había dentro se derramó sobre las baldosas.

Emmanuel se volvió hacia la derecha. La joven criada zulú le estaba mirando fijamente con cara de susto. «¿Cómo he acabado sobre un charco de sangre en el suelo de la cocina?», parecía estar preguntando su boca abierta. Emmanuel se incorporó con dificultad y se agarró al borde del fregadero para mantener el equilibrio. Descorrió las cortinas bruscamente. Las huellas ensangrentadas de unas manos, las suyas, habían quedado grabadas en la superficie de porcelana blanca del fregadero.

Tenía unas manchas alargadas de un líquido negro y rosa en el traje. Una gota de sangre cayó desde la manga y aterrizó en el suelo. Tenía el estómago revuelto, pero el whisky de Van Niekerk permaneció en su estómago. Se limpió las manos en los pantalones y notó cómo le temblaban.

Calma, mantén la calma. Aguanta el tipo, soldado.

Las palabras le tranquilizaron; respiró hondo y se arrodilló junto a la criada, una muñeca de trapo hecha un guiñapo con una bata heredada. Mbali. Ese era su nombre. Quería decir «flor» en zulú. ¿Habría tenido alguna vez un vestido propio? En lugar de pendientes, llevaba unos aros de hilo de algodón azul en los lóbulos de las orejas. Dos críos muertos en dos días. Solo los salvajes matan a sus propios niños. La criada tenía un solo corte en el cuello, igual que Jolly. ¿Qué relación había entre un niño blanco que trabajaba en el puerto y una joven sirvienta negra que vivía a varios kilómetros de él?

Emmanuel sintió cómo la entrada en penumbra que daba acceso a la siguiente habitación le atraía como un imán. Se levantó y caminó hacia ella. Entró en la oscura habitación. Se respiraba un olor a cera abrillantadora y naftalina y el aroma metálico de la sangre. Sobre una alfombra persa estaban desperdigados los restos de unas figuritas hechas añicos. Había una butaca tapizada volcada en el suelo. Emmanuel sacó el cuchillo de la criada del bolsillo y se adentró en la sala de estar. Marlene Dietrich entonaba suavemente el himno del guerrero del desierto, «Lili Marlene», con su característica voz masculina. Los violines ganaron fuerza y entró un acordeón.

—No se mu-mu-mueva —tartamudeó una voz de hombre—. Es-es-está usted de-de-dete-nido.

La adrenalina había reducido el tiempo de reacción de Emmanuel a cero segundos. Dirigió un fuerte golpe hacia el origen de la voz. Una oscura silueta se desplomó y cayó sobre la alfombra de flores como una masa borrosa de color verde aceituna. Su instinto animal le hizo abatirse sobre ella y propinarle otros dos contundentes golpes en el torso. Notó cómo se le clavaba el mango de madera del cuchillo en la palma de la mano con cada puñetazo, pero no lo soltó.

En ese momento sintió un frío objeto de acero en el cuello.

—Suelta el cuchillo y apártate de McDonald o disparo —dijo un hombre con voz de gallito—. Le ahorraremos al juez la molestia de tener que mandarte a la horca.

La culata del arma le alcanzó en el omóplato y el golpe le tiró a la alfombra. Una bota le pisó la garganta y apretó. Unos pantalones de uniforme de color verde aceituna atravesaron su campo visual y, detrás, el plumero de la señora Patterson se partió en dos con un chasquido.

Le dolían los músculos del cuello. El golpe del revólver Webley iba a tardar días en curarse. Unas esposas se le estaban clavando en las muñecas.

La puerta de la austera sala de interrogatorios se abrió y un hombre delgado vestido con unos pantalones grises de franela y una camisa bien planchada entró con aire relajado. Era el policía del cabello entrecano al que había visto en el lugar del crimen, en la zona de carga del puerto. Le saludó con un gesto de la cabeza y apoyó una cartera de piel en el suelo con delicadeza. Debe de ser el simpático, pensó Emmanuel. El poli bueno.

