4

Grey Street, una calle ancha sobre la que colgaban los cables del tranvía eléctrico, se encontraba en el corazón del barrio indio de Durban. Los restaurantes vegetarianos pintados de colores vivos se disputaban el espacio con los grandes establecimientos de venta de especias y las tiendas de «Vestidos de señora y trajes de caballero». Un grupo de mujeres negras caminaba tranquilamente por la acera con bolsas de arroz en la cabeza. Unos obreros indios con el pecho al aire metían varas de bambú por las ventanas del Melody Lounge, cerrado temporalmente por reformas. El ambiente olía a chiles y a semillas de cardamomo tostadas.

Saris and All era una tiendecita en la que vendían cremas de rosa inglesa para aclarar la piel, tabaco de hebra, cordones de zapatos y alimentos no perecederos a granel bajo una cascada de saris de seda y algodón colgados de barras de madera atornilladas al techo. Un indio alto con un traje blanco de algodón y una camisa con el cuello abierto se acercó a Emmanuel.

—¿En qué puedo servirle en este buen día, caballero? —dijo el dependiente señalando las estanterías repletas de productos y los sacos de arpillera llenos de lentejas y arroz.

—¿Están Parthiv o Amal? —preguntó Emmanuel.

—El señor Dutta y el señor Dutta junior. ¿Es a ellos a quienes busca?

—Sí.

—Por favor —el alto dependiente empezó a toquetearse el primer botón de la camisa—. No puedo ayudarle. Es la hora de comer y no puedo pasar de esa puerta.

—¿Qué puerta?

—Detrás del sari morado. Es privado. Solo para la familia Dutta, nadie más.

Emmanuel corrió la brillante cortina y abrió la puerta que se escondía detrás. Salió a un porche cubierto por un emparrado con una buganvilla leñosa en la que crecían algunas flores rosas. En una fila de latas de aceite de maíz reutilizadas como semilleros había plantas atadas a finas varas de bambú.

Amal estaba sentado delante de una mesa con un libro en una mano y una samosa en la otra. En la mesa, delante de él, había desplegada una serie de cuencos plateados con salsas al curry, encurtidos y arroz. Estaba tan absorto en la lectura que no levantó la vista del libro hasta que Emmanuel cogió una silla y se sentó enfrente de él.

—Oficial —un libro de ciencias muy manoseado se cayó de la mesa y unas cuantas hojas llenas de fórmulas garabateadas quedaron desparramadas por el suelo—. Oficial Cooper.

—Me llamo Emmanuel, a secas.

—Pero…, ¿cómo…?

—Tranquilo, Amal. Quiero preguntarte una cosa.

—¿Estoy metido en un lío?

—No —Emmanuel señaló los cuencos de comida—. Termina de comer.

Amal cogió el libro y los papeles, los puso en la mesa y empezó a juguetear con el mantel, demasiado nervioso para comer. Emmanuel señaló una empanadilla al curry con la cabeza.

—¿Te importa si cojo una?

—No. Sírvase, por favor.

Emmanuel cogió la empanadilla picante y le dio un mordisco. A continuación escogió una samosa y la puso en un plato blanco junto con una cucharada de chutney. Cuando se terminó eso, se sirvió un poco de biryani de pollo con rodajas de pepino y una torta de roti caliente. El enfrentamiento con la patrona, la fiera señora Edith Patterson, le había quitado las ganas de desayunar. Llevaba sin comer desde la noche anterior.

—¿Le gusta la comida india?

Emmanuel miró a Amal, que le estaba observando como observaría un niño a un tragasables en un circo.

—Sí —contestó Emmanuel—. Deberías comer algo antes de que me lo acabe todo.

Amal se sirvió comida en el plato, todavía receloso pero algo más relajado. Emmanuel esperó a que el muchacho se comiera la mitad del plato de arroz y pollo al curry.

—Anoche, cuando nos fuimos del callejón —dijo Emmanuel como si hubiera sido una decisión consensuada que Giriraj se lo llevara metido en un saco—, ¿qué cogiste cuando te ibas?

Amal lanzó una mirada a la puerta del patio con nerviosismo y se puso a empujar un grano de arroz por el borde del plato con una cuchara. El silencio se prolongó.

Emmanuel se inclinó hacia delante y dijo:

—Esta conversación es entre tú y yo. No le voy a contar a nadie de qué hemos estado hablando; ni a Parthiv, ni a Maataa ni a ninguna otra persona.

