6

Un susurro atravesó la conciencia de Emmanuel, como si alguien arrastrara una falda por el suelo. Se incorporó y pestañeó con fuerza mientras recorría aquel lugar desconocido con la mirada. Un jardín de estampados de flores ocupaba toda la diminuta habitación. El motivo de plantas de lavanda de las cortinas se fundía con las margaritas bordadas de los cojines desperdigados por un sofá. En una mesita pegada a la ventana había un jarrón de cerámica con una docena de rosas blancas abiertas.

La noche anterior había acabado haciendo mucho más que llevar a la camarera a casa.

La oscura sombra del asesinato de Jolly Marks le había convertido en un imprudente. Aquella necesidad de perseguir la vida para huir de la muerte era la respuesta al miedo de un soldado; la reconocía de la época de la guerra en Europa. El problema era que se había despertado en Sudáfrica y no en París.

—Relájate, comandante —bromeó una voz de mujer—. La guerra terminó hace ocho años. Ganasteis, ¿recuerdas?

Emmanuel examinó a la camarera con la clara luz de la mañana del día siguiente. Lana Rose. Un nombre tan perfecto que tenía que ser inventado. Lana se desperezó bajo las sábanas de color crema, cómoda bajo su propia piel.

—El lapsus en la barra —dijo él—. Lo notaste.

—Ya te había calado mucho antes de eso. Lo único que no sabía era si eras de la policía o del ejército. Diría que las dos cosas.

—Toda esa inteligencia atrapada detrás de la barra del Harpoon…, ¿no deberías estar dirigiendo el país?

—El Harpoon ya es historia. Hoy empieza mi nueva vida. Solo necesitaba hacer unas cuantas cosas pendientes antes de dar este paso —Lana desató una media del cabecero y le puso el fino trozo de seda a Emmanuel en el hombro izquierdo, donde su piel lucía la cicatriz de una vieja herida de bala—. Anoche taché unas cuantas cosas de la lista con usted, señor Cooper.

Ah, sí. La media. Emmanuel se frotó la cara para ocultar la vergüenza. El juego no era nada fuera de lo común. Lo que le incomodaba era el entusiasmo con el que se había entregado a él… La cruda autenticidad de un policía disfrutando el pleno ejercicio de su poder tras una larga ausencia.

Emmanuel se levantó de la cama y buscó su ropa entre las prendas tiradas por la habitación. El recuerdo de otro episodio en el que había visto las bisagras de una puerta saltar por los aires y había sentido el aliento de la policía en el cuello le hizo apresurarse. Técnicamente, en aquel pisito tan acogedor se había cometido un delito. El contacto sexual entre miembros de distintas razas era un delito penable en la nueva Sudáfrica. Encontró un sombrero y un cinturón. Ni rastro de sus pantalones ni de su camisa.

—Tranquilízate —dijo Lana—, no va a pasar nada.

—¿De verdad?

—De verdad.

Emmanuel encontró los pantalones en el lugar más insospechado, metidos entre los cojines y los muelles del sofá. La libreta de Jolly seguía en el bolsillo trasero. Todo lo que había en el piso, incluida una robusta radio de baquelita, parecía recién estrenado, como si acabaran de quitar las etiquetas de los precios: artículos de buena calidad para ser de una mujer que hasta la noche anterior había estado trabajando en un bar de mala muerte. ¿Se los habían regalado o los había robado?

Encontró la camisa a los pies de la cama, hecha un revoltijo con un sujetador de encaje. Lana señaló el baño.

—Date una ducha —sugirió—. Igual ahora te ha entrado la vergüenza, pero anoche no tenías ninguna.

La postura relajada de Lana y las doce rosas blancas de la mesa aliviaron la tensión de su cuerpo. No iba a venir la policía. Aquel piso era un refugio ilícito, montado para quien fuera que hubiera pagado las flores y el transistor de la cocina. Era la zona desmilitarizada de Sudáfrica. Las normas habituales de segregación de los grupos raciales no tenían vigencia allí. Lana no había querido saber nada de la clasificación racial de Emmanuel la noche anterior porque sabía que estaba protegida.

