Se había puesto el sol, pero el ambiente conservaba algo de calor. La brisa mecía los árboles, levantaba las faldas de las mujeres y agitaba el humo de los tubos de escape de los coches que circulaban por el carril lento de West Street. En la acera, serpenteantes colas de parejas bien vestidas esperaban a que empezara la sesión del viernes por la noche en el Empire Cinema. Trajes, corbatas, vestidos bien planchados, guantes; algún que otro prendido sujeto a un volante de tul. El programa doble de las nueve era de etiqueta. Donde comienza el norte seguida de Tarzán el temerario.
Por la tarde, Emmanuel había ido a cortarse el pelo y afeitarse y un limpiabotas le había sacado brillo a los zapatos en el puesto de la esquina. Había comprado café, leche y pan para la semana. Ninguna de estas tareas domésticas rutinarias había conseguido quitarle la libreta de la cabeza.
Pasó por delante de la oficina central de correos con el coche. Vio una caoba de Natal, conocida como «el árbol del muerto», con el tronco empapelado con anuncios de funerales en hojas blancas con los bordes negros. Pronto pondrían uno para Jolly Marks.
Aparcó el Buick en Point, a una manzana de la parada del tranvía. El sitio que estaba buscando no hacía publicidad. Las luces de un buque de pasajeros amarrado llamado Perla del Pacífico centelleaban como una ciudad en miniatura en la entrada del puerto.
Caminó hasta un punto desde el que se veía el lugar del crimen. Había trozos de cinta blanca y naranja que se levantaban con la brisa y se enrollaban en los postes de las farolas. Seguramente Jolly había trabajado en un radio de unos diez o quince minutos desde la zona de carga. Emmanuel haría lo mismo y buscaría establecimientos de comida para llevar que tuvieran empanadas y rollitos de salchicha boerewors en el menú.
Un coche de policía procedente del puerto se acercó circulando muy despacio y se detuvo para que un agente pudiera alumbrar el hueco entre dos almacenes con una linterna. El plan de Emmanuel, caminar abiertamente por Point, era más una provocación que un plan. Si los agentes del coche patrulla le veían dos veces, pararían y le preguntarían adónde iba. Era el procedimiento habitual. Llevaba la libreta de Jolly en el bolsillo.
Ser ex oficial de la policía judicial detrás de una pista en su propia investigación de un homicidio no le sacaría del lío en el que se iba a meter si le pillaba la poli. Solo pensar en explicarle a la policía que investigar aquel asesinato era algo más que un reto intelectual, era un deseo de restablecer el orden y ayudar a los muertos en su tránsito, casi le hizo sonreír. Seguro que lo entenderían, ¿no?
Todo eso iba unido a una arrogancia que él mismo reconocía. Dado que aquel asesinato en particular de aquel niño en particular se había cruzado en su camino, estaba convencido de que podía resolverlo.
Emmanuel se dirigió rápidamente hacia Browns Road. Solo una vuelta y se iría. Más que eso sería peligroso. Giró hacia la izquierda y alcanzó a ver una silueta que le resultó familiar y que también iba caminando deprisa. La tenue luz de las farolas rebotó contra el intenso brillo de la calva de Giriraj. Interesante; apenas habían pasado unas horas desde la paliza de aquella mañana y Giriraj ya estaba de vuelta en Point.
El matón atajó por los callejones del puerto y Emmanuel le siguió, ocultándose entre las sombras. Aquella pista era demasiado buena para dejarla pasar. El indio se metió por un callejón en penumbra y desapareció tras una puerta de madera que le llegaba a la altura de los hombros. Una farola solitaria lanzaba un haz de luz sobre la superficie desigual del suelo y disipaba la oscuridad.
Emmanuel se apostó delante de la puerta y esperó. El ambiente estaba muy cargado, por el olor industrial a combustible derramado y a aceite de motor que llegaba desde el puerto.
—¿Lo has traído? Déjame verlo —por encima de la valla le llegó una voz de mujer, áspera como papel de lija. Alguien encendió una cerilla frotándola contra el lado de una caja—. Quiero más —exigió la mujer—. Otra piedra bien grande o le digo a la policía que al niño lo rajastes tú con tus amigos charras. ¿Entendido?
Giriraj soltó un gruñido. Emmanuel apoyó una mano en la puerta, listo para entrar al oscuro rincón si las cosas se ponían feas.
—A mí no me gruñas, charra.