—¿De verdad? —dijo Amal levantando la mirada.

—De verdad —repitió Emmanuel, que a continuación añadió—: Te lo prometo.

—Cogí mi linterna.

—¿Y qué más?

—Una libreta.

La libreta de Jolly.

—Tiene dos cordones atados al canutillo. Uno de los dos tiene atado un lápiz en el extremo —dijo Amal.

—¿La tienes? —preguntó Emmanuel.

—No aquí. Está en casa, en mi cuarto.

—¿Algo más?

—No —Amal se movió inquieto y siguió jugando con el grano de arroz—. No vi nada.

Emmanuel sabía que su linterna había ido rodando hasta acabar debajo de un vagón, lo que explicaba que Amal no la hubiera visto. Cualquiera sabía lo que había pasado con el cortaplumas. Tendría que haber aparecido en el registro policial de la zona de carga. O bien una prueba fundamental había desaparecido, o bien Amal la había robado y ahora estaba demasiado asustado para reconocerlo.

Emmanuel sacó una hoja del libro de ciencias.

—¿Tienes un bolígrafo?

Amal se sacó un bolígrafo del bolsillo y observó cómo Emmanuel dibujaba un croquis del lugar del crimen y señalaba dónde estaban la estación de maniobras y Point Road. A veces el camino largo era el más rápido para conseguir información.

—Este es el callejón en el que apareció el cuerpo —dijo señalando el mapa—. La X es el lugar donde estaba el cadáver. Parthiv y tú estabais más o menos aquí, contra la pared.

—Sí.

—Señala dónde estaba la libreta.

Amal frunció el ceño y a continuación puso el dedo en un punto.

—Estaba más o menos aquí.

—¿Estás seguro?

Ja, la cogí cuando íbamos hacia el coche. Pensé que quizá tendría algo que ver con los negocios de Parthiv.

Aquello fue una sorpresa. La libreta estaba entre el cadáver y la parte del callejón que conducía a la calle principal. Jolly debía de haber cortado el cordón y haber tirado la libreta cuando se dirigía a la zona de carga, donde fue asesinado. ¿Por qué deshacerse de ella? ¿Lo había hecho a propósito?

—Vuelve a mirar el mapa —dijo Emmanuel—. ¿Viste algo más en el callejón anoche? Piensa.

—Había algo.

—Dime.

Amal tragó saliva con fuerza y susurró:

—Cerca de la mano del niño había un cortaplumas… Yo estaba…, estaba demasiado asustado para cogerlo.

—Recoger pruebas es trabajo de la policía —dijo Emmanuel—. Hiciste bien en dejarla.

—¿Y la libreta? ¿Es suya, oficial?

—Sí —mintió Emmanuel—, ¿podemos ir a buscarla?

—Si después me deja en la biblioteca del colegio, sí —contestó Amal.

—Puedo dejarte allí.

La puerta que daba al patio se abrió hacia dentro y apareció Parthiv. Cuando vio a Emmanuel y a su hermano pequeño sentados juntos, levantó las cejas hasta la línea de nacimiento del cabello.

—¿Has estado hablando con él? —Parthiv fue directo a por Amal.

—No —contestó su hermano echando el cuerpo hacia atrás a toda velocidad—. No le he contado nada.

—Espera —Emmanuel se dirigió al mayor de los Dutta con calma—. Anoche se me cayó una libreta en el puerto y la tiene Amal. Eso es todo.

—Te vas a enterar —dijo Parthiv acercándose a su hermano con la mano en alto—. ¿Qué le has contado?

—Nada —el muchacho le esquivó y se hizo a un lado—. No se lo he contado.

Parthiv salió disparado hacia él y Emmanuel le puso una mano en la hombrera del traje de seda azul con firmeza.

—Vuelve atrás y déjale en paz —dijo. Como cualquiera que hubiera trabajado en la policía de a pie, odiaba las peleas domésticas—. Amal no me ha dicho nada.

—¿Tú te crees que soy tonto? Si no eres policía, entonces eres un espía, ¿verdad? Del señor Khan.

—No sé quién es el señor Khan.

A Parthiv se le habían hinchado las venas del cuello.

—Te manda el señor Khan, ¿verdad?