Emmanuel se dirigió al rincón revestido de azulejos azules y amarillos, en el que una alcachofa de ducha colgaba sobre una bañera. Cerró la puerta y abrió el grifo. El chorro de agua caliente le ayudó a calmarse, pero seguía teniendo algo de miedo. Estaba a salvo. Se sentía satisfecho. Era afortunado. Repasó toda la lista, pero notó la presión de un incipiente dolor de cabeza contra el cráneo. Las imágenes se amontonaban y chocaban en su cabeza: la curva de la espalda desnuda de Lana, los finos tallos de las rosas, unas pálidas piernas que sobresalían de un portal en un callejón adoquinado de París y la mano de Jolly sobre el suelo de la zona de carga del puerto. Su mente fue saltando de un pensamiento a otro como un receptor de radio en busca de una señal clara. De pronto sintió una breve punzada de dolor detrás del ojo, tan intensa que le hizo echar la cabeza hacia atrás.

—¿De verdad pensabas que con una noche de sexo se iba a arreglar todo, soldado? —dijo una voz áspera con acento escocés—. No funcionó en París después del asesinato de Simone Betancourt y no va a funcionar ahora. Ese cabroncete te necesita, Cooper.

Emmanuel cortó el agua y se quedó agarrado a los grifos mojados. La última vez que había tenido noticias del escocés había sido ocho meses antes, tendido en el veld entre Zweigman, el viejo judío, y Shabalala, el agente de policía zulú-shangaan. Como un buitre, la voz del sargento mayor del centro de instrucción de reclutas en el que había estado ocho años antes solo aparecía cuando había un cadáver fresco que devorar. Si el escocés estaba allí, en Durban, solo podía significar una cosa.

Exacto. Estás metido en un lío de narices —dijo el sargento mayor—. Esa es la única razón por la que estoy aquí. No me gusta el mar y odio este puñetero calor.

—No necesito que nadie cuide de mí…

Emmanuel se secó y se vistió rápidamente. Aquella aparición del escocés le había roto todos los esquemas. La del sargento mayor era la voz de la guerra, no la de una plácida mañana de invierno en época de paz en Durban.

Sí, ya sé que se supone que solo tengo que aparecer cuando la sangre salpica las paredes —dijo el sargento—, pero tenemos que hablar del crío muerto.

—No puedo hacer nada sobre eso —contestó Emmanuel mientras abría el armario de las medicinas de encima del lavabo—. Cometí un error al involucrarme. La investigación de un homicidio es asunto de la policía.

—¿Y eso qué tiene que ver con esto? Tengo un mal presentimiento, soldado.

Solo necesitaba cuatro o cinco calmantes, lo suficiente para acallar la voz del sargento mayor y salir del piso de Lana sin incidentes. Buscó entre las filas de cremas faciales, rulos de plástico y horquillas metálicas que llenaban las estrechas baldas.

Mira, te has pasado las últimas diez horas haciendo caso a tu polla —dijo el escocés—, concédeme cinco minutos a mí.

En la segunda balda había un frasco de cristal de aspirinas Bayer. Emmanuel echó un vistazo a la puerta del baño y cogió los analgésicos.

Vamos, chico —continuó el sargento mayor adoptando un tono más amable—. Tú y yo tenemos que hablar.

—Nada de «tú y yo» —esta vez Emmanuel no pronunció su contestación en voz alta. Eso le alejaba ligeramente de la locura pero seguía sin acercarle mínimamente a la normalidad. Sacó seis pastillas del frasco y se las tragó con agua del grifo.

No te van a hacer nada. Una inyección de morfina, a lo mejor, pero ¿seis pastillitas de nada? Me ofendes. Una dosis insignificante como esa subestima mi capacidad para joderte, soldado.

Emmanuel hizo como si no le oyera. Los calmantes le harían efecto enseguida. Entonces podría salir del baño e irse del piso. Al poner el frasco de pastillas en su sitio, vio un trozo de papel del tamaño de un naipe pegado al fondo del armario.

El escocés dijo:

Jamás me lo habría imaginado de ella. No parece esa clase de chica.