Un segundo hombre entró con aire arrogante; tenía el cabello pelirrojo y húmedo de sudor y una tosca mano apoyada con naturalidad en la funda de cuero de su revólver. Era el policía pelirrojo al que Lana Rose había espantado como a una mosca. Emmanuel sacudió la cabeza. Los soldados negros tenían un dicho: «De no ser por mi mala suerte, no tendría suerte ninguna». Ahora le veía la gracia.

Las machacadas facciones del policía adoptaron un gesto momentáneo que indicaba que le había reconocido antes de poner una silla delante de la mesa de interrogatorios y sentarse con las piernas abiertas.

—Soy el subinspector Robinson, de la policía judicial —se presentó el poli bueno—. Y este es mi colega, el agente Fletcher.

—Dos cargos de asesinato, una agresión a un policía, resistencia al arresto… —dijo Fletcher—. Sí que has estado entretenido esta tarde, ¿eh?

Emmanuel carraspeó y los músculos se le contrajeron en señal de protesta. Robinson le ofreció un vaso de agua y una sonrisa. Emmanuel se bebió el agua de un trago.

—Yo no he matado a nadie —dijo. La mancha de sangre que habían dejado sus dedos en el vaso hacía que aquella afirmación sonara a broma.

—Ha sido casualidad, ¿no? —dijo Fletcher echando el cuerpo hacia delante con ímpetu—. Que estuvieras en el apartamento cuando ha llegado la policía para investigar un alboroto.

—Sí —contestó Emmanuel.

—¿Habías estado alguna vez en el apartamento de la patrona?

—No. He entrado porque tenía la sensación de que había pasado algo.

—¿Por eso ibas armado? —dijo Fletcher.

—¿Qué?

La sangre le retumbaba en los oídos y la presión en la cabeza había vuelto a aparecer con gran intensidad. Era como si hubiera una oscura fuerza empeñada en atravesarle los huesos del cráneo.

Robinson se agachó, abrió la cartera de piel y sacó el cuchillo de cocina. Lo giró de tal forma que la luz eléctrica alcanzó el metal y lo hizo brillar.

—Usted tenía esta arma en la mano cuando entró la policía —dijo Robinson—. ¿Siempre lleva un cuchillo encima?

Emmanuel apoyó la frente en la palma de la mano. La cadena de las esposas le quedó colgando delante de la nariz. Necesitaba entender lo que estaba pasando.

—Es usted consciente de que la patrona y la criada han sido degolladas, ¿verdad? —continuó Robinson.

—La criada, sí. A la señora Patterson no la he visto.

—¿Se imagina lo que parece? Usted con un cuchillo y las víctimas con el cuello rebanado de oreja a oreja. ¿Cómo va a interpretar eso un juez?

—Es un cuchillo desafilado y sin punta —dijo Emmanuel—. No serviría ni para cortar un bizcocho.

—¿Así que entiende de cuchillos?

—Lo suficiente para saber cuándo están desafilados.

Fletcher cogió de la mesa el permiso de conducir de Emmanuel y leyó sus datos. Aparecía una dirección antigua de Johannesburgo. El carné golpeó la madera con un fuerte golpe. Los ojos del policía reflejaban el absoluto desprecio que reservaba para la calaña más baja de la sociedad.

—¿Sabes qué es lo que me ofende, Cooper? Que un degenerado de Jo’burgo se crea que puede venir a mi ciudad y cometer toda clase de actos indecentes.

—Yo no he matado a nadie —repitió Emmanuel. La superficie lisa del suelo de hormigón le estaba llamando a gritos. Era el lugar perfecto sobre el que descansar una cabeza dolorida. Y después una bolsa de hielo para la huella que le habían dejado en el cuello con la bota.

Robinson dijo con amabilidad:

—Su vecino, el señor Woodsmith, afirma que usted y la patrona tuvieron una discusión ayer por la mañana. ¿Recuerda usted ese incidente?