—Tranquilízate y escúchame —dijo Emmanuel. La reacción del joven indio a la aparente amenaza había sido desproporcionada. Ahí pasaba algo más—. No trabajo para el señor Khan, ni siquiera había oído su nombre hasta ahora.

—Eres un mentiroso. Primero dices que eres policía, luego dices que lo sientes pero que no eres policía. Después dices que no te voy a volver a ver nunca más pero ahora estás aquí, en la tienda de mi familia, sacándole información a Amal para dársela al señor Khan.

—No he venido para eso —dijo Emmanuel—. He venido a buscar mi libreta.

—¿Te crees que puedes entrar y salir de aquí como si estuvieras en tu casa? ¿Y yo tengo que aguantar esa falta de respeto sin más?

Parthiv se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una navaja automática con el mango de hueso que abrió con un clic.

—Baja la navaja —dijo Emmanuel— o me encargaré yo de que la bajes.

Parthiv se lanzó hacia delante con el filo plateado al descubierto. Emmanuel esquivó la hoja y le dio un golpe a Parthiv en el antebrazo. La navaja cayó sobre el suelo de cemento, salió rodando por el patio con un traqueteo y se quedó al lado de una lata vacía de aceite de maíz.

Emmanuel le agarró el brazo a Parthiv.

—Amal no me ha contado nada, pero me parece que a lo mejor tú tienes algo que contarme. ¿Qué me dices?

—Ni hablar.

Emmanuel le puso el brazo detrás de la espalda y se lo levantó hasta que estuvo seguro de que el dolor le había llegado a la fosa de la articulación del hombro.

—Espere… —gritó Amal—. Se lo contaré.

Emmanuel echó un vistazo al muchacho e intentó ignorar el gesto de asombro de su rostro. Mientras comían casi había sido como si fueran amigos. Ahora Emmanuel era un desconocido agresivo que estaba haciendo daño a su hermano.

—No —contestó—. Tu hermano mayor me va a contar lo que pasó en el puerto ayer por la noche.

—Estábamos buscando una mujer —dijo Parthiv mientras intentaba soltarse—, ya te lo dije.

—¿Qué más?

—Eh…

—Cuanto menos tardes en decírmelo, menos tardará el brazo en curársete.

Sin su placa de policía, aquel altercado era una agresión como cualquier otra. No había forma de hacer pasar lo que estaba ocurriendo allí por un arresto realizado por un ciudadano ordinario. Un juez dictaminaría que su conocimiento previo de la ley solo hacía sus actos más censurables. Emmanuel podía ver el titular del Natal Mercury: «Un joven indio es agredido por un ex policía en una tienda de saris».

—Recogimos un paquete —confesó Parthiv—. De un camarero de uno de los barcos de pasajeros.

—¿Qué había en el paquete?

Parthiv se quedó callado. Emmanuel le levantó un poco más el codo.

—¡Hachís! —gritó el indio encorvando los hombros—. Se fuma.

—Ya sé lo que es el hachís —contestó Emmanuel mientras le soltaba. Se apartó del revoltijo de seda que era Parthiv, cogió la navaja, apretó el pulsador que la desbloqueaba y volvió a guardar la hoja en el mango de color marfil. Tenía calaveras sonrientes grabadas a los lados. Era la clase de arma que compraría un chaval de doce años sin amigos para impresionar a sus compañeros de clase—. ¿Te gustan las navajas, Parthiv?

Ja, claro. Si son bonitas, como esa.

El indio se frotó el brazo para que volviera a circularle la sangre y dejó la mirada fija en las grietas del suelo de cemento. Lo ocurrido había hecho mella en su orgullo de gánster.

—¿Tienes más? —preguntó Emmanuel. Recordó los afilados cuchillos de carnicero de la kyaha de Giriraj, el tercer gancho vacío.

—Con una sirve —dijo Parthiv.

—¿Ah, sí? ¿Y para qué sirve una navaja?

—Para asustar a la gente.

—¿Llevabas esta navaja encima ayer por la noche?

Parthiv pestañeó rápidamente. La humillación había dado paso al miedo. La relación entre una navaja automática y un niño degollado era evidente.

—No —dijo—. Yo no toqué a ese niño.

Emmanuel apretó el pulsador en relieve del mango y la hoja volvió a salir con un chasquido. Su propio reflejo distorsionado apareció en la superficie plateada de metal. Las calaveras sonrieron. La navaja parecía prácticamente nueva; no tenía ni una marca en el acero ni una gota de sangre seca en las ranuras del mango. Emmanuel la cerró.