—Es verdad —dijo Emmanuel en voz baja mientras examinaba la imagen impresa en el anverso de la cartulina cuadrada. Una Virgen María de ojos inocentes envuelta en una túnica de un azul muy vivo con un Niño Jesús sentado en su regazo con un gesto de adoración. El santo niño, pintado como un adulto en miniatura, estaba besando a su madre en la mejilla. La Virgen y el Niño estaban rodeados de volutas plateadas y cruces de ocho brazos.

Mierda papista —dijo el escocés.

No era papista, Emmanuel lo sabía. Era un icono ortodoxo ruso. Había visto montones de ellos metidos en los petates y escondidos en los pliegues de los uniformes de los soldados del Ejército Rojo aparentemente ateos. Dejó el frasco de pastillas en su sitio y cerró la puerta del armario. El icono de la Virgen María era privado, del mismo modo en que lo era para Emmanuel la postal de Zweigman: ambos simbolizaban la fe y una creencia secreta en la existencia de un lugar seguro.

Está bien —dijo el sargento mayor—. Reconozco que es más guapa que yo y que ahora mismo no tienes tiempo para mí. Pero escúchame bien, Cooper. La lucha acaba de empezar.

—¿Qué lucha?

Artillería pesada. Cuenta con que va a haber bajas.

—¿Qué significa eso?

No hubo respuesta. El escocés se había desvanecido. Emmanuel se echó agua fría en la cara. Estaba en Durban. Habían ganado la guerra. No había ninguna lucha. Se quedó descansando un minuto más y después salió a enfrentarse a la incómoda danza social de dos desconocidos cuyo conocimiento carnal del otro era lo único que tenían en común.

Lana tenía una cafetera en el fuego y el transistor encendido con Radio Lorenzo Márquez sintonizada, una emisora en la que ponían una mezcla de música country americana, canciones de amor inglesas y el nuevo y atrevido sonido del rhythm and blues de los negros.

—¿Café?

Bajó el volumen de la radio y se apoyó en una encimera de la cocina cuando se acercó Emmanuel. Llevaba una combinación de seda verde claro con la parte inferior descolorida.

—Con leche y dos de azúcar, gracias —dijo Emmanuel—. Pero puedo irme ahora mismo si quieres.

Lana le dio una taza.

—No hay prisa. Tengo que estar en un sitio dentro de tres horas.

Almuerzo con su protector y después vuelta al apartamento para pagar los muebles nuevos. Si esa tarde se encontraba con Emmanuel por la calle, Lana haría como si no le viese. Había tachado lo que quería de su lista. En el momento en que saliera por la puerta del piso, volvería a convertirse en un trabajador de los astilleros del lado malo de la frontera racial y en el secreto de una chica blanca.

—Gracias —dijo Emmanuel cogiendo la taza. Iba a disfrutar el café y la vista que tenía ante sí mientras los tuviera a su disposición. Lana se sirvió una taza y apoyó la cadera en el fregadero.

—No me mires así —dijo.

—¿Cómo?

—Como si fuera una pregunta que no tienes ni idea de cómo responder.

—Perdona.

Emmanuel apuró el café y dejó la taza en la encimera. Todas las preguntas sobre la ex camarera morena iban a quedar sin responder. También ella sería un secreto en el mundo diurno de Emmanuel.

—Ah, casi se me olvida —dijo Lana dirigiéndose a la sala de estar—. Esto estaba debajo de la mesa.

Le dio su cartera de piel y Emmanuel recordó el comentario de la camarera malhumorada de la noche anterior. Se guardó la cartera en el bolsillo de la chaqueta sin comprobar si estaba todo. No llevaba nada de valor y, de todas formas, la noche anterior había sido impagable. Durante unas cuantas horas de felicidad había vuelto a ser el viejo Emmanuel Cooper.

—¿Quieres otro? —dijo Lana señalando la taza vacía.

—Sí, por favor —contestó. Se resistía a marcharse. En aquel momento y en aquella habitación, él era un hombre y ella era una mujer. Las complicaciones de la raza, la ley, el pasado y el futuro no existían. Se encontraba a gusto con ella en la silenciosa cocina.

Lana le sirvió otro café y descorrió la cortina. El murmullo del tráfico entró en la habitación.

—Me encanta cuando empieza el invierno —dijo—. Se ve todo tan limpio…, hasta el asfalto de las calles y los coches.

