El misterio de la Atlántida.

EL MISTERIO DE LA ATLÁNTIDA.

Hacía el año 590 a. de C, el sabio griego Solón visitó el santuario de la diosa Isis en Sais, la ciudad sagrada de Egipto. Allí un anciano sacerdote le refirió la historia de la Atlántida. De regreso en Atenas, Solón transmitió aquella historia a Critias, hijo de Drópides, y éste a su hijo también llamado Critias, por cuyo conducto alcanzó al filósofo Platón, el cual, sin sospechar la polvareda que iba a levantar, la legó a la posteridad en sus diálogos Timeo y Critias, escritos hacia el año 350 a. de C. De este único manantial, como el borbollón de agua clara machadiano, ha nacido el río caudaloso y turbio de la bibliografía Atlántida que lleva producidos, solamente en el último medio siglo, más de dos mil libros y unos diez mil artículos, la mayoría de ellos meras fantasías.

«Antiguamente el océano era navegable —dijo a Solón el sacerdote egipcio— y frente al estrecho que los griegos llamáis de las Columnas de Hércules se extendía una isla mayor que Libia y Asia juntas. Los viajeros podían cruzar de esta isla a las otras, y desde las otras al continente lejano que está circundado por el océano propiamente dicho».

Traducido a términos geográficos actuales, la Atlántida estaba frente al estrecho de Gibraltar, entonces conocido como Columnas de Hércules. Los griegos del tiempo de Platón llamaban Asia a la actual Asia Menor y Libia a las costas del Norte de África. Si el tamaño de la Atlántida excedía el de estas regiones, la isla donde se asentaba debía ser por lo menos del tamaño de Groenlandia. Si al de otro lado de ella se extendía un continente, éste era, obviamente, América, cuya existencia se supone que los griegos ignoraban. Los orígenes de la Atlántida son tan fabulosos como su propia historia. Según el relato de Platón, la isla fue creada por Poseidón, dios del mar, para albergar a su amada Cleito y a los diez hijos, cinco parejas de gemelos, que tuvo con ella. Los hijos de Poseidón fundaron en la isla sendas dinastías reales presididas por los descendientes de Atlas, el primogénito. El imperio de los atlantes se extendía hasta Libia y Egipto, y hasta Toscana. Poseidón no reparó en esfuerzos y convirtió la Atlántida en un verdadero paraíso terrenal. El clima era apacible; sus fértiles campos producían toda clase de frutos en gran abundancia y su subsuelo abundaba en los minerales y metales útiles al hombre. «La isla producía más de lo que exigían las necesidades diarias, comenzando por el metal fuerte y fusible extraído de las minas, que ahora es conocido sólo por el nombre, pero del que entonces había muchos yacimientos en la isla; me refiero al oricalco, el más precioso de los metales exceptuando el oro. Además la isla producía en abundancia toda la madera necesaria para los carpinteros; y muchos animales, tanto domésticos como salvajes. Aparte de esto, se criaban manadas de elefantes, ya que la abundancia de alimentos bastaba no sólo para los animales de las marismas, lagos y ríos, y de las montañas y llanuras, sino también para el elefante, que por su naturaleza es el más grande y voraz de todos».

En medio de esta privilegiada naturaleza floreció un pueblo culto e industrioso que vivía en ciudades maravillosamente urbanizadas y dotadas de cómodas viviendas; un pueblo que frecuentaba los baños fríos en verano y los templados en invierno y que, en sus festividades, cazaba toros y los sacrificaba en el templo. Era una sociedad ejemplar en la que cada cual ocupaba su lugar y todos estaban satisfechos.

La capital de los atlantes era la ciudad ideal. Estaba situada en una fértil llanura, en el centro de la isla. En su propio diseño, participaba tanto de la tierra como del mar pues estaba formada por anillos alternos de tierra y agua concéntricamente dispuestos en torno a una isla central que a su vez comunicaba con el mar a través de un canal navegable de medio kilómetro de anchura. La muralla exterior era blanca y negra, con torres y puertas en todas las entradas del canal. Dentro había otros recintos rodeados de muros ricamente decorados, uno de piedra roja; otro, forrado de bronce por fuera y de estaño por dentro; y el último, que rodeaba la acrópolis, revestido de oricalco brillante como el fuego.

En la cima de la colina central estaba el palacio real rodeado por un muro de oro. Era al propio tiempo un santuario porque en él se engendraron y nacieron los fundadores de las diez estirpes reales. Su templo, consagrado a Cleito y Poseidón, medía 182 metros de largo por 91 de ancho y estaba sólidamente construido. Sus torres estaban forradas de oro y el resto de los muros de plata. Por dentro los muros estaban cubiertos de oricalco y adornados con incrustaciones de marfil, oro y plata. Allí se veneraban las imágenes doradas de la divina pareja y de sus diez hijos, a cuyos pies se depositaban cada año las ofrendas. Había en el recinto sagrado una fuente de agua fría y otra de agua caliente.

En el anillo intermedio de la ciudad se erigieron hermosos edificios públicos: templos, jardines, gimnasios y hasta un hipódromo. Finalmente, en el anillo exterior, estaban los cuarteles y barracones de la guardia real y los arsenales de la marina, repletos de trirremes y aparejos. En el canal y el puerto mayor se mezclaban navíos mercantes, marinos y mercaderes procedentes de todo el mundo conocido.