El señor Woodsmith, el cotilla inofensivo, le había proporcionado a la policía un móvil clásico para el crimen: animosidad entre la patrona y el inquilino, un argumento sacado de alguna revista de relatos de detectives. Emmanuel cerró los ojos e intentó concentrarse y no pensar en el dolor que le atravesaba la sien. ¿Debía decir la verdad o hacer alguna maniobra para eludir el ataque?

—No hubo ninguna discusión —dijo.

—¿De verdad?

—Estuvimos hablando sobre perros. Sobre si eran mejores los grandes o los pequeños.

—El señor Woodsmith afirma que la patrona le tenía miedo. Que estaba deseando que dejara el apartamento —dijo Robinson.

—Yo no tengo noticia de eso.

Unos círculos de luz revolotearon por la habitación como una lluvia de brillantes meteoritos. Empezaba a costarle sostener el peso de la cabeza.

En ese momento se abrió la puerta de la sala de interrogatorios hacia dentro y los policías apartaron la atención de Emmanuel. Un joven agente vestido con un uniforme verde aceituna entró y dejó una caja de zapatos en la mesa con el desgarbo de un adolescente. Por los orificios nasales le asomaban unos trozos de algodón blanco ensangrentados. Fletcher le dio una palmadita en el hombro, un gesto que quería decir: «Ambos somos hombres manchados de sangre en la lucha contra el crimen».

De agente tartamudo a héroe de la comisaría: aquella tarde iba a ser un hito en la carrera del joven policía que se había llevado los golpes de un asesino despiadado. Quizá hasta se ganara una medalla del comisario principal de la policía gracias a su incompetencia. El agente herido le dijo algo al oído a Fletcher y este sonrió.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo Robinson, el poli bueno, mientras metía la mano en la caja de zapatos una vez que el agente hubo salido de la sala. Sacó una navaja con el mango de hueso. Era la navaja automática de gánster de Parthiv. Emmanuel se la había dejado en el bolsillo al salir corriendo de Saris and All y después la había metido en un cajón. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Levantó la cabeza unos centímetros. La policía había registrado su habitación. Robinson volvió a meter la mano en la caja y sacó la libreta de Jolly. Sacudió la cubierta con la mano y frotó el polvo blanco que se le había quedado en los dedos con un gesto de curiosidad.

—¿Dónde ha encontrado esto el agente? —preguntó.

—Envuelto en papel de periódico y escondido en un bote de harina —dijo Fletcher con satisfacción—. En la cocina del señor Cooper.

—Un lugar extraño para guardar cosas.

Robinson empezó a pasar las hojas y después miró a Emmanuel, esperando que le iluminara con algún dato sobre la colocación de la libreta. Emmanuel ni siquiera intentó explicar cómo una advertencia de un sargento mayor escocés imaginario le había hecho guardar prudencia hasta el punto de volverse paranoico.

—El niño del puerto… —dijo Robinson dándole la libreta a su compañero—. ¿Qué fue lo que dijo su madre sobre él?

—Hacía recados en el puerto. Iba a buscar comida y alcohol para distintas personas. Lo apuntaba todo en una libreta.

—¿Conoce a un niño llamado Jolly Marks, señor Cooper? —preguntó Robinson.

El vaso vacío vibró al contacto con la cadena de metal de las esposas de Emmanuel. Le habían entrado unos fuertes temblores. Unas luces blancas borraban el contorno de los objetos y las personas. Los policías eran dos manchas flácidas de vaselina.

—No puedo pensar —dijo Emmanuel—. Necesito calmantes…, algo para la cabeza y el cuello.

—Tu problema no se va a curar con medicamentos. El verdugo te arreglará —dijo Fletcher.

Emmanuel se obligó a levantar la barbilla e intentó concentrarse. Quedó cegado por la neblina de la migraña, que le cayó por delante de los ojos como nieve blanca.