Emmanuel se puso a su lado y miró a través del cristal. El tráfico de la ciudad no tenía ningún interés, pero estar cerca de ella unos minutos más sí. A través de la intensa luz de la mañana vio un viejo autobús que escupía un torrente de criadas negras vestidas con batas verdes y azules de algodón. El domingo era el día libre del servicio doméstico, así que aquel era el último turno de diez horas de la semana. Un hombre blanco con un traje oscuro estaba apoyado en la pared de una ferretería leyendo el periódico del fin de semana. Tenía el sombrero colocado de tal manera que le protegiera del sol y era imposible distinguir las facciones de su rostro.

Emmanuel esperó a que el hombre pasara la hoja o hiciera algún movimiento con la cabeza de izquierda a derecha que indicara que estaba leyendo. El borde del periódico descendió y el hombre del traje llevó la mirada a tres puntos: el Buick aparcado, la puerta del edificio de Lana y las ventanas del piso. Emmanuel retrocedió hacia la cocina.

—¿Te pasa algo? —preguntó Lana.

—No, nada.

La adrenalina, la vieja llama de la batalla y del lugar del crimen, le calentó la sangre.

—¿Seguro?

—Sí, estoy bien.

Imaginarse voces que daban órdenes y enemigos emboscados eran síntomas clásicos del mal del veterano. Todo aquello no estaba ocurriendo de verdad. El hombre de enfrente era un peatón que se estaba poniendo al día de las noticias un sábado por la mañana antes de subirse a un autobús. Emmanuel volvió a la ventana y se asomó. El hombre del periódico había desaparecido y en su lugar había un barrendero negro alto limpiando la acera con una escoba de paja.

No le estaban siguiendo. No estaba en peligro.

Lana le puso la palma de la mano en el pecho, donde el corazón le latía descontroladamente.

—¿Estás loco, Emmanuel?

—Un poco —contestó.

La extensión de césped verde esmeralda quedaba interrumpida por una piscina de azulejos azules y la vista de Durban era deliciosa. Un grupo de cargueros con cascos rojos y unos cuantos veleros de elegantes líneas salpicaban el puerto.

Dos mujeres de amplias formas con biquinis de lunares chapoteaban en la piscina mientras un grupo de hombres echaba leña en las entrañas de una barbacoa portátil fabricada con medio bidón de acero. Unas cuantas parejas bailaban pegadas al ritmo de una balada country sentimental que sonaba en el tocadiscos. A los criados negros ya los habían mandado a casa. El privilegio de ver a las mujeres blancas medio desnudas estaba reservado al baas y a sus amigos.

Apoyada en un caballete de madera había una fotografía de la princesa Isabel de Windsor con las esquinas decoradas con banderines rojos, azules y blancos. La mejilla de la princesa estaba salpicada de marcas de besos de pintalabios.

—¿Todas las chicas son contratadas? —preguntó Emmanuel mientras observaba la fiesta desde el despacho de la mansión victoriana de Van Niekerk, encaramada en lo alto de una de las colinas del barrio de Berea.

—Algunas son contratadas y otras simplemente quieren estar aquí —contestó el inspector—. A algunos de esos hombres les gusta creer que han conocido a una mujer que puede estar interesada en ellos.

—¿Qué se celebra?

—La coronación de la reina. Una fiesta es la forma más fácil de ir conociendo a mis hombres y darles las gracias por el duro trabajo que hacen.

También era la forma más fácil que tenía de crear una esfera de influencia dentro de la policía de Durban, mayoritariamente inglesa. El inspector era nuevo en la ciudad y era holandés, una combinación que podía resultar fatídica. Tras varias décadas de enfrentamientos por el control de la tierra y los diamantes, las dos comunidades blancas se trataban con recelo. Los afrikáners creían que eran la tribu blanca de África, nacida, amamantada y criada en el veld. Para ellos, los británicos eran unos intrusos recién llegados que solo buscaban beneficios y poder. Los británicos creían que los bóers no tenían ni la inteligencia ni el empuje necesarios para gobernar Sudáfrica.

Van Niekerk era hijo de un holandés con dinero y una madre inglesa con más sangre azul en las venas que todo el cuerpo de policía de Durban. Aquello daba igual. Su apellido afrikáner le etiquetaba como inferior. Las mujeres, el alcohol y la comida gratis ayudarían a limar los prejuicios contra los afrikáners que pudieran tener sus subordinados.