Emmanuel se contuvo. La áspera voz le chirrió en los tímpanos. Había oído antes esa voz; era la de la prostituta del vestido morado que había hablado con el policía de alto rango en el lugar del crimen. La que no lo hacía con charras. Se oyó el ruido de una fuerte bofetada propinada con la mano abierta.
—Eres como un dóberman que tenía mi padre —dijo la mujer—. Un bicho horrible. A to’ el mundo le daba miedo menos a mí. Me lamía las manos y la cara. Eso es lo que eres tú, charra. Un cachorrito.
Por la mezcla de desprecio y excitación de la voz de la prostituta, Emmanuel supo exactamente cómo iba a acabar aquel altercado.
—¿Cómo te atreves…? —la voz de la mujer se volvió más aguda y su respiración sonó entrecortada—. Deberían cortarte las manos solo por tocarme…
¿Cómo casaba el trabajo de prostituta callejera europea con su mundo imaginario? Si se acostaba con un blanco, era una puta. La ley daba importancia al color de su piel. En las morenas manos de Giriraj era un valioso objeto blanco profanado, como una resplandeciente margarita echada a un cerdo.
Los gemidos se volvieron más intensos y Emmanuel se alejó. Se le había acelerado el corazón y le ardía el pecho. Habían transcurrido ocho meses sin otra cosa que el recuerdo de unas suaves piernas morenas alrededor de su cuerpo y una voz susurrando su nombre en plena noche.
Davida. Tenía sus caricias grabadas en la piel, cargadas de placer y temor a partes iguales. El tímido pajarito mestizo con los ojos del color de nubes que amenazan lluvia. La última vez que la había visto había sido cruzando el veld como una flecha, vestida con un camisón blanco, corriendo para protegerse de unos hombres malvados. ¿Estaría empezando una nueva vida en algún rincón remoto de Sudáfrica, a salvo de la violencia de su pasado? Algunas noches, en la quietud de la oscuridad, Emmanuel se atrevía a imaginársela en la puerta de una casa de piedra y paja, mirando las colinas a lo lejos, pensando en él.
Emmanuel contó hasta veinte y volvió. Se le había pasado un poco el calor, lo suficiente para poder caminar en línea recta. Llegó de nuevo a la puerta a tiempo para la apoteosis final.
—Buen chico…
O la prostituta era una actriz de primera o de verdad estaba teniendo un orgasmo. Emmanuel se inclinaba por lo segundo. Percibió cómo se iba apagando el ruido de su respiración y la de Giriraj y los oyó volver a colocarse bien la ropa.
—Tráeme más la semana que viene —dijo la prostituta, que se había puesto toda seria ahora que la habían provocado—. El doble. Si no, voy a ir a la policía, ¿entendido?
Emmanuel se apartó de la puerta y esperó. La mujer fue la primera en salir, esta vez con un vestido rojo de satén, zapatos de tacón rojos y un gran bolso del mismo color en la mano. Al verle salió pitando hacia la calle principal. Los zapatos con tacón de cuña de corcho que se sujetaban a los pies con unas finas tiras en el empeine no estaban diseñados para correr. La alcanzó fácilmente y le hizo darse la vuelta.
Unas pestañas postizas del tamaño de abanicos japoneses se agitaron en su rostro empolvado.
—Él me ha obligao a meterme ahí. El charra me ha agarrao y me ha llevao detrás de la puerta a rastras.
—¿Qué llevas en el bolso? —preguntó Emmanuel.
—¿Qué?
—Quiero ver lo que llevas en el bolso.
La prostituta agarró las asas con fuerza.
—Ese charra me ha violado. Llama a la policía.
Giriraj salió al callejón. Si el indio echaba a correr, Emmanuel sabía que podría atraparle. El problema iba a ser conseguir mantenerle inmovilizado. Esperó a ver qué hacía el calvo. Giriraj se quedó quieto como un impala sorprendido por los faros de un coche.
—Arréstale. Se ha propasado conmigo.
Emmanuel dijo:
—Abre el bolso.
La prostituta abrió el enorme cierre dorado. Emmanuel movió la mano por el fondo y palpó los productos de belleza femeninos habituales —una polvera con colorete, una brocha, una barra de labios— y, a continuación, un bulto pastoso. Sacó un objeto redondo envuelto en un pequeño trozo de muselina.
—¿Qué es esto?
—No lo sé. Ha debido de metérmelo el charra en el bolso.