La Atlántida nunca sufrió el azote de una guerra. Las sabias leyes de la confederación prohibían a sus reyes guerrear entre ellos y los obligaban a acudir en auxilio de cualquiera que estuviese en peligro así como a deliberar en consejo sobre los asuntos comunes y a respetar el voto de calidad de los descendientes de Atlas. Así sucedió con los primeros reyes, que fueron pacíficos, piadosos y obedientes de las leyes, pero más adelante, cuando los lazos con la divinidad se aflojaron, los reyes atlantes se corrompieron, se volvieron tiránicos y codiciosos y emprendieron la conquista del mundo. Ya habían sometido «partes de Libia y Europa hasta Tirrenia» y amenazaban a Egipto y a Grecia cuando el ejército ateniense logró vencerlos. Este revés coincidió con el castigo de Zeus, el padre de los dioses que, mientras tanto, había convocado consejo de dioses para deliberar sobre el futuro de la Atlántida. En ese punto se interrumpe el Critias y tenemos que pasar al Timeo para saber el resto de la historia.

Localizaciones de la Atlántida a lo largo de la historia (Según Lavilla).

El castigo de Zeus a la soberbia atlante fue terrible: «A poco —refirió a Solón el anciano sacerdote egipcio— sobrevinieron violentos terremotos e inundaciones y en solamente un día y una noche de desgracia todos vuestros guerreros se hundieron como un solo hombre en la tierra, y la isla Atlántida desapareció en el piélago, por lo cual el mar es en estos sitios intransitable, pues aún subsiste la capa de fango que levantó el hundimiento de la isla».

Ésta es la historia de la Atlántida tal como nos la legó Platón. Es todo lo que sabemos del asunto; el resto son meras conjeturas edificadas sobre otras conjeturas y, en los tiempos modernos, adobadas con discutibles apoyos científicos.

Aristóteles, el discípulo de Platón, decretó que la historia de la Atlántida era una fábula de su maestro: «El hombre que la soñó la hizo desvanecerse». Esta sentencia del filósofo más influyente de la Antigüedad desacreditó la historia de la Atlántida durante muchos siglos. Otros reputados autores antiguos, entre ellos Estrabón, Plinio el Viejo y Plutarco, no estaban tan seguros, pero tampoco se atrevieron a apoyar la existencia histórica de la Atlántida. Así quedaron las cosas hasta que después de la Edad Media se puso en duda la autoridad de Aristóteles y se suscitó la discusión de la existencia histórica de la Atlántida, que dura hasta hoy.

ATLANTISTAS VERSUS ANTIATLANTISTAS

Algunos estudiosos se empeñan en demostrar que la Atlántida existió y que el relato platónico se basa en hechos reales, aunque quizá deformados por el tiempo. ¿Acaso no se había creído que Troya cuya guerra narró Homero en la Ilíada era una ciudad imaginaria hasta que Schiliemann, un testarudo visionario, dio con sus portentosas ruinas en la llanura turca? ¿Por qué no admitir la posibilidad de que la fabulosa capital de los atlantes, esta perfecta Pompeya oculta en las profundidades, como la llama Julio Verne, aguarda también a su descubridor? Los antiatlantistas no se dejan persuadir por tales argumentos. Están convencidos de que la historia de La Atlántida es una patraña ideada por Platón para sustentar sus tesis sobre la sociedad.

Casi todos los autores que defienden la existencia histórica de La Atlántida la han situado en el Atlántico como parece desprenderse del relato Platónico, pero no faltan los que la ubican en el Mediterráneo, en el Sáhara, en África del Sur, en el Cáucaso, en Brasil, en las islas Británicas, en Holanda, incluso en lugares más sorprendentes como más adelante veremos. Esta dispersión explica que en distintas épocas se haya considerado a los atlantes ascendientes de pueblos y colectivos tan distintos y distantes como los godos, los egipcios y los druidas.

UN OCASO DE LOS DIOSES

Es muy posible que la historia de La Atlántida no fuera tan fascinante de no acabar de forma tan trágica y espectacular. Pasaron los siglos y del cataclismo que hundió el mundo antiguo en la cerrada noche medieval solamente sobrevivieron un puñado de textos entre ellos los Diálogos de Platón que eran venerados y estudiados por un puñado de eruditos.

Lógicamente algunos de ellos, al toparse con el relato de La Atlántida se plantearon si la fantástica historia era real o inventada. Soplaban vientos cristianos y los estudiosos propendían a relacionar cualquier noticia curiosa con La Biblia. Kosmas Indikopleustes, historiador y viajero bizantino creyó que La Atlántida era en realidad el Paraíso bíblico y que las diez estirpes reales nacidas de Poseidón no eran sino las diez generaciones humanas que median entre Adán y Noé. En tal caso el hundimiento de La Atlántida en el océano no sería sino el eco paganizado del Diluvio Universal.

Casi todos los atlantistas proponen una localización muy amplia, capaz de satisfacer a todos y dan por seguro que la mítica isla se extendió desde la costa de Marruecos hasta la de Venezuela, incluyendo las islas Canarias y Azores y el mar de Los Sargazos.

