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Eran las siete menos cuarto y la suave luz de la mañana iluminaba los toldos de las fachadas de las tiendas y las pulcras casas de ladrillo rojo situadas tras pulcros muros de ladrillo rojo y setos bien cuidados. Emmanuel se abrochó los botones de la chaqueta mugrienta, se alisó unos cuantos mechones de pelo alborotados y se aproximó a los apartamentos Dover, el edificio de estilo eduardiano en el que se encontraba su «alojamiento completamente amueblado para estancias temporales». El estruendoso tranvía que atravesaba la ciudad se alejó en dirección a la céntrica West Street, con la mayor parte de sus asientos reservados para los oficinistas, dependientas perfumadas y empleados administrativos blancos. Los pasajeros de otras razas se amontonaban en las últimas seis filas del tranvía, apretujados en un mar de saris, trajes caquis y tarteras con el almuerzo.

Emmanuel se acercó a la entrada de los apartamentos Dover lentamente para poder tantear mejor qué posibilidades tenía de entrar por la puerta lateral sin que le vieran. No se había ido a casa hasta que no había visto a un guardia apostado en el lugar del crimen. Mal hecho. La señora Edith Patterson, la patrona, estaba fuera, arrancando malas hierbas de las grietas de la acera de delante del edificio. Llevaba puestos unos rulos sobre los que su cabello púrpura formaba ondas bien tirantes. El llavero de latón del que colgaban las llaves de su edificio tintineó al chocar contra la tela verde de su bata mientras se afanaba en domeñar la naturaleza.

La criada negra, una esbelta joven zulú con un vestido de retales, iba recogiendo los desechos y haciendo montones cuidadosamente para después barrerlos. De la valla colgaban sartas de banderas de papel del Reino Unido, adornos para la celebración de la inminente coronación de la princesa Isabel de Windsor. Un sucio terrier escocés bajó las escaleras jadeando, se acercó trotando a la señora Patterson e intentó aparearse con su brazo.

—No, Lancelot —dijo la patrona agitando el brazo para apartarle—. ¡Perro malo!

Emmanuel dio media vuelta y echó a andar hacia la parada del tranvía. Ya lo intentaría más tarde.

—Señor Cooper.

La señora Patterson se había puesto de pie, una postura mucho más apropiada para mirarle por encima del hombro. Emmanuel se acercó a ella y sonrió. Se dio cuenta de que abrocharse la chaqueta había sido un error. Solo le hacía parecer más patético: como si verdaderamente creyera que un simple gesto podía quitarle el mal olor de la ropa o alisar las arrugas llenas de barro del traje. Se desabrochó la chaqueta como gesto de desafío. En los cinco meses que llevaba en los apartamentos Dover, jamás se había retrasado en el pago mensual del alquiler. En ese momento tenía pagada una semana por adelantado. Eso era algo a su favor.

—Señor Cooper —dijo la patrona entornando sus ojos castaños—, ¿voy a tener que arrepentirme de haber dejado que se alojara aquí?

Señaló el cartel escrito a mano clavado debajo del nombre del edificio, en el que ponía: «Se admiten mauricianos con buenos modales y europeos. No se hacen excepciones». «Mauricianos con buenos modales» era una expresión en clave para referirse a cualquier mestizo de piel clara dispuesto a pagar el alquiler excesivo y a abstenerse de llevar a la habitación a chicas de alterne con las que pasar la noche machacando el colchón.

—Se me estropeó el coche y perdí el último tranvía —explicó Emmanuel mientras el terrier escocés sarnoso intentaba copular con el poste del buzón infructuosamente.

La señora Patterson frunció los labios. Esperó a que Emmanuel se disculpara o se mostrara arrepentido por haber confirmado sus peores sospechas sobre los hombres mestizos. Emmanuel relajó los hombros, siguió mirándola a los ojos y guardó silencio. Ya había dado suficientes explicaciones por aquel día. La mano de la criada se quedó suspendida sobre unas hierbas sin arrancar, inmóvil por la tensión que de pronto se respiraba en el ambiente.