Tienes el ojo bien jodido, soldado —el tosco acento escocés le llenó la cabeza—. Te diré lo que tienen: la navaja del indio y la libreta del crío muerto. Ahora ya lo sabes. El ojo no es lo único que está jodido.

Emmanuel se balanceó hacia atrás. El vaso salió volando y se hizo añicos contra el suelo de hormigón. Notó cómo le envolvía la oscuridad. Fletcher le agarró de las solapas y le levantó.

—¿Estás fingiendo que estás enfermo? —dijo—. Ni se te ocurra achantarte ahora.

—Espera —dijo Robinson mientras le examinaba la cara pálida y el sudor del cuello contusionado—. El agente que le ha detenido le ha pegado demasiado fuerte. Seguramente le ha desencajado unos cuantos huesos.

—Está fingiendo.

—Siéntale, Fletcher —dijo Robinson, pronunciando la orden con suavidad—. Trae al doctor Brownlow para que le eche un vistazo.

—Con todos mis respetos, señor, pero…

—Le tenemos acusado de tres cargos de asesinato. Tenemos todas las pruebas aquí mismo, sobre la mesa. Quiero que esté perfectamente cuando comparezca ante el tribunal.

El cuerpo de Emmanuel cayó al suelo.

Una nimiedad en comparación con la horca —dijo la áspera voz del escocés.

Emmanuel apoyó la cabeza en el antebrazo. La ausencia de dolor era una delicia. Se encontraba mejor que bien. El puñado de calmantes con codeína que le había hecho tragar el médico estaba haciendo efecto. La voz del sargento mayor chiflado había desaparecido, y con solo cinco minutos de sueño alcanzaría la felicidad.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió. Emmanuel se incorporó.

—Inspector —dijo saludando a Van Niekerk con un gesto de la cabeza.

El inspector iba totalmente uniformado, con los pantalones y la chaqueta planchados con unas rayas tan afiladas como cuchillas de afeitar. Le envolvía un sutil aroma a flores mezclado con olor a whisky. Cómo había pasado el perfume a la piel de Van Niekerk no era ninguna sorpresa.

—Siéntate, Cooper.

El inspector le sujetó la puerta a otro hombre, que entró en la habitación con una caja de herramientas azul llena de abolladuras. El recién llegado, rubio, de piel clara y de unos treinta y cinco años, se sentó en un rincón. Emmanuel esperaba una presentación, pero esta no llegó. Van Niekerk cerró la puerta. ¿Qué hacía el inspector en la sala de interrogatorios acompañado de un hombre trajeado y con una caja de herramientas?

—Te acusan de tres cargos, Cooper —dijo el inspector—. Hay pruebas suficientes para condenarte. Aparte de que te han pillado, como quien dice, con las manos en la masa.

—Lo sé.

—¿Va a contestar a mis preguntas con sinceridad, Cooper? —el hombre de aspecto fantasmagórico del rincón habló por primera vez. Emmanuel le miró. No se había movido ni un centímetro.

—Contestaré —dijo Emmanuel.

—¿Conocía a Jolly Marks?

—No muy bien. Trabajaba en la zona de carga del puerto y en la terminal de pasajeros. Hacía recados. Le conocía de vista.

—¿Estaba usted en la zona de carga del puerto antes de ayer por la noche?

La voz del pálido hombre carecía de toda emoción y, al igual que su piel, de todo color.

—Estaba en la zona de carga del puerto.

—¿Haciendo qué?

Emmanuel vaciló. El inspector no pretendía que contestara esa pregunta con sinceridad, ¿verdad? Observar cómo los policías corruptos hacían sus trapicheos no tenía nada de ilegal, pero contratar a un ex policía para llevar un registro de las pruebas era otra historia.

—Tengo fuertes dolores de cabeza. Fui al puerto a comprar hachís. Me ayuda a dormir.

Un gesto de emoción recorrió fugazmente el gesto del inspector. ¿Alivio? Emmanuel no estaba seguro. El hombre del rincón cambió de postura pero se quedó donde estaba.