Tanta vaguedad resta emoción al problema; quizá por eso muchos fervorosos atlantistas se han esforzado por localizar la fabulosa capital de Poseidón con toda precisión:

En 1675 el sueco Olaus Rudbeck inauguró la larga serie de los que intentan ubicar La Atlántida lo más cerca posible de su gabinete de trabajo y se esforzó en demostrar que la ciudad sumergida estaba al sur de Suecia, enfrente mismo de Upsala. Sus razones no convencieron a Jean Baillo, que propuso una localización algo distinta, al norte de la península escandinava, ni a Jürgen Sapanuth, alemán, que la situó en el Atlántico Norte, frente a las tierras de los vikingos (que sería la «Atland» de las sagas nórdicas) ni a Jean Derruelle que la sitúa entre Inglaterra y Dinamarca. Finalmente los paleontólogos rusos Sushkin y Ferov la situaron aún más al norte bajo los hielos del Ártico, en Beringia, el puente de unión entre América y Asia a través del estrecho de Bering.

Casi al otro lado del globo tenemos La Atlántida de Georg Kaspar Kirchmaier, sumergida a la altura de África del Sur, y la de Delisle de Sales, que se inclinó por El Cáucaso.

Todavía no se había disparado la popularidad de La Atlántida y la discusión quedaba relegada a círculos científicos. Pero el asunto se desbordó y alcanzó al gran público cuando América apareció en el panorama atlantista dando lugar incluso a la creación de una Atlántida paralela en elr Pacífico, el país de Mu. Veamos cómo ocurrió.

LA INCREÍBLE HISTORIA DE MU, EL CONTINENTE SUMERGIDO

Todo empezó por un franciscano español, fray Diego de Landa (1524-1579). El buen fraile pasó a México poco después de su conquista y observó que los indios, aunque simulaban haberse convertido a la religión de los conquistadores españoles, continuaban practicando sus cultos paganos de tapadillo. El celoso fraile reprimió tan intolerable herejía quemando imágenes de dioses y libros mayas sospechosos de contener doctrinas idolátricas y vigilando la ortodoxia de los indios. Como se arrogaba funciones inquisitoriales y episcopales sus superiores lo llamaron a España y lo procesaron. Pero resultó absuelto y hasta lo nombraron obispo del Yucatán y lo reexpidieron a América para que prosiguiera su tarea de erradicar el paganismo del territorio de Tabasco con renovados bríos.

Resulta irónico que el inquisidor que condenó a las llamas los tesoros inestimables de los archivos mayas sea hoy la principal fuente de lo poco que conocemos de la escritura maya en su obra Relación de las cosas del Yucatán. El mamotreto quedó inédito y fue olvidado en un estante de la Biblioteca de la Sociedad Histórica de Madrid hasta que, en 1864, un excéntrico investigador de culturas indias americanas, Brasseur de Bourgbourg, dio con él y editó su resumen.

De la obra en cuestión se deduce que fray Diego de Landa se esforzó en aprender la escritura maya aplicando a su estudio las convenciones propias de las escrituras fonéticas del español y otras lenguas europeas. Labor absolutamente improductiva por que la escritura maya era ideográfica y no fonética (una diferencia que explicaremos en este mismo libro, unos capítulos más adelante). No obstante, esforzado obispo identificó como letras veintisiete signos que se lo parecieron.

En el curso de sus investigaciones, Landa escuchó de los indios que su pueblo descendía de los supervivientes de una tierra que se había hundido en el mar. Landa no relacionó esta leyenda con el relato platónico de la Atlántida. En su calidad de religioso, estaba más familiarizado con la Biblia que con los escritos del pagano Platón; por lo tanto decidió que los mayas descendían de las Diez Tribus perdidas de Israel, una idea descabellada que fue aceptada por muchos científicos durante un tiempo.

Volvamos ahora a Brasseur de Bourgbourg, el cual, armado con las notas que había obtenido de la obra del franciscano, se lanzó a traducir, a su manera, sin método científico alguno, el interesante manuscrito maya conocido como Códice Troano. El texto resultante describía una catástrofe volcánica en una tierra que Brasseur denominó, arbitrariamente, Mu, simplemente porque en el códice aparecían dos signos levemente parecidos a estas letras del alfabeto latino propuesto por Landa. Brasseur, ni corto ni perezoso, decidió que fueron el nombre de aquella tierra totalmente imaginaria.

La historia de la catástrofe que Brasseur creyó encontrar en el Códice Troyano se parecía tanto a la de la Atlántida que forzosamente acabó relacionándola con ella. En estos textos supuestamente traducidos por Brasseur se basan todas las especulaciones sobre Mu, el continente perdido en el Pacífico.

Desde entonces otros investigadores más serios han conseguido descifrar parcialmente los ideogramas mayas y han establecido una lectura más fiable del Códice Troano. En realidad se trata de un tratado de astrología y no tiene nada que ver con catástrofes naturales ni, por supuesto, menciona ningún continente perdido que se llame Mu o de cualquier otra forma.

Pero la obra de Brasseur creó una escuela que dio a luz destacados discípulos, tan disparatados como el maestro, entre los que cabe mencionar al médico y arqueólogo francés Augustus Le Plongeon, investigador de las ruinas mayas del Yucatán, y al abogado de Filadelfia Ignacio Donnelly, autor de varios fantasiosos libros sobre la Atlántida que alcanzaron gran éxito de ventas. Este éxito sería revalidado, ya en los años veinte de nuestro siglo, por otro escritor de libros para mitómanos, James Churchward, el cual, yendo más lejos que todos sus antecesores, aseguró haber viajado a la India misteriosa y haber descubierto, en un monasterio, unas tabletas inscritas, hasta entonces celosamente custodiadas por los sacerdotes, en las que se conservaba más información sobre Mu. El paralelo con el sabio Solón de los diálogos platónicos está claro. De la lectura de estas tabletas, que nuestro americano realizó sin dificultad aparente, se deducía que el Paraíso Terrenal no estuvo en Asia sino en un continente hundido en el océano Pacífico. «La historia bíblica de la Creación, el relato de los siete días y las siete noches en que Dios creó el mundo, no se originó, por lo tanto, en los pueblos del Nilo y el Éufrates sino en este continente sumergido, la verdadera cuna de la Humanidad».