—Ábrelo.
Se encogió de hombros antes de desenvolverlo y dejar los bordes de la tela colgando. En el centro del tejido blanco había un bloque del tamaño de una caja de cerillas de una sustancia de color oscuro. Hachís.
Miró a la mujer esperando una explicación.
—Es chocolate —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Ja.
—Cómetelo.
—No —contestó la mujer sacudiendo la cabeza—. Tengo el estómago delicado. Si me como to’ ese chocolate voy a vomitar.
—Sí, no me extrañaría —dijo Emmanuel—. ¿Siempre le compras el chocolate a este hombre?
La prostituta empezó a juguetear con el cierre dorado del bolso, intentando adoptar una postura con la que no revelara nada que fuera a perjudicarla. Emmanuel esperó en silencio.
—Antes se lo compraba a otro charra, pero ahora tengo un trato con este —dijo rápidamente.
—¿Qué clase de trato?
—No le dejo pasar más de quince minutos conmigo.
Se echó el pelo hacia atrás, muy digna. Era una puta, pero una puta con principios.
—¿Te dio hachís ayer por la noche?
—Ja.
—¿Se lo pagaste? —le preguntó a la mujer.
—Ya te lo he dicho, tenemos un trato.
—Aaah… —Emmanuel lo entendió.
Hizo un gesto a Giriraj para que se acercara y le mandó ponerse al lado de la prostituta callejera. El hombre indio tenía la cabeza gacha, como un niño desobediente. Emmanuel le tocó el hombro y le obligó a mirarle a los ojos.
—¿Sabe Parthiv que le estás robando?
Giriraj negó con la cabeza.
—¿Dónde estabas cuando Parthiv y Amal fueron a buscar una mujer? No estabas en el coche.
Giriraj señaló a la prostituta.
—Los dos hombres indios que le mencionaste al policía… —le dijo Emmanuel a la pelirroja—, ¿cuándo hablaron contigo?
—No sé. No llevo reloj. Es un riesgo.
—¿Hablaste con ellos antes o después de recoger tu pedido?
—Un poco antes. Este vino con la mercancía justo después de que los mandara a paseo.
En media hora escasa, Giriraj había conseguido robar una piedra de hachís, hacerle un servicio a una prostituta e iniciar un secuestro. Admirable.
—¿Tú viste con vida al niño al que encontraron en el callejón? —preguntó Emmanuel a Giriraj.
El indio de anchos hombros volvió a negar con la cabeza.
—Yo le vi —dijo la mujer—. Venía del Night Owl.
—¿Dónde está el Night Owl?
Las pestañas postizas descendieron y proyectaron unas sombras sobre las mejillas cubiertas de colorete. Frunció los labios.
—¿Qué me ofreces a cambio?
—La libertad —contestó Emmanuel—. Eso es lo contrario de la cárcel, que es donde acaban las prostitutas que llevan hachís encima.
La mujer tomó aliento.
—Está a dos manzanas de aquí, en Camperdown Street. Abre hasta tarde incluso cuando se supone que está cerrao. El crío llevaba una bolsa de papel marrón y una botella. Le vi pasar andando muy deprisa.
—¿Iba solo?
—A los dos minutos pasó un hombre blanco con un traje negro, también muy rápido.
—¿Iba siguiendo a Jolly?
—Iban en la misma dirección.
—¿Le contaste eso a la policía?
Empezó a toquetearse el escote y a alisarse las arrugas del vestido de satén. Tenía restos de esmalte rojo brillante en las largas uñas.
—No. Contrimás les cuentas, más quieren saber, y yo ya tengo mis propios problemas.
—¿Esa fue la última vez que viste a Jolly?
—Había quedao con un ballenero noruego, Sven o Lars, no me acuerdo cómo se llamaba —se frotó los delgados brazos—. Estuve trabajando en el puerto hasta la mañana siguiente. El niño estuvo ahí tirado toda la noche sin que yo tuviera ni idea.
—¿Cómo era el hombre que iba siguiendo a Jolly? —dijo Emmanuel cuando la prostituta se recuperó de la horrible imagen de un niño muerto a tan solo unos metros de su ronda nocturna.
—Ya te lo he dicho, era un blanco con un traje negro.
—¿Alto o bajo? ¿Gordo o delgado?
—Delgado y de pies ligeros. No sé, como rápido.
—¿De la misma estatura que yo?