—¿De dónde sacaste la libreta de Jolly? —preguntó el inspector.

—De la zona de carga del puerto —contestó. Quería mantener al margen a la familia Dutta, sobre todo a Amal. El único crimen del muchacho era tener un hermano mayor idiota—. Estaba en el callejón, cerca del cadáver.

El inspector asintió.

—¿Mataste al niño, Cooper?

—No. Ya estaba muerto cuando lo encontré.

—¿Igual que la patrona y la criada?

—Sí.

—Es difícil de creer.

—La verdad suele serlo.

El hombre del rincón se acercó a la mesa, dejando atrás la caja de herramientas, y Emmanuel sintió un cosquilleo de alivio en la piel. Que la caja de herramientas estuviera cerrada y fuera de su alcance parecía buena señal. Las uñas limpias y el traje negro sin una sola arruga confirmaban que no era un menestral en el sentido tradicional. Emmanuel sospechaba que sabía romper y arreglar cosas pero que ninguna de ellas era doméstica.

—Ha mentido sobre lo que estaba haciendo en el puerto —dijo. Tenía acento sudafricano con un dejo de colegio privado inglés. Un muchacho de las colonias enviado a la madre patria para enterarse de lo que era la mala comida y aprender a actuar como un abusón. Sus ojos eran de un color indeterminado, como trozos de cuarzo iluminados por una fuente de luz oculta—. El inspector Van Niekerk ya ha confirmado que estaba haciendo un encargo privado para él. Vigilancia.

Emmanuel se movió, nervioso por el intenso interrogatorio. A menos que le hubieran obligado, ¿por qué iba a confirmar nada Van Niekerk? Aquella idea le inquietó. Ganar a un viejo zorro como el inspector era prácticamente imposible.

—He trabajado para el inspector anteriormente —dijo Emmanuel. Y, como a tantos otros que habían servido a las órdenes de Van Niekerk, le parecía un hombre arrogante, por no decir despiadado. Pero no le correspondía a él arruinar la carrera del inspector. Ya cargaba con tres asesinatos en su conciencia y con el hecho de que, de alguna manera, él era el que relacionaba los tres. Mejor dejar que Van Niekerk se hundiera sin su ayuda—. Lo de antes de ayer por la noche eran asuntos personales. El inspector no sabía nada.

—¿Está diciendo que el inspector es un mentiroso?

—No, estoy diciendo que yo mentí al inspector.

El menestral le dirigió una sonrisa a Van Niekerk.

—Lo hará muy bien —dijo.

—Nunca lo he dudado —contestó el inspector.

Van Niekerk y el pálido hombre estaban claramente relajados, por no decir contentos. Emmanuel había superado la prueba a la que le habían sometido con una combinación de mentiras y discreción.

—¿Va a ser difícil sacarle de aquí? —preguntó el menestral.

—No va a ser agradable —dijo Van Niekerk mirando hacia la puerta de la sala de interrogatorios—. Mis hombres mantendrán el control, pero tenemos que actuar deprisa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Emmanuel.

—Vamos a salir de la comisaría —respondió Van Niekerk—. Tenemos un coche esperándonos en la puerta.

—¿Me van a soltar?

—No —el menestral cogió la caja de herramientas y la puso en la mesa. Apoyó las manos de porcelana sobre la superficie abollada con delicadeza—. Va a pasar de estar bajo custodia policial a estar bajo mi custodia.

—¿Y usted es…?

—La única persona que puede salvarle del corredor de la muerte.

—¿Y por qué iba a querer usted hacer eso?

Emmanuel necesitaba saber cuál era el precio que tendría que pagar a cambio de su libertad. Salir impune de tres cargos de homicidio tenía un precio.

—Porque usted no mató a la patrona ni a la criada, al menos no con los cuchillos que tienen como pruebas.

—¿Y a Jolly?