—¿Era Jolly Marks cliente tuyo? —preguntó. Quizá Jolly llevaba algo más que comida y bebida a las mujeres de mala vida y a sus clientes.

—¿Jolly qué? —dijo Parthiv.

—El niño del callejón. ¿Había quedado contigo para que le vendieras hachís?

—Ni hablar —contestó el indio sacudiendo la cabeza—. No soy idiota.

—¿Por qué ayer mentiste y dijiste que no le conocías?

A Parthiv se le movía la nuez arriba y abajo al tragar saliva y pestañeaba a toda velocidad. Emmanuel conocía perfectamente esa danza facial, que había visto representada cientos de veces. Era la búsqueda desesperada de una mentira nueva con la que tapar una anterior. Aquel era un aspecto del trabajo en la policía judicial que no echaba de menos. Todo el mundo mentía. Unos mejor que otros. Parthiv era un aficionado.

—Dímelo y ya está —dijo Emmanuel—. Después podemos irnos todos a casa.

—No le conozco. Le he visto por ahí. Por el puerto y demás, corriendo de un lado para otro para entregar pedidos. Esa es la verdad. A un indio no le conviene hacerse amigo de un niño blanco, así que nunca le pedí que me trajera nada.

Esa era la verdad, lisa y llana. Si Parthiv había ido al puerto a recoger hachís, jamás se habría arriesgado a entablar conversación con un muchacho europeo. Con eso solamente habría conseguido llamar más la atención. Emmanuel pasó a la siguiente pregunta.

—¿Qué hicisteis después de recoger el paquete?

—Lo llevamos al coche y lo escondimos en la guantera.

—¿Y después?

—Lo que te dije. Llevé a Amal a buscar una mujer.

—¿Dónde estaba Giriraj?

—En el coche.

—No, no estaba en el coche —señaló Emmanuel—. Estaba con vosotros dos en el callejón.

Parthiv se tiró del lóbulo de la oreja.

—Le dije que se quedara a hacer guardia. El puerto está lleno de chorizos.

—¿Le dijiste que te tuviera vigilado a ti?

—No. Le dije que vigilara por si venía la policía. Si la policía te quita tu mercancía, no puedes recuperarla robándola; te quedas sin ella para siempre.

Emmanuel se metió la navaja en el bolsillo de la chaqueta. La fuerza y la rapidez de Giriraj eran impresionantes. Emmanuel no le había oído merodear por el callejón y no se habría dado la vuelta si los dos hermanos no le hubieran alertado de su presencia mirándole por encima del hombro.

¿Qué hacía Giriraj en el callejón en lugar de en el coche y cómo se había hecho los arañazos que le había visto en el brazo la noche anterior?

Era mejor centrarse en una sola cosa y dar pequeños pasos por un camino que abandonaría al amanecer del día siguiente.

—La libreta —le dijo a Amal, que estaba pegado a la pared—. Vamos a buscarla.

El joven se separó de la pared y los dos se volvieron hacia la salida. Maataa estaba en la puerta, con un cigarrillo de clavo apagado en una mano y una caja de cerillas en la otra. Emmanuel la saludó con la cabeza. Había presenciado toda la escena con Parthiv, estaba seguro. Lo había visto todo y no había hecho nada.

Dejó que ella diera el primer paso. Estaba seguro de que, si Maataa se le echaba encima con una navaja, encontraría una arteria principal y el patio quedaría salpicado de un bonito color de «sangre de hombre blanco reclasificado».

Maataa encendió el cigarrillo y tiró las cerillas al suelo. Se acercó a una lata de aceite de maíz en la que había una berenjena que estaba dando frutos y sacó una vara de bambú de la tierra. Dio otra calada al cigarrillo y agitó la vara en el aire para comprobar si estaba en buen estado.

—¡Giriraj! —gritó—. ¡Giriraj!

Amal volvió a pegarse a la pared y se agachó hasta quedar en cuclillas, consciente de que era más difícil atinar en un blanco pequeño. Parthiv buscó en vano una forma mágica de atravesar las paredes y huir.

La seda del sari que servía de cortina de separación hizo frufrú y Giriraj apareció en el patio. Un golpecito con la vara de bambú en el suelo le indicó dónde tenía que colocarse.