James Churchward es un notable precursor de la historia-ficción, este subgénero literario que florece en nuestro tiempo, y que no hay motivo para rechazar siempre que no se intente confundir con la historia. Churchward se oponía a la teoría darwinista de la evolución y publicó una serie de libros sobre el origen del hombre en aquel continente perdido. Sus textos abruman al lector con multitud de datos arqueológicos o procedentes de la tradición ocultista, de la especulación y de la pura fantasía, con mucha nota a pie de página que remite al lector a libros desconocidos o a imaginarios códices a los que solamente Churchward parece haber tenido acceso. Leemos, por ejemplo: «En aquel tiempo las gentes de Mu eran civilizadas y cultas. No existía la violencia en la faz de la tierra, puesto que todos los pueblos eran hijos de Mu y acataban la soberanía de su tierra de origen». Naturalmente los habitantes de Mu eran blancos: «Blancos y notablemente hermosos, con ojos grandes y de mirada suave y cabello negro y lacio. Había también otras razas con la piel negra, amarilla o tostada, pero éstas no dominaban». El mismo tufillo racista advertimos en Karl Zschaetzsch que, en 1922, cuando ya Hitler estaba incubando su serpiente, predicó una Atlántida poblada por una raza aria y vegetariana a la que corrompió una especie de Eva llegada del mundo exterior con la fórmula de la fermentación de las bebidas alcohólicas. Después de esta caída, la Atlántida fue aniquilada por la cola de un cometa que pasó demasiado cerca de la Tierra.

Regresemos a las ensoñaciones de Churchward. ¿Cuál fue la causa de la decadencia de Mu? Una catástrofe sólo achacable a causas naturales: «El subsuelo estaba lleno de cavernas en las que se había acumulado gas volcánico. Estos depósitos letales fueron los asesinos de Mu: el gas escapó a través de los volcanes, y las grutas se hundieron al bajar la presión, lo cual provocó la inmersión en el mar de todo el continente Mu. Sus hijos supervivientes, desperdigados por toda la Tierra, dieron origen a las civilizaciones que conocemos».

UN SCHLIEMANN ENTRA EN ESCENA

El lector recordará la apasionante historia de Heinrich Schliemann (1822-1890), el millonario aficionado a la arqueología que se empeñó en descubrir Troya siguiendo las pistas de la Ilíada, el poema homérico cuyo valor científico los historiadores menospreciaban. Schliemann se salió con la suya y consiguió el descubrimiento arqueológico más portentoso de nuestro tiempo. El soberbio patinazo de la ciencia oficial en el caso de Troya ha suministrado un poderoso argumento a los atlantistas porque demuestra que los historiadores también yerran y que un visionario despreciado por la universidad puede acertar. ¿Por qué no ha de repetirse el caso de Troya con la Atlántida?

El terreno parecía abonado para que Paul Schliemann, nieto del famoso descubridor, explotara el prestigio de su abuelo anunciando al mundo, en 1912, que además de Troya y las tumbas micénicas había descubierto la Atlántida. El nieto aseguraba haber heredado un legajo con documentos secretos sobre la Atlántida. Era condición testamentaria del legendario descubridor de Troya que el miembro de su familia que quisiera obtener la propiedad de aquel legado debería comprometerse previamente a consagrar su vida a la exploración de la Atlántida como él había consagrado la suya a la de Troya. Evidentemente el avispado nieto había aceptado llevar sobre sus hombros el pesado fardo de tan magna responsabilidad. Abierto el informe apareció un nuevo pliego de instrucciones. Lo primero que el abuelo ordenaba desde el otro mundo era romper cierto recipiente del lote, el que tenía dibujada una cabeza de lechuza. Lo rompieron y en su interior aparecieron algunas monedas de platino, aluminio y plata y una placa de metal cuya inscripción en fenicio decía «Acuñada en el Templo de los Muertos Transparentes». Como prueba irrefutable de la veracidad de lo que estaba contando, Paul mostró a los periodistas las monedas y el medallón. La noticia apareció en los diarios de medio mundo y dio tema para charlas de casino durante unos días. Era tan fantástica que poca gente la tomó en serio. Paul Schliemann volvió a la carga y prometió dar a la luz, muy pronto, el resultado de nuevas investigaciones. Luego, en vista de que su patraña no obtenía el eco esperado, se olvidó del tema.

LA CABALGATA DE LOS ATLANTES

Mientras tanto, otros atlantistas proseguían con sus investigaciones. Leo Frobenius, explorador alemán, declaró haber hallado descendientes de atlantes en Benín, los yourba, una pequeña tribu completamente distinta a las del entorno, cuyo dios, Olokoum, procedía de una gran isla. Entre los yourba son objetos sagrados ciertas tablillas con signos astronómicos cuya utilidad desconocen. Además, practican ritos típicamente mediterráneos tales como la adivinación por las entrañas de los animales. ¿Eran descendientes de atlantes? Lo cierto es que las peculiaridades culturales de la comunidad podrían tener una explicación más plausible, aunque igualmente fabulosa. Podían ser descendientes de fenicios o cartagineses que exploraron las costas de África en la Antigüedad. El lector encontrará extensa información sobre este viaje unas páginas más adelante, en el capítulo dedicado a los fenicios.