La prostituta entrecerró los ojos.
—Puede que un poco más bajo. No estoy segura.
Según eso, el sospechoso mediría poco más de un metro ochenta. Un poco por encima de la media, pero no tanto como para llamar la atención.
—¿Algo más?
La prostituta sacudió la cabeza, cada vez menos concentrada en la conversación. Emmanuel sospechaba que le daban pánico los hombres que «solo querían hablar». Le llevaban más tiempo que un revolcón y unos resoplidos entre los vagones de carga. Pese a todo, aquella extraña pareja de criaturas nocturnas se salía de lo corriente. Era asombroso que una prostituta ávida de hachís y un matón indio se hubieran encontrado, sobre todo en la Sudáfrica del Partido Nacional, en la que el color de la piel lo codificaba todo.
—Puedes irte.
Emmanuel le hizo un gesto a la mujer para que se fuera, pero detuvo a Giriraj cuando este intentó salir corriendo hacia la calle.
—Si Parthiv se entera de que le estás robando —le dijo—, su madre te va a matar.
Giriraj se puso a remover la tierra del suelo con el pie, impaciente por que pasara aquel momento incómodo. Emmanuel condujo al musculoso hombre hacia delante y examinó los arañazos recientes que tenía en el cuello. Eran idénticos a los que le había visto en el brazo la noche anterior. Ahora sabía quién se los había hecho.
El propietario del Night Owl era un hombre barrigudo con los antebrazos cortos y con una barba negra salpicada de canas. Su negocio no llegaba a la categoría de cafetería y no era mucho mejor que uno de los comedores de la beneficencia que regentaban los misioneros. Una fila de bombillas desnudas iluminaba las mesas y sillas de aglomerado situadas bajo el toldo de la parte delantera del establecimiento. En la mesa del centro, dos viejas banderas griegas ondeaban a los lados de una maceta con una planta con las hojas medio secas.
El hombretón tomaba nota de los pedidos y manejaba la parrilla; con sus diminutos antebrazos apenas llegaba a las cebollas y a los huevos fritos de la plancha de detrás. En el bolsillo de la camisa sudada llevaba bordado el nombre «Nestor». En un pequeño cartel, pintado chapuceramente con letras verde jungla y clavado bajo la ventanilla en la que se pedía la comida, ponía «Solo para blancos».
—Eso es para los marineros —explicó Nestor con aspereza—. Si no, se meten en líos y después nos meten en líos a nosotros.
Emmanuel fue directo al grano:
—¿Vino el pequeño Jolly Marks a encargar comida aquí ayer por la noche?
Nestor tanteó a Emmanuel con la mirada. Llegó a la conclusión de que era policía o lo bastante parecido a un policía para echarle de allí enseguida.
—Pregunte en la parte de atrás, donde la gente de color. Ahí es donde le tomamos nota —dijo mientras echaba unos huevos de textura gomosa en un charco de grasa.
Emmanuel se dirigió a la parte trasera y llegó a un pequeño patio con el suelo de cemento desnivelado y lleno de grietas situado delante de una pequeña ventanilla en la que se pedía la comida. No había toldo, mesas ni sillas. Una bombilla desnuda colgaba de un cable pelado suspendido sobre el suelo de cemento. Había dos hombres negros vestidos con petos sentados en cajas de fruta y jugando a las damas en un tablero de cartón dibujado a mano. Durban era una ciudad claramente inglesa y pocos nativos conseguían permisos de trabajo para poder vivir en la zona urbana.
—¡El veintisiete! —gritó el cocinero—. Bunny chow con patatas fritas y Coca-Cola.
Un joven con el pelo rizado, vestido con unos pantalones llenos de remiendos y una camisa marrón holgada, cogió la comida y se puso a comérsela apoyado en la pared. Emmanuel se acercó a la ventanilla. El hombre que la atendía tenía facciones tomadas de todas las nacionalidades que en algún momento habían echado anclas en la bahía de Natal. Tenía ojos de asiático moteados de verde y marrón, labios tersos de zulú, una nariz larga y delgada salpicada de pecas y una mata de pelo castaño de aspecto lanoso. Mestizo, no cabía duda.
—Ja?
Sus ojos rasgados le dirigieron un gesto hostil.
—¿Vino Jolly Marks anoche a hacer sus pedidos aquí? —preguntó Emmanuel.
—¿Quién eres tú? ¿Eres policía?