—De rodillas —dijo Maataa.

Parthiv y Giriraj se arrodillaron uno al lado del otro con gestos carentes de expresión. Maataa les puso la vara en el hombro con delicadeza, primero a Parthiv y luego a Giriraj, como si los estuviera armando caballeros de una orden secreta.

El bambú ganó altura y bajó con un silbido antes de azotar a Parthiv y a Giriraj en los hombros y las piernas. Y después por todo el cuerpo. Emmanuel avanzó unos centímetros y después se lo pensó mejor. Aquello no tenía nada que ver con él. Los dos hombres recibieron los golpes sin moverse, como rígidos soldados de juguete colocados en la línea de combate.

Emmanuel se agachó al lado de Amal y susurró:

—¿Qué está pasando?

—Los está castigando.

—Eso ya lo veo. ¿Por qué?

—Por el paquete. No tenían que recogerlo.

—¿El paquete era de otra persona?

—No, pero el señor Khan controla la cantidad de paquetes que entran en Durban. No le gusta que otros introduzcan más paquetes que él.

—¿Quién es el señor Khan? —preguntó Emmanuel. El ruido de los golpes de la vara de bambú contra los cuerpos le estaba distrayendo. Parthiv le había acusado de ser un espía de Khan unos momentos antes.

—Un musulmán —susurró Amal—. Tiene negocios.

—¿Qué clase de negocios? —preguntó Emmanuel, pero ya sabía la respuesta. Tendría alguna empresa legal, una tienda de ropa o un taller mecánico, mantenida con prostitución, contrabando de hachís y cualquier otra cosa que diera dinero.

—Taxis y restaurantes y, eh…, muchas otras cosas.

—¿Tu madre está en el mismo negocio?

—No. Mi madre a veces presta dinero y, cuando la gente no paga, Parthiv y Giriraj van a cobrarlo. Nada más. El señor Khan es grande. Mi madre es pequeña.

Estaba claro que Parthiv quería tener una mayor participación en la delincuencia de Durban y a su madre no le parecía bien. Maataa se detuvo y echó al suelo la ceniza del cigarrillo de clavo. Señaló a Emmanuel y a Amal con la vara de bambú. Los dos se levantaron.

—Le dirá al señor Khan que han recibido su castigo, ¿verdad?

—Se lo diré —dijo Emmanuel. Otra mentira, pero no parecía haber otra respuesta posible.

—Fuera —ordenó Maataa.

En menos de cinco segundos, Emmanuel y Amal habían salido del patio. En menos de un minuto, Emmanuel tenía la llave de contacto metida en el Buick.

Las ondulantes olas azules del océano Índico acariciaban la larga extensión de South Beach. Los granjeros holandeses del interior y los turistas rodesianos chapoteaban en el agua o se resguardaban del sol bajo un entoldado de sombrillas de rayas.

Clavado en la arena y sujeto con cemento había un cartel que se había colocado recientemente: «De conformidad con el artículo 37 de las ordenanzas municipales de Durban, esta zona está reservada para uso exclusivo de los bañistas de raza blanca». El mensaje aparecía repetido en afrikáans y en zulú para que no hubiera ningún malentendido.

Un vendedor negro vestido con un uniforme de cuello alto se iba abriendo paso entre los turistas que veneraban al sol con una bandeja de helados colgada del cuello con una ancha correa de cuero. La ley no se aplicaba a quienes trabajaban sirviendo a los europeos.

Emmanuel caminó hasta llegar a la altura de un banco. En un letrero pintado en la madera se leía «Solo para blancos». Y un cuerno. Se sentó a beberse su limonada. Las probabilidades de que fuera a caminar varios kilómetros hasta la zona de la playa reservada para la gente de color solo para descansar un poco estaban entre cero y ninguna.

Al ver al heladero negro andando por la arena con dificultad le invadió un sentimiento de culpa. No podría sentarse a descansar o meter los pies en el agua cuando el calor se volviera excesivo.

Una niña con trenzas y con los muslos regordetes pasó por delante del banco corriendo detrás de una pelota. Emmanuel sacó la libreta de Jolly, que había recogido en casa de Amal, en Reservoir Hills. Le cabía en la palma de la mano. Tenía dos cordones atados. Uno de los dos tenía un lápiz en el extremo, mientras que el otro estaba cortado de un tajo, no deshilachado ni partido con la mano. Eso explicaba lo del cortaplumas. Se había utilizado para separar la libreta de los pantalones caquis, no como arma de autodefensa.