La señora Patterson fue la primera en apartar la mirada.

—Esta es una casa decente. Una casa limpia —se sacudió las manos manchadas de tierra en la bata, haciendo sonar las llaves de la cintura—. Creía que lo había entendido, señor Cooper.

Emmanuel esquivó a la patrona y se dirigió a la puerta principal. Sabía que, en cuanto acabara esa semana, la señora Patterson le iba a meter una orden de desahucio por debajo de la puerta. Había cometido el peor pecado que se podía cometer en Sudáfrica. Estaba registrado como mestizo. No se había mostrado agradecido por recibir las intimidaciones de una mujer blanca.

—Lancelot. No. Perro malo.

El tono de la patrona le puso de los nervios. Utilizaba el mismo con el perro que con él.

El rápido movimiento de una tela en la ventana del piso de abajo le alertó de que el señor Woodsmith, el cartero jubilado que tenía alquilado el apartamento de la planta baja, había presenciado el enfrentamiento. Emmanuel hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cortina y la tela descendió. Una semana, ni un segundo más.

Dentro del edificio, la barandilla de madera de roble de las escaleras brillaba con una capa de cera recién aplicada. Era verdad que la señora Patterson regentaba una casa limpia. Por qué el terrier escocés nunca había visto una bañera o una pastilla de jabón era uno de esos pequeños misterios de la vida.

Las paredes del apartamento estaban pintadas de un amarillo intenso, un color alegre que le deprimía cada vez que entraba. La habitación tenía una cama individual, no más ancha que un catre militar, un quemador de gas de dos fuegos y un armario con bolas de naftalina en el que había espacio de sobra para sus dos trajes, seis camisas y tres pares de pantalones de trabajo. El baño propio con ducha, encajonado en un hueco separado del resto de la habitación por una cortina curva, le costaba una libra extra al mes.

En el pasillo había un teléfono para los inquilinos que le permitía llamar fácilmente a Jo’burgo el primer domingo de cada mes para hablar con su hermana. Las conversaciones eran breves. Emmanuel repetía las mentiras de siempre, las mismas que solía contarle cuando sus padres se peleaban en la cocina. La vida le trataba bien y todo iba estupendamente. Las mentiras los mantenían unidos.

Metió la mano en el bolsillo de una chaqueta y sacó una postal con una fotografía coloreada en la que aparecían colinas envueltas en neblina y profundos valles silenciosos. Por detrás, escrita con una letruja prácticamente ininteligible, había una invitación a visitar la clínica Zweigman en el Valle de las Mil Colinas. El doctor Daniel Zweigman, el viejo judío que le había salvado la vida a Emmanuel tras una brutal paliza del Departamento de Seguridad, estaba a dos horas en coche de allí. Dejó la postal sobre la colcha con cuidado. Quizá algún día, cuando no estuviera tan agotado…

Se quitó el traje sucio y lo echó en un pequeño cesto de sisal en el rincón. Además de sus otras tareas, la joven criada se encargaba de lavar la ropa de los inquilinos. Emmanuel se lavó. Ya había planeado cogerse el día libre y no trabajar en los astilleros para descansar y recuperarse después de la noche de vigilancia. Pero esa mañana no la pasaría durmiendo. Ese día no iba a pegar ojo.

Se puso un traje limpio y se miró al espejo. Los cinco meses en los astilleros habían borrado todo rastro de delicadeza de su cuerpo. Ahora le habría sido imposible hacerse pasar por un clérigo o un refinado padre de familia. Sin embargo, le encantaba el duro trabajo de los astilleros, que la mayoría de los europeos consideraban «trabajo de kaffir». Mover cosas, levantar peso y dar martillazos consumía sus energías y le dejaba la mente en blanco. El sueño llegaba con la fuerza de un ciclón, oscuro e imparable. Cuando llegaba el amanecer, solo le quedaba un vago recuerdo de haber soñado. Estar demasiado agotado para pensar era lo más cerca de la felicidad que había estado desde que había abandonado su antigua vida y la policía judicial de Jo’burgo.