Emmanuel se sentó en una silla delante de un escritorio de caoba. La luz rebotaba sobre el tablero encerado y se elevaba hacia el techo.

—Esto debería darle una idea precisa acerca de sus hombres —dijo mientras ponía la libreta de vigilancia en el escritorio. La mitad de los policías del jardín aparecían mencionados en ella.

Sin mirar la libreta, el inspector deslizó un sobre en blanco por la suave superficie de la mesa.

—Gracias, Cooper —dijo.

Emmanuel cogió el paquete y se lo metió en el bolsillo del pecho. Sintió su peso contra el corazón. Eso era lo más cerca que iba a estar del trabajo de oficial de la policía judicial y la pérdida no se podía compensar ni con todo el dinero del mundo.

—¿Te vuelves al astillero a dar martillazos? —preguntó Van Niekerk.

—Sí —dijo Emmanuel.

El inspector se recostó en su butaca y estiró sus largas piernas. Llevaba el pelo moreno al rape, como para resaltar los estrechos lazos que existían entre la policía sudafricana y el ejército.

—¿Por qué aceptaste el trabajo de vigilancia, Cooper?

—Por el dinero —contestó.

—¿No tuvo nada que ver con que echaras de menos la policía judicial?

Emmanuel se encogió de hombros con aire despreocupado, con la esperanza de conseguir transmitir una falta de interés en el tema. Se había pasado el último día y medio involucrado en una investigación extraoficial de un homicidio. Aquello era prueba suficiente de lo fácil que sería volver a atraerle a ese mundo.

—Echo de menos el trabajo —dijo—. Echo de menos la camaradería y el sueldo de europeo.

Una serie de vacíos llenaban los compartimentos de su vida que anteriormente habían estado ocupados por personas y lugares. Su hermana y los recuerdos de Davida Ellis estaban metidos en uno. Su pasado en la policía judicial se escondía en otro. Echaba de menos ser policía y, lo más bochornoso de todo, echaba de menos la tranquilidad y el poder que llevaba consigo el ser blanco. Nada de eso parecía importar en el mundo aislado de los astilleros de la Victoria. Era un lugar atípico dentro de Sudáfrica. Lo único que importaba allí era si podías hacer el extenuante trabajo o no.

—¿Por qué no vuelves a trabajar para mí? —dijo Van Niekerk—. Tengo algo para ti. La paga estará al nivel de los sueldos europeos.

—¿Más vigilancia secreta? —preguntó Emmanuel.

—Algo así.

Emmanuel consideró la propuesta. Estar tan cerca del trabajo policial sin ser policía era como hurgar en una herida. Si se quedaba, la herida nunca se cerraría. El inspector no tenía poder suficiente para rehabilitarle en su cargo en la policía judicial y nada que estuviera por debajo de la rehabilitación iba a servir.

—No, gracias —dijo—. El horario es horrible.

Van Niekerk sonrió.

—Ya me imaginaba que ibas a decir eso.

La música del tocadiscos del jardín se mezclaba con las carcajadas y con el chapoteo de la piscina. Van Niekerk echó cantidades generosas de whisky en sendos vasos de una bandeja con bebidas que descansaba sobre el escritorio y deslizó uno por la mesa hacia Emmanuel.

—No te vayas corriendo —dijo—. Todo corre de mi cuenta. Nadie te va a pedir la documentación.

—Gracias.

Emmanuel dio un trago. No tenía ninguna intención de quedarse. Una noche con Lana Rose había aliviado su dolor. Durante un rato.

—Tómate un tiempo para pensar en mi oferta —dijo Van Niekerk—. Trabajar en la Victoria es desperdiciar tu tiempo y tus capacidades.

Emmanuel no estaba convencido de eso. Se levantó y cogió el sombrero, que descansaba a un lado de la silla. Alisó el ala con los dedos. Era hora de decidir si quería vivir en el pasado o en el presente.

—Gracias por la oferta de trabajo y por el whisky —dijo antes de salir del despacho. Era hora de empezar a vivir en Durban y en el aquí y ahora.