—No. Es solo por curiosidad.
—Bien, pues tú y tu curiosidad podéis iros a tomar viento.
El cocinero anunció un pedido de dos rollitos de salchicha boerewors con cebolla y salsa de tomate. Emmanuel puso la libreta de Jolly contra el cristal.
—¿Reconoces esto?
—No.
—Míralo bien —dijo Emmanuel—. Era de Jolly Marks. Estuvo aquí ayer por la noche. ¿A qué hora?
—Ya te lo he dicho —contestó el hombre—, es la primera vez que veo esa libreta.
El mestizo asiático se mostró desafiante. Emmanuel sabía que no hablaría ni aunque le plantara una placa de policía en el cristal de la ventanilla. El silencio era su única arma contra la autoridad.
Emmanuel volvió a la parte delantera del Night Owl, resuelto a interrogar a Nestor sobre la hora a la que Jolly había hecho su último pedido. Junto al bordillo había un coche de policía, detenido con el motor al ralentí mientras los agentes comían rollitos de salchicha con cebolla. Quizá en otra ocasión. Emmanuel se dirigió hacia la izquierda y se tropezó con un hombre enjuto que estaba poniendo una caja de madera en la acera. Una pila de panfletos religiosos ilustrados con un escabroso dibujo de una mujer ligera de ropa envuelta en lenguas de fuego salió revoloteando y fue a parar a la acera.
—¿Nos conocemos, hermano? —preguntó el predicador del puerto—. ¿Nos hemos visto antes por el camino del Señor?
—No lo creo —contestó sin detenerse. En ese momento se oyó el ruido de unos neumáticos en movimiento. Emmanuel echó una mirada por encima del hombro para confirmar lo que ya sabía. El coche patrulla se dirigía hacia él. Desde la ventana del copiloto, la brillante luz de una linterna iba iluminando portales y bocacalles.
La entrada al Harpoon Bar, un local al que iban a beber los trabajadores del puerto y los marinos mercantes, estaba justo en la esquina. Emmanuel contuvo las ganas de echar a correr hacia la puerta del bar. Seguía teniendo la libreta de Jolly en el bolsillo. Explicarle eso a la policía no iba a ser fácil.
Tenía la entrada del bar a escasos metros. El parachoques delantero del coche de policía estaba casi a la misma altura que él. Se arrodilló lentamente y se ató el cordón del zapato. La luz de la linterna fue avanzando por la acera y alumbró una puerta situada un par de metros más adelante. El coche patrulla estaba llevando a cabo un registro de puerta en puerta en busca de algo o alguien. Emmanuel oyó cómo pisaban el acelerador y el coche patrulla se alejó calle abajo y desapareció en la oscuridad. La sensación de alivio le dejó la boca seca. Necesitaba una copa. Puede que tres o cuatro.
El oscuro interior del Harpoon Bar apestaba a humo y cerveza. Tres marinos mercantes de piel oscura murmuraban en una mesa en un rincón. Allí no se obedecía la Ley de Separación de Servicios, según la cual los establecimientos como aquel eran o bien para europeos o bien para no europeos. Había lugares que quedaban al margen de las clasificaciones.
Emmanuel se sentó en la barra y los latidos de su corazón se fueron calmando. Dos registros con linternas en una sola noche era señal de que la policía estaba buscando a alguien en concreto. No le habría gustado ser indio aquella noche en esa zona de la ciudad.
La más joven de las dos camareras se acercó y apoyó el codo en la barra. Era morena, con la piel clara y los ojos oscuros y almendrados. Un escote redondeado revelaba la curva de la parte superior de sus pechos. Emmanuel la recordaba de la última vez que había estado en el Harpoon con otro desguazador, un antiguo cabo de la Tercera Brigada de Comandos.
—¿Tienes sed? —le preguntó la camarera.
Emmanuel carraspeó.
—Un whisky doble, gracias —dijo mientras deslizaba un billete de una libra por la superficie de madera. El episodio con Giriraj y la prostituta le había excitado. El susto del coche patrulla le había provocado una descarga de adrenalina que había despertado a su cuerpo. Los recuerdos de la boca de Davida en contacto con la suya habían reavivado un deseo de tocar y de sentir, de dejarse llevar y perderse en el laberinto de una amante. Al lado de su mano apareció un vaso de whisky.
—¿Algo más?