Se metió la postal de Zweigman en el bolsillo de la chaqueta del traje limpio y sacó su permiso de conducir. El carné de identidad en el que aparecía su clasificación racial se quedó en el cajón. Aún conservaba el lenguaje corporal de un policía blanco y hasta entonces nadie se había atrevido a cuestionar su derecho a acceder a ningún sitio, ya fuera un restaurante «solo para europeos» o la cola de «clientes de color» del banco.

Cogió el cesto de la ropa sucia. Estaba a punto de romper una promesa que se había hecho a sí mismo al dejar la policía: no andar merodeando alrededor de ninguna investigación oficial de la policía. Iba a acercarse a la zona de carga del puerto y a asegurarse de que la policía judicial estaba en el lugar del crimen. Después iba a intentar averiguar si habían encontrado la libreta al registrar la zona. Sería una parada rápida, diez minutos.

¿Qué podía haber de malo en eso?

Unas vallas rayadas de la policía impedían el paso al lugar del crimen. En la esquina de la calle había aparcada una furgoneta funeraria Dodge. Los agentes de la policía judicial, con sombreros de copa chata y trajes holgados de algodón, garabateaban anotaciones en sus libretas y buscaban pruebas. Los flashes de las cámaras de fotos emitían destellos desde el callejón e iluminaban al grupo de oficinistas de las navieras y trabajadores de los ferrocarriles que se agolpaban contra las vallas, ávidos de alcanzar a ver durante un instante los horrores que acechaban tras la tranquila fachada de Durban. Algo alejados de este grupo, en Point Road, una cuadrilla de onyati, estibadores negros a los que se conocía con el nombre de «búfalos», observaban en bloque. Un supervisor blanco los mantenía bajo control dándose golpecitos con una porra en el muslo mientras caminaba a un lado y a otro.

Emmanuel abrió el periódico Natal Mercury y echó una ojeada a las columnas para intentar distraerse. Las noticias de la futura coronación real ocupaban gran parte del espacio. Había detalles sobre el vestido de raso de color crema y descripciones de las piedras preciosas engastadas en el Orbe del Soberano. A Emmanuel todo aquello le resultaba extremadamente aburrido. La noticia del asesinato de Jolly aún no se había publicado y, cuando apareciera en los periódicos al día siguiente, seguramente lo haría en un segundo plano, por detrás de las noticias sobre los actos de celebración de la coronación en la ciudad.

Emmanuel miró hacia el lugar del crimen. Había un buen número de agentes de la policía judicial. Podía irse con la conciencia tranquila. Sin embargo, la energía que irradiaba el equipo de investigadores le agarró como una cuerda y tiró de él. Echaba de menos aquello: la intensa concentración en la tarea y la forma en que la voluntad individual cedía a las exigencias del caso. Se abrió paso entre la multitud de curiosos hasta quedarse al lado de un inglés de finos labios y cejas pobladas.

—Un niño blanco —dijo el hombre—. Lo han destrozado con un cuchillo, en el callejón.

Una pelirroja larguirucha estaba encorvada junto a un policía mayor con el cabello entrecano. Su vestido de satén morado brillaba como un trozo de espumillón abandonado en una alambrada de espino y el pronunciado escote resaltaba unos pechos del tamaño de picaduras de abeja. La prostituta remilgada de Parthiv. La que no se acostaba con indios.

—¡Charras! —dijo con una voz estridente, subiendo el tono con frustración. Una inglesa más que había emigrado a Sudáfrica en busca de una vida mejor pero se había encontrado con las facturas del gas y la electricidad y con caseros impacientes—. Todos los charras tienen la misma pinta. Piel oscura, pelo grasiento, trajes vistosos. Eran dos.

—No me extrañaría —dijo un afrikáner con barba y con unas manos con las que podría haber cascado nueces.

Emmanuel percibió el resquemor en su tono. El hecho de que los indios —o charras, como los llamaban en Durban— regentaran tiendas y restaurantes, tuvieran sus propios colegios e incluso construyeran templos con chapiteles y dioses con cabezas de elefante en medio de la ciudad era una fuente de resentimiento que no se intentaba ocultar.