—A Jolly lo mató la misma persona que mató a las dos mujeres. Usted no mató a las mujeres, así que usted no mató al niño.

Los policías de la comisaría y los agentes que le habían detenido no estarían de acuerdo con la conclusión del menestral. Se iban a enfurecer cuando se enteraran de que habían puesto en libertad a su sospechoso.

—¿Y qué es exactamente lo que voy a hacer una vez que esté bajo su custodia? —preguntó Emmanuel.

—Investigar el asesinato de Jolly Marks —contestó el menestral sin ninguna expresividad.

—¿Y la señora Patterson y su criada?

—Aclare primero el asesinato de Jolly —dijo el menestral—. Concentre sus recursos en una sola investigación antes de empezar con la siguiente.

—Soy el principal sospechoso de los tres asesinatos. ¿Cómo va a funcionar?

—Tu investigación se llevará a cabo en paralelo a la de la policía normal —explicó el inspector tranquilamente—. Me darás parte directamente a mí.

—O puede quedarse aquí y esperar a que lleguen de Pretoria los resultados del examen de las huellas dactilares de la linterna que encontraron en el callejón —el menestral cogió la caja metálica y se encaminó a la puerta—. Ahora pueden hacer esas cosas, ¿sabe? Toman las huellas de los objetos con un polvo. Es una técnica pionera en todo el mundo, desarrollada aquí mismo, en Sudáfrica.

Las manchas de sangre de las manos de Emmanuel resaltaban las líneas y los círculos de las yemas de sus dedos como si fueran las curvas de nivel de un mapa acotado. Había dejado sus huellas bien marcadas en la linterna y en el borde del fregadero de porcelana de la patrona. Los resultados podían tardar meses en llegar pero, una vez que los recibieran, su destino sería la horca.

—¿Entonces qué dices, Cooper? —preguntó el inspector.

Emmanuel se levantó y se dirigió a la puerta. Los asesinatos de Jolly Marks y de la criada, Mbali, eran idénticos en el estilo y la ejecución. Desde la cárcel no iba a poder averiguar cuál era la relación entre las dos víctimas.

—Te las dejaremos puestas hasta que salgamos de la comisaría —dijo Van Niekerk señalando las esposas—. Mantén la cabeza baja, no mires a nadie a los ojos y no te pares. Yo me encargo de las agresiones.

Los bordes del campo visual de Emmanuel se llenaron de pantalones de uniforme verde aceituna, botas negras relucientes y pantalones de algodón lisos. Mantuvo la cabeza baja. Su acelerada salida de la comisaría fue acompañada de un suave murmullo.

—Cerdo…

—Asesino…

—Favoritismos…

—Cabrón…

—Joder, qué vergüenza…

Un vil delincuente con las manos manchadas de sangre quedando en libertad. Emmanuel sabía la impresión que daba. También sabía lo que se sentía cuando un culpable burlaba la ley y se escapaba. Hacía que a los buenos policías les entraran ganas de hacer maldades.

Salieron a la calle. Delante de él, un escupitajo cayó sobre la acera. Emmanuel levantó la mirada. El agente tartamudo con la nariz herida le miró con desdén. Fletcher apretó los puños.

—Si volvemos a vernos —le advirtió el agente—, me encargaré de que sea tu propia sangre la que te cubra.

Siguieron andando. Emmanuel lanzó una mirada por encima del hombro. Ahora había en torno a una docena de policías reunidos en las escaleras de la comisaría, observando cómo el asesino se marchaba de allí. Los unían la rabia y la frustración. Si era verdad que aquella investigación especial se estaba llevando a cabo paralelamente a la de la policía normal, como había dicho Van Niekerk, los hombres de las escaleras no sabían nada.

—Pues sí que esto me va a ayudar a ganarme la simpatía de los compañeros —dijo Emmanuel cuando se detuvieron delante de un Chevrolet Deluxe dorado con el motor en marcha y dando resoplidos.

—Vas a trabajar solo —dijo el inspector.