TARTESSOS Y LAS OTRAS ATLÁNTIDAS

La Atlántida americana a uno u otro lado del continente no logró acallar el coro de voces europeas que la seguían reclamando en diferentes predios del viejo mundo. Surgió, por ejemplo, la Atlántida británica, una teoría debida a Geoffrey Ashe que se basa en un supuesto contacto existente entre las islas Británicas y el Egeo en la Edad del Bronce, cuando se construyó Stonehenge. Después de este episodio cultural los lazos entre las dos regiones se aflojaron y los recuerdos cada vez más deformados de aquella tierra pudieron dar origen a la leyenda en la que se mezclan las confusas noticias de Gran Bretaña, una isla cercana a un continente, con su gran templo a Apolo (quizá Stonehenge) y su raza de hombres cultos y civilizados, quizá los hiperbóreos. Demasiados quizás sólo por acomodar en casa el mito de la Atlántida. Schulten, García Bellido, Richard Henning y Sprague de Camp-Willy Ley sugieren por su parte que el modelo que inspiró la Atlántida fue Tartessos, el reino situado en el sur de la península Ibérica, o la memoria que de Tartessos podía tener entonces un griego culto. Basan sus argumentos en la multitud de detalles coincidentes entre la Atlántida mítica y la Tartessos histórica: la situación en el extremo de las Columnas de Hércules, las fabulosas riquezas en metales y productos agrícolas, la intensa actividad comercial, el templo central con dos fuentes de agua, caliente una y fría la otra (en la Atlántida sería el dedicado a Poseidón, en Tartessos a Hércules), el mar de barro que hace peligrosa la navegación (presumiblemente referido a las barras de la desembocadura del Guadalquivir). La arqueología no desmiente el paralelismo, puesto que la cronología de las industrias micénicas del Bronce, en cuyo ambiente parece inspirarse la Atlántida, vienen a coincidir con la cultura Mastiena del Algar en la península Ibérica. A esto hay que añadir, como apunta Nuria Sureda, que en aquella época existieron ciertos vínculos comerciales entre los dos extremos del Mediterráneo.

Más recientemente un investigador alemán, Eberhard Zagger, ha defendido que el mito de la Atlántida fue inspirado por la caída y destrucción de Troya, cuya destrucción cantó Homero en la Ilíada. Argumenta el teutón que en la Antigüedad no hubo uno sino dos estrechos denominados Columnas de Hércules: el de Gibraltar y el de los Dardanelos, que separa Europa de Asia. Aduce el testimonio de un autor romano del siglo IV que escribe: «Pasamos entre las Columnas de Hércules tanto en el mar Negro como en España». Más allá de las Columnas de Hércules del mar Negro, en la actual Turquía, estaba Troya, la inspiradora de la Atlántida según Zagger. El alemán se esfuerza en probar su teoría haciendo un exhaustivo recuento de las características físicas de la antigua Troya y el territorio que la circunda y comparándolas con las de la Atlántida que, según él, se inspiró en ella: una llanura rodeada de montañas donde el viento dominante sopla del Norte; dos manantiales, de agua fría y caliente respectivamente, que también menciona Homero. Además, la estirpe troyana descendía de Electra, hija de Atlas. Una de las Troyas superpuestas allí excavadas fue, según Zagger, destruida por las inundaciones de ríos desbordados y ello motivaría el mito.

Parecía que los argumentos históricos y geográficos en pro o en contra de la existencia de la Atlántida se habían agotado cuando la ciencia geológica vino a renovar la discusión trasladándola a nuevos campos. En 1882, Ignacio Donnelly propuso que las montañas más altas de este continente sumergido constituían una cresta atlántica de la cual asoman, sobre la superficie, algunas cumbres, entre ellas las islas Azores y las Canarias. Ciertamente existe una cordillera submarina, la Dorsal Mesoatlántica, que recorre el centro del Atlántico de Norte a Sur asomándose acá y allá en sus cumbres mayores para formar las islas de Cabo Verde, Santa Elena, Ascensión o Islandia y en algunas de estas islas la actividad volcánica es intensa.

También señaló Donnelly que ciertas formaciones rocosas submarinas sólo podrían haberse producido al aire libre, lo que atestigua que aquellas tierras formaron parte de un continente. Recientemente los partidarios de esta teoría pretenden confirmarla con nuevos datos. Aducen, por ejemplo, que en 1988 se extrajo del océano un trozo de taquilita, lava volcánica que sólo puede producirse cuando el magma se enfría al aire libre, nunca bajo el agua. ¿Demuestra esto que aquel fondo submarino fue en su día una isla?

A pesar de todo, las investigaciones geológicas modernas han arrojado un jarro de agua fría sobre la tesis de Donnelly al señalar que la Dorsal Mesoatlántica se formó bajo la superficie marina y que el océano lleva varios millones de años sin experimentar cambios sustanciales. Esto viene a descalificar también la teoría del cataclismo defendida por Otto Muck según la cual el hundimiento de la Atlántida fue debido al impacto de un gigantesco meteorito caído sobre el Atlántico occidental que produjo, además de inmensas olas, erupciones volcánicas y alteraciones del fondo marino. Señalaba Muck que los mitos del diluvio transmitidos por las más distantes culturas son el desvaído recuerdo de esta catástrofe en la memoria universal.