—Dos hombres —añadió el inglés—. Alguna clase de banda de delincuentes.

Un oficinista indio con turbante se apartó del grupo, entró discretamente en la Trident Shipping Company y cerró la puerta. Dos hombres mestizos fueron detrás, con miedo a que los tomaran por indios. Calle abajo, un barrendero negro dio media vuelta y siguió trabajando lejos de la multitud. Un joven policía salió del callejón con un objeto sobre un trozo de tela y todo el mundo se estiró para echar un vistazo. Los curiosos de la primera fila volvieron a echarse hacia atrás lentamente, decepcionados por lo que habían visto.

—Una linterna —informó el afrikáner a la muchedumbre de detrás—. Seguramente sea de los charras.

No, pensó Emmanuel, la linterna no es de los charras. Es mía. Se le había caído al suelo cuando Giriraj le había metido en el saco. El policía entrecano dejó marcharse a la prostituta y se acercó al corrillo de hombres que se habían apiñado alrededor de la linterna. Emmanuel se abrió paso hasta la primera fila de curiosos.

—Buen trabajo, Bartel —dijo el policía mayor—. ¿Dónde estaba?

—Detrás de la rueda de uno de los vagones de carga, señor.

—Debió de ir rodando hasta allí —conjeturó el policía de mayor rango—. ¿Algo más?

—Aparte de la botella de refresco, nada, señor.

El cigarrillo podría haberse consumido, pero el cortaplumas de Jolly era de madera y acero. Tendría que haber estado en el callejón. Tampoco habían encontrado la libreta que solía llevar atada a los pantalones. Eso eran dos pruebas que la policía no había recuperado. Solo podían estar en un sitio.

Emmanuel retrocedió y se dirigió lentamente a la puerta principal de la Trident Shipping Company. Quería ir corriendo, pero habría sido un error. Los transeúntes se fueron alejando cuando empezó el trabajo rutinario de la policía. No había cadáveres que ver, no se habían hecho arrestos inmediatos… Todo lo que había era una gran linterna plateada con la bombilla rota y una botella de limonada.

En la entrada a las oficinas de la compañía naviera había pintada una imagen de Poseidón. Emmanuel pasó por debajo del ombligo del dios de los mares y entró a las oficinas. Seis cubículos abiertos atendidos por una mezcla de indios y mestizos ocupaban la mayor parte del espacio. Al fondo, en un despacho separado del resto de la oficina por un cristal, una pelirroja pechugona con un traje verde estaba escribiendo lo que le dictaba el baas, un hombre blanco repantigado tras una mesa de madera de teca.

El indio del turbante que se había escabullido de la multitud estaba sentado en el segundo cubículo. Emmanuel fue directamente hacia él. No podía quedarse mucho tiempo en la oficina. Un mestizo desnutrido con un lápiz detrás de la oreja se levantó de un salto.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—No —contestó Emmanuel, que llegó hasta el empleado indio. El apelativo «señor» quería decir que los empleados pensaban que era blanco y no cuestionarían su autoridad.

El hombre del turbante se levantó y se puso en posición de firmes; otro soldado desmovilizado del ejército del Imperio listo para presentar armas.

—Yo no tengo nada que ver con el niño que ha muerto, señor. Nada.

—Saris and All —dijo Emmanuel—. ¿Conoces una tienda que se llama así?

Ese era el nombre que aparecía escrito en un lado del cajón de madera de la habitación de Giriraj, y Maataa había mencionado que tenía una tienda. Dos datos que podían volver a conducirle a la familia Dutta.

—¿Saris and All? —el empleado repitió el nombre, sorprendido y aliviado por el rumbo inesperado que había tomado la conversación.

—Sí, ¿sabes dónde puedo encontrarla?

El baas miró a través del cristal con cara de pocos amigos. Emmanuel supuso que iba a salir de un momento a otro, molesto porque un hombre que no era él estaba mangoneando a sus trabajadores.

El indio dijo:

—Creo que en Grey Street, señor. Cerca del Melody Lounge.

—Gracias.