Se arriesgó a levantar la vista y todas sus terminaciones nerviosas dieron una sacudida con solo mirarla a los ojos durante un instante. Notó cómo le ardía el cuello. Si la camarera recibiera un penique de cada hombre que la deseaba, podría comprarse aquel bar y buena parte de los edificios de enfrente del mar.
—No, gracias, estoy bien.
Percibió la mentira en su propia voz y le pareció que ella también la había notado.
—Si tú lo dices…
Dos marineros sentados en la barra se quedaron mirando con la boca abierta cómo la camarera recogía los vasos sucios y los ponía en una bandeja. Tenían la misma cara que si hubieran llegado al puerto y hubieran visto su barco zarpando sin ellos.
Emmanuel se concentró en una fotografía en blanco y negro de un ballenero que estaba clavada en la pared, encima de una fila de botellas de ginebra. Aún le faltaba mucho para convertirse en uno de esos pervertidos que se sentaban en las barras de los bares a mirar a las camareras, pero era difícil no fijarse en los lánguidos movimientos del cuerpo de aquella mujer y en su melena oscura.
Se bebió la copa. El whisky le fluyó por los brazos y las piernas como si fueran las ramas del árbol de la vida y su mente se concentró. La decisión de investigar el asesinato de Jolly era una insensatez y aquel intento de recrear su vida anterior no era solo eso, sino que además era peligroso. Andar por las inmediaciones del lugar del crimen con la libreta de Jolly en el bolsillo era empeñarse en comportarse como un idiota y pedir a gritos que le hicieran danzar el baile de los ahorcados.
Las palabras «Ayuda por favor» del niño fallecido no eran una súplica dirigida personalmente a él. Tenía que quitárselo de la cabeza.
—Comandante —dijo la camarera.
Emmanuel se incorporó al oír su antiguo rango del ejército e inmediatamente se dio cuenta de su error. El comandante era un hombre con el pelo plateado y con vasos sanguíneos rotos en las mejillas. Era el rostro clásico de un bebedor, con todas y cada una de las copas que había consumido grabadas en él.
—Lo de siempre —dijo el comandante.
La camarera morena le lanzó una mirada a Emmanuel y le sorprendió observándola. Las corrientes eléctricas que le recorrieron el cuerpo estuvieron a punto de provocarle un paro cardiaco. Comprobó cuánto alcohol le quedaba. Medio vaso. Aquella mirada mantenida unos segundos más de la cuenta no había sido su imaginación.
Se terminó el whisky de un trago y consideró la otra alternativa: una mujer guapa, el foco de la atención de todos los hombres, le había dado a entender de forma tácita que deseaba establecer contacto físico con él.
—¿Te pongo otra?
—Lo mismo —contestó Emmanuel. Otra copa y volvería al pequeño catre con la manta doblada y las sábanas bien metidas bajo el colchón como en un hospital. La cama de un soldado o un párroco.
El vaso de whisky volvió a aparecer lleno delante de él.
—Invita la casa —dijo la atractiva camarera, que se alejó por la barra llenando una fila de vasos cortos por el camino.
—¿Qué se celebra? —preguntó Emmanuel a la camarera mayor, que tenía unas gafas de ojo de gato y una expresión agria. Rondaba los cincuenta y parecía que había tenido que pelear para ganarse cada uno de esos años.
—Es la última noche de Lana. Está prosperando. Ha encontrado trabajo como modelo en una boutique de ropa de señora de mucho postín en West Street —explicó la camarera exhibiendo una sonrisa llena de resentimiento—. Más vale que no le den la combinación de la caja fuerte.
Se alejó y dejó que Emmanuel se las viera con el enigmático comentario. Robar era un delito muy habitual y, si hubiera tenido que decir en qué ámbito actuaba la camarera morena, se habría decantado por el fraude. Una sonrisa abría muchas puertas e incluso más carteras. Aunque tampoco la palabra de la camarera mayor tenía fundamento suficiente para sacar ninguna conclusión. La mujer no había hecho ningún esfuerzo por ocultar su rencor. Emmanuel apuró su whisky y empujó el taburete hacia atrás. Lana recogió el vaso vacío.
—¿Tienes coche? —le preguntó.
—Sí.
—Necesito que alguien me lleve, ¿tú podrías?
Emmanuel supuso que jamás la había rechazado nadie. Ningún hombre le había dicho nunca que no. ¿Quién era él para cambiar el curso de la historia?
—Tengo el coche ahí al lado —dijo.