La explicación del meteorito gigantesco ha creado escuela entre los atlantólogos que prefieren situar el mítico continente sumergido en el océano índico. Éstos basan sus especulaciones en el hecho de que en las leyendas de los pueblos ribereños aparezca una Tierra de Gondwana que desapareció en un cataclismo. Velikovsky es admirablemente preciso cuando sugiere que el meteorito en cuestión chocó con la tierra hacia el 2000 a. de C. Los restos del continente chafado serían las costas del sur de la India y las islas de Madagascar y Sumatra. Lamentablemente los análisis geológicos y sedimentológicos del fondo oceánico no confirman las fantasías de Velikovsky.

En el último tercio del siglo XIX algunos geólogos empeñados en explicar la evolución de la tierra inventaron un continente hipotético al que denominaron Lemuria. Poco después madame Blavatsky, la famosa fundadora de la teosofía, relacionó esta Lemuria con la Atlántida. Para madame Blavatsky, la Tierra fue poblada por siete razas originarias, la tercera de las cuales se estableció en Lemuria y la cuarta en la Atlántida. No está claro dónde estuvo la pretendida Lemuria, si en el océano índico o en el Pacífico.

Las pretensiones de los ocultistas empeñados en fabricar mitologías atlánticas reciben a veces el inesperado refuerzo de observaciones procedentes de la comunidad científica. En 1979 la prensa sensacionalista difundió la noticia de que los rusos habían descubierto la Atlántida. Cinco años antes un buque oceanográfico soviético había captado imágenes submarinas de una muralla ciclópea y tres terrazas escalonadas en el archipiélago de la Herradura a unos quinientos kilómetros al oeste de Gibraltar. El descubrimiento fue divulgado por Andrei Aksynov, director del Instituto Soviético de Oceanografía. Otra expedición rusa exploró la misma zona y descubrió unas estructuras «que pueden ser ruinas sumergidas». A poco las potencias occidentales comenzaron a sospechar que el súbito interés arqueológico de los soviéticos no era más que una coartada para disimular exploraciones en busca de refugios naturales para sus submarinos nucleares. Las noticias se divulgaron sólo parcialmente por ser objeto de secreto militar.

Hoy la geología no toma en cuenta estas especulaciones y da por sentado que las tierras que emergen del mapamundi constituyen un puzzle natural donde no faltan piezas que justifiquen la invención de islas perdidas y continentes sumergidos. Hace más de 300 millones de años sólo existía un continente (denominado Pangea por los geólogos), rodeado por un único océano, al que llaman Pantalasa. Esta masa terrestre se dividió, hace unos 150 millones de años, en dos núcleos: Laurasia y Tierra de Gondwana (que toma el nombre de la leyenda índica). Los continentes e islas que hoy aparecen en el globo terráqueo son fragmentos resultantes de sucesivas particiones de aquellas tierras. Estas particiones ocurren porque, en realidad, el interior de la tierra es una masa incandescente sobre la que derivan los continentes y mares, aunque lo hacen muy lentamente, unos cinco metros por siglo. Los volcanes y los terremotos son consecuencia de ese movimiento.

La ciencia parece descartar la teoría del cataclismo y ahora los atlantólogos partidarios de la inmersión del mítico continente se aferran a la teoría de Vladimir Scherbajov quien, a finales de los ochenta, señaló que la Atlántida no se sumergió por un cataclismo geológico propiamente dicho sino que fue simplemente inundada por las aguas cuando la fusión de los casquetes polares elevó el nivel de los océanos. Los restos de aquel naufragio siguen siendo las islas Azores, Canarias, Madeira, Cabo Verde y Bermudas.

LOS PARALELOS ENTRE DOS MUNDOS

La geología se muestra adversa a los devotos de la Atlántida pero ellos, lejos de darse por vencidos, trasladan su batalla a los terrenos mucho más aventurados de la arqueología, de la antropología, de la etnología y de las religiones comparadas. Parten de la hipótesis de que la Atlántida, cuando estaba en la cumbre de su grandeza, irradió su cultura sobre las tierras del entorno, a uno y otro lado del Atlántico, o bien que una serie de atlantes supervivientes del cataclismo final se refugiaron en estas tierras llevando la luz de la civilización a los atrasados nativos que hallaron en ellas. En cualquier caso se intenta demostrar que las más brillantes culturas del viejo mundo y del nuevo —el Egipto faraónico, los mayas y los incas americanos— derivan de la civilización atlante.

Para Thor Heyerdahl «hay una memoria humana común a todas las culturas y esa memoria se inicia precisamente en la Atlántida». No le parece casual que sea precisamente hacia el año 3100 a. de C. cuando «se inició el primer imperio faraónico, la primera cultura sumeria, la de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo y algunos calendarios mesoamericanos, entre ellos el maya, más preciso que el nuestro, que se inicia exactamente en el 3113 a. de C». Para el noruego «hacia el año 3100 se ha producido un gran cataclismo que ha dado origen a nuevos calendarios, que ha creado migraciones marinas y cambios de centros de cultura (…) Creo que hubo un diluvio, una catástrofe biológica y geológica que cambió el mundo y el clima en esa fecha».