El baas abandonó su fortaleza de cristal para averiguar qué estaba pasando y Emmanuel salió por la puerta principal. Seguía habiendo cinco filas de curiosos en el lugar del crimen.

—Háganse a un lado —les ordenó por un megáfono un oficial rechoncho—. Dejen paso a la furgoneta.

La multitud abrió un pasillo y la furgoneta negra Dodge se metió por un hueco entre las vallas. Un hombre con poco pelo vestido con un uniforme blanco cruzado abrió las puertas de la furgoneta y dos celadores salieron del callejón con una camilla de lona. El cadáver de Jolly Marks era un pequeño bulto bajo la sábana.

Un onyati de piel oscura con la cara ancha se quitó el gorro de lana y los demás estibadores hicieron lo mismo. Se quedaron en silencio hasta que la furgoneta se fue, y entonces el líder de los onyati empezó a cantar. Sus hombres le acompañaron y la melodía recorrió la zona de carga del puerto y Point Road.

Senzenina, senzenina… —las voces de los estibadores negros, en poderosa armonía, se elevaron por el aire—. Senzenina, senzenina. Siyo hlangane ezulwini. Siyo hlangane ezulwini…

—Los kaffirs no tienen respeto ninguno. Este no es momento de ponerse a cantar —dijo el afrikáner de la barba.

—Es un canto fúnebre —le dijo Emmanuel—. La letra dice que volveremos a encontrarnos en el cielo. Están despidiendo al niño con una canción, para que su alma no se quede atrapada en el callejón.

Si Emmanuel sabía eso era gracias al agente Shabalala, el policía zulú con el que había trabajado en su último caso. Shabalala también le había enseñado otra cosa: en algún momento de ese día, cuando el supervisor blanco no estuviera delante, uno de los onyati cogería el alma del Jolly con la ayuda de una pequeña ramita que se empleaba para los espíritus y la llevaría a un lugar mejor. La vida de un onyati ya era bastante dura sin tener que lidiar con el fantasma enfurecido de un niño blanco.

El afrikáner miró al suelo y escuchó la segunda estrofa. La canción onyati terminó y la calle quedó en silencio. Al cabo de unos instantes, los hombres negros se fueron andando por Point Road hacia la zona de carga. Emmanuel se abrió paso entre la multitud, cada vez menos numerosa.

—Nuestras vidas son segadas como briznas de hierba —una voz con acento del sur de Estados Unidos perturbó el silencio que había dejado la suave transición de los onyati del canto a la faena—. Ay, Señor, ese pobre niño al que han encontrado aquí, en este mismo patio, ¿estaba preparado para ir al encuentro de su Creador?

Emmanuel miró al enjuto pastor, que estaba subido a una caja de madera y sostenía una Biblia en alto. ¿Qué niño de diez años está preparado para morir? ¿Qué clase de imbécil se pregunta si la víctima está lista para morir en lugar de preguntarse por qué Dios no protege a los inocentes? ¿Y por qué, desde que habían ganado la guerra, los americanos creían que su siguiente misión era salvar el mundo? Emmanuel notó cómo su cuerpo se tensaba.

El pastor bajó la Biblia y le señaló con un dedo huesudo. Podía oler a un pecador impenitente entre la muchedumbre.

—¿Qué te preocupa, hermano? ¿Está el pecado presente en tu vida? ¿Alguna falta contra Dios que no has confesado?

—Un puñetazo en la dirección adecuada solucionaría algunos de mis problemas. Hermano.

Emmanuel puso énfasis en la última palabra, se despidió levantándose el sombrero y giró en dirección al Seafarers Club, donde tenía aparcado el Buick Straight 8 que le había prestado Van Niekerk.

Había un buen número de policías de uniforme rondando por la acera y revolviendo en los cubos de basura en busca de pruebas. A los lados de Point Road se alineaban varios Chevrolets sin identificación y furgonetas Dodge azules de la policía.

—Muy bien, señores, sigan así.

Un inspector alto con patillas de boca de hacha marchaba entre las filas dando ánimos. Señal de que la policía se estaba tomando en serio aquel asesinato.