Emmanuel fue pasando las hojas una a una. Había pedidos anotados en forma de listas: empanadas, refrescos, rollitos de salchicha boerewors, panes de molde vaciados y rellenos de carne o verduras al curry —conocidos por el nombre de bunny chows— y cerveza. ¿De dónde sacaba cerveza un niño de once años? En la siguiente página no había una lista, sino un retrato dibujado rápidamente con lápiz. Una niña con unos mechones de pelo alrededor de la cara le observó desde el papel con ojos de anciana. Emmanuel pasó la hoja para escapar de la sombría mirada de la niña.

El contenido de la libreta más o menos seguía un patrón. Unas ocho páginas de pedidos de distintos tipos de comida para llevar, seguidos de un retrato escalofriante de algún niño. Los críos, niños y niñas, blancos y negros, reflejaban tan poca calidez que podrían haber sido fantasmas. Le helaron el corazón y le llevaron a preguntarse qué habría vivido Jolly en su corta vida para ser capaz de dibujar a unos niños tan desolados.

—Helados, helados —exclamó el vendedor. Se acercaba la puesta de sol y aquella sería la última vuelta del día. El baas solo quería ver cajas vacías al atardecer—. De vainilla. De chocolate.

Emmanuel pasó la página y vio un papel con el borde rasgado que había quedado al arrancar una hoja. Pasó el dedo por el borde y después por la superficie de la siguiente página, que estaba en blanco. El papel tenía unas marcas que le acariciaron las yemas de los dedos. Fue pasando suavemente la punta del lápiz atado por la hoja en blanco y vio aparecer la imagen de una sirena con el pecho al aire y con una cola de pez enrollada debajo del cuerpo. Tenía un ojo cerrado y otro bien abierto. Una sirena guiñando un ojo. Era una imagen inocente, y sin embargo tenía algo de lascivo.

—¿Está ocupado? —preguntó una joven blanca de unos quince años con un vestido rosa. Detrás de ella iba un guapo muchacho holandés.

—No si tenéis derecho a sentaros —dijo Emmanuel.

La muchacha frunció el ceño, vacilante.

Emmanuel señaló el letrero del banco. La joven se echó a reír, con un hermoso sonido que estaba en concordancia con toda ella. Se sentó, tiró del chico hasta tenerlo bien cerca y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿A que es maravilloso? —dijo la joven dando un suspiro.

—Es perfecto —asintió el muchacho, que le pasó suavemente las yemas de los dedos por el hombro desnudo, trazándole círculos en la piel.

La luz rieló sobre el agua. El vendedor negro subió trabajosamente las escaleras desde la playa con su caja de madera. Tenía los brillantes zapatos cubiertos de finos granos de arena.

—Aquí —dijo la joven agitando el brazo—. Aquí, mozo.

El vendedor se acercó, con media sonrisa en la boca y con la mirada dirigida ligeramente hacia la izquierda de la pareja. Siempre con cuidado de no mirar a los ojos al joven baas y a la joven señorita.

—¿De qué es ese? —dijo la muchacha señalando la última tarrina de la caja.

—De vainilla, señorita. Un chelín. Muy bueno.

El chico se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y le dio unas monedas. El vendedor le dio el helado y el cambio.

—Compruébalo —le mandó ella—. Mi padre dice que los de la ciudad te engañan sin que te des ni cuenta.

El muchacho contó las monedas mientras el heladero se concentraba en la fila de edificios pintados de vistosos colores de detrás.

—Está todo.

—Vete —dijo la chica agitando la mano para echar al vendedor. Llevaba las uñas pintadas de rosa escarchado, el color del cielo en los libros de cuentos. Volvió a apoyar la cabeza en el hombro del muchacho. Este abrió la tarrina y empezó a meterle diminutas cucharadas de vainilla en la boca.

La brisa marina agitó las hojas de la libreta de Jolly, que se le enredaron en los dedos a Emmanuel. Coloreó la parte inferior de la hoja con el lápiz y en la mancha gris aparecieron tres palabras.

«Ayuda por favor».

Sentado al sol, Emmanuel sintió cómo le recorría un escalofrío.