El procedimiento seguido por los atlantólogos para llegar a tales conclusiones es relativamente simple y se repite constantemente en los libros de ficción histórica. Se trata de ir rastreando datos arqueológicos o etnológicos y seleccionar aquéllos que coincidan con los de una cultura distinta desechando el resto. También procuran hacer hincapié en aquellos datos para los que la ciencia oficial, con su proverbial falta de imaginación, no haya encontrado todavía una explicación satisfactoria. Al final el lector crédulo se convence, abrumado por la avalancha de argumentos del atlantólogo. Se señala, por ejemplo, que a uno y otro lado del Atlántico existen antiguas leyendas que hablan de un gran cataclismo marino y del hundimiento de una pujante civilización. Se señala, también, la presencia de pirámides o monumentos similares a uno y otro lado del Atlántico, desde los zigurats mesopotámicos y los monumentos egipcios de la llanura de Gizeh hasta los americanos del Yucatán, Guatemala y El Salvador pasando por las estructuras piramidales tinerfeñas de Güimar, en las islas Canarias, a las mismas orillas del mar atlante.

Luego están las extrañas coincidencias entre las culturas incaica y egipcia. Tanto el calendario egipcio como el peruano constan de dieciocho meses de veinte días, a los que se añaden otros cinco festivos. Por si esto fuera poco, las dos culturas adoran al Sol y tanto el inca peruano como el faraón egipcio son considerados hijos del Sol.

Rastreando indicios comparables entre antiguas culturas a uno y otro lado del Atlántico se puede llegar muy lejos. Los atlantólogos son especialmente aficionados a indagar en los historiadores antiguos dado que los datos que ofrecen raramente pueden ser contrastados por los modernos. De este modo, y añadiendo la necesaria dosis de imaginación, se encuentran huellas atlantes en el Sahara partiendo de la mención que hace Heródoto de cierta tribu del desierto. Los indígenas que plasmaron las pinturas de Tassili serían los faramantes descendientes de los atlantes de los que a su vez descienden hoy los tuaregs.

Por este camino, y teniendo en cuenta que las fantasías de los atlantólogos son acumulativas y crecen al transmitirse de unos a otros, se puede llegar a una interpretación aparentemente coherente de cualquier civilización sobre la pauta de una influencia atlante. El mejor ejemplo de lo que decimos nos lo suministran las publicaciones del desaforado atlantólogo Albert Slosman desde finales de los setenta. Según él en las inscripciones egipcias de los templos de Karnak, Abu Simbel y el «misterioso sagrado y secreto» de Dendera aparecen repetidamente menciones de la Atlántida con el nombre de Aha-Men-Ptah o Primogénito Dormido de Dios. Slosman las interpreta a su manera y las relaciona con el relato básico de la mitología egipcia: hubo un matrimonio real formado por Nout y Geb del que nacieron dos hijos, Osiris y Set, también conocidos por Ousir y Ousit respectivamente, cuya enemistad escindió el reino en dos bandos rivales. Cuando Set asesinó a Osiris, la cólera de Dios provocó el cataclismo que destruyó la civilización atlante. Algunos atlantes lograron ponerse a salvo en sus navíos mandjit, desembarcaron en Marruecos y colonizaron nuevas tierras. Obra suya son los frescos de Tassili que reflejan las luchas fratricidas de los clanes atlantes, los herreros de Horus y los rebeldes de Set. Después de un exilio de quince siglos, siempre guiados por una especie de brújula sagrada (sin duda hubieran tardado menos si prescinden de ella) llegaron al Nilo, la tierra prometida.

LAS CANARIAS ATLANTES

Algunos autores están convencidos de que las islas Canarias formaron parte de la desaparecida Atlántida o, al menos, recibieron su influencia directa. Después del hundimiento de la Atlántida, las cumbres de sus montañas más altas formaron las islas del archipiélago canario. Stephanie Dinkins y sus seguidores señalan que los indígenas guanches que poblaban las islas en 1402, cuando llegaron los conquistadores europeos, eran descendientes de los atlantes, a los que la inundación no afectó por ser un pueblo de la montaña que vivía del pastoreo. Esto explica que los guanches desconocieran la navegación y vivieran de espaldas al mar a pesar de vivir en la costa, y que, teniendo una cultura propia del Neolítico, estuvieran, al propio tiempo, dotados de una organización social inusitadamente compleja. Además hay que tener en cuenta sus curiosos paralelos con la cultura egipcia: la momificación de los muertos, la práctica de la lucha canaria, similar a la egipcia, y la construcción de pirámides.

¿PIRÁMIDES EN LAS CANARIAS?

Pues sí: pirámides en las Canarias. Hace unos años, los cuatro entusiastas miembros del grupo local autodenominado Confederación Internacional Atlántida se hallaban recorriendo la isla de Tenerife en busca de presuntos asentamientos templarios, cuando toparon, a las afueras del pueblo de Güimar, con unas extrañas estructuras piramidales truncadas o escalonadas, construidas con mampuestos sueltos de origen volcánico, que recordaban vagamente a las pirámides escalonadas americanas y egipcias.