Emmanuel se caló bien el sombrero y empezó a bajar de dos en dos las escaleras que conducían a la ancha entrada de gravilla. La pequeña finca del inspector estaba protegida por unas recargadas puertas de acero. Sin embargo, en la entrada no había demonios ni gárgolas para conjurar el mal de ojo. Emmanuel sabía que los demonios estaban en el jardín y chapoteando en la piscina. En la libreta de vigilancia había pruebas de sobra para respaldar esa afirmación.

Al llegar al último escalón, su cuerpo chocó con un hombro. Una mujer se le agarró del brazo para no caerse y Emmanuel levantó la vista. La impresión que le produjo reconocerla le dejó parado durante más tiempo del razonable. Era Lana Rose, ataviada con un vestido diminuto de seda blanca. A Emmanuel le asaltaron una decena de preguntas en el silencio que siguió. ¿Era Lana una chica más para la piscina o una profesional contratada para recompensar a los hombres de Van Niekerk?

Ella se recuperó primero.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. En sus ojos marrones había aparecido un gesto de temor.

—Tenía que hablar de unos asuntos con el inspector.

—¿Le has contado algo sobre lo de anoche?

El jardín de Van Niekerk estaba plagado de hombres cuyo trabajo era hacer cumplir las estrictas leyes de segregación racial. A aquello se sumaba la creencia, muy extendida entre los miembros de la policía, de que una mujer blanca que mantenía aventuras sexuales ilícitas con miembros de otras razas era equiparable a un pederasta. Emmanuel comprendió su temor. También él lo sentía.

—Mis asuntos no estaban relacionados contigo —contestó.

—Ah… —Lana lanzó una mirada recelosa a la casa blanca con el tejado a dos aguas—. ¿Se lo vas a contar?

—Claro que no —contestó. Van Niekerk llevaba su ego a flor de piel—. Nunca se lo voy a contar. Y tú tampoco, si eres lista.

—No te preocupes —su sonrisa encerraba todo un conjunto de conocimientos que no se aprendían en la escuela—. Se me da bien guardar secretos.

Emmanuel se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos para controlarse: quería besarla delante de todo el mundo y después cogerla de la mano y llevársela de allí.

—Lana —dijo alguien con un gruñido desde lo alto de las escaleras—, ven aquí.

En el porche había un hombre pelirrojo de cuello grueso con una mano apoyada relajadamente en la funda de cuero de su revólver Webley reglamentario. Una nariz chata y una ceja atravesada por una cicatriz plateada atestiguaban su paso por algún que otro asalto en un ring de boxeo. En la categoría de los pesos pesados.

—¿Estás sorda, chica? He dicho que vengas ahora mismo. El inspector está esperando.

—Gracias, Emmanuel —le susurró mientras él se alejaba del sutil aroma a flores de su perfume. El esbirro empezó a bajar las escaleras de dos en dos, claramente enfurecido porque un civil y una mujer estaban desobedeciendo una orden directa. Alargó la mano hacia el brazo de Lana.

—Como me toques, se lo voy a decir al inspector —dijo ella.

El hombre retrocedió. Le lanzó una mirada hostil a Emmanuel, el único testigo de su degradación de tipo duro a chico de los recados.

—¿Te piensas quedar ahí parado todo el puto día? —dijo.

Emmanuel se quedó mirándole a los ojos pero no se movió. La vida en las peligrosas calles de Sophiatown le había enseñado cómo actuaban los matones. Era mejor ser derribado que retirarse. El peso pesado quitó la mano de la funda del revólver y Emmanuel se dirigió a las puertas.

Tenía que sacar la libreta de Jolly del bote de harina en el que la había escondido al volver a casa del piso de Lana y enviarla por correo a la comisaría de Point. Entonces se olvidaría de que en algún momento se había ganado la vida investigando asesinatos. El recuerdo de Lana Rose apoyada en el armario de la cocina con el pelo alborotado y un café en las manos volvió a atraer su atención hacia la casa del inspector. Emmanuel no lo sabía con seguridad, pero sospechaba que él y Lana eran dos moscas atrapadas en la tela de araña de Van Niekerk y que lo de la noche anterior había sido un breve aleteo para resistirse a las ataduras.