¡Pirámides en las Canarias! ¿Eran el eslabón perdido que permitiría a los atlantistas vincular las pirámides egipcias y mesoamericanas con la desaparecida Atlántida? Los habitantes del pueblo de Güimar no mostraron entusiasmo alguno por las supuestas pirámides: son majanos, decían. ¿Majanos? Sí, hombre, las piedras que se sacan del campo cuando se despiedra para cultivarlo. Y el alcalde no se mostró nada propicio a colaborar en la investigación: «Incluso nos acusa de querer hacer del municipio un cachondeo». El escéptico edil insistía en que las pretendidas pirámides no eran sino majanos pero esta explicación, aunque emanada de la máxima autoridad local, no convenció a los entusiasmados descubridores: a nadie se le ocurre disponer tan cuidadosamente miles de piedras en forma escalonada, con desagües y todo. Convencidos de haber realizado un importante descubrimiento se dieron a la labor de estudiar científicamente las insólitas estructuras: en un área de cien metros de largo por cuarenta de ancho se inscriben tres pirámides escalonadas, dos de ellas alineadas frente al mar, dejando un espacio rectangular intermedio, y una tercera situada sobre una colina. Todas están dotadas de toscas y desgastadas escaleras de acceso a la terraza superior. Hay además otra pirámide en Icod, en el interior de la isla, en un lugar denominado La Mancha y otra más en el Paso, isla de Palma.

Los entusiasmados miembros de la Confederación Internacional Atlántida prepararon un detallado informe que incluía planos, fotografías y dibujos, y lo enviaron a Thor Heyerdahl. Los lectores recordarán a este arqueólogo y aventurero noruego que en 1947 cruzó el Pacífico en la balsa Kon-Tiki, para demostrar que la Polinesia había sido poblada por amerindios, y en 1970 cruzó el Atlántico en una embarcación de papiro, la Ra II, para demostrar que los egipcios pudieron llegar a América. Pues bien, Thor Heyerdahl estaba a la sazón empeñado en la ardua tarea de probar la existencia histórica de la Atlántida y que las culturas más antiguas de México y Perú tienen un origen atlante. El informe de los devotos atlantistas canarios lo sorprendió en Perú, en el remoto valle de Lambayeque, excavando un grupo de veintiséis pirámides de adobe, algunas de hasta cuarenta metros de altura, en cuyo interior se encuentran cuerpos momificados encerrados en sacos de algodón. El noruego se interesó de tal modo por las pirámides de Güimar que no dudó en abandonar sus pesquisas peruanas para trasladarse a Tenerife y reconocer in situ aquellas misteriosas estructuras. Su posible escepticismo se disipó en cuanto recorrió Güimar. Las pirámides lo entusiasmaron tanto que al poco tiempo regresó con algunos colaboradores y alquiló una casa en el pueblo para estudiar detalladamente aquellas piedras. El investigador noruego sondeó el subsuelo con georradares ultrasónicos que le revelaron, según declaró, que «allí hay algo más que lava y tierra». La imaginación de los lugareños se ha desbocado. Se habla de cámaras secretas y túneles uno de los cuales conduce al cercano Barranco de Badajoz, a cuya entrada existe otra pirámide escalonada, en el lugar llamado Fuga de los Cuatro Reales, donde se asegura que aparecen misteriosas luces blancas. Heyerdahl señala que el patio ceremonial existente entre las dos pirámides de Güimar que miran al mar se observa también en el conjunto arqueológico peruano de Chavín, fechado hacia el año 1000 de nuestra era.

Para Heyerdahl «los guanches pertenecieron posiblemente a la misma raza de gentes blancas y barbudas que aparecen en las leyendas de México y Perú, de Quetzacóatl y Viracocha. De ser así puede asegurarse que hubo en América una presencia transatlántica anterior a Colón. Y no se trata de los vikingos —asegura—, porque no tienen nada que ver con las culturas americanas. Los vikingos no son los únicos blancos en el mundo. La población original preárabe de la costa norteafricana erarlos bereberes, en buena parte muy blancos, rubios y con barba. Estoy convencido de que los guanches son descendientes directos de los bereberes».

Heyerdahl señala el origen común de los ritos sepulcrales guanches y egipcios así como de las técnicas de trepanación de cráneos que se observan en América y Egipto. «Todo ello pone de manifiesto la existencia de un pueblo con nivel bastante alto de cultura, que ha estado antes en alta mar. Y, por supuesto, también ha estado en las Canarias».

La bibliografía sobre las pirámides de Güimar crece de día en día no sólo a nivel nacional, sino internacional. Algunos autores conceden al conjunto una antigüedad de 12 000 años y lo atribuyen a supervivientes de la Atlántida «que habrían arribado a las islas llevando consigo sus conocimientos sobre temas solares, astrales, mágicos y telúricos». Más recientemente dos investigadores del Instituto Astrofísico de Canarias, J. A. Belmonte y A. Aparicio, han sugerido que estas construcciones fueron «utilizadas como estación astronómica para la predicción de fechas clave del ciclo agrícola y, en consecuencia, para establecer un calendario» dado que «el eje principal del complejo en el que las pirámides se hallan insertas, así como la mayor de ellas, se encuentran orientados, con extrema precisión, a la puesta del sol en el solsticio de verano; además, un segundo eje apunta hacia la salida del sol, seis meses más tarde, en el solsticio de invierno». Por lo tanto las pirámides se construyeron «con una maravillosa y perfecta orientación astronómica, tan bien definida que resulta difícil creer que sea debida a la mera casualidad».

José León Cano, otro estudioso de las pirámides tinerfeñas, apunta sus «relaciones directas con la situación en el firmamento de la Luna, Venus y la Osa Mayor».

LA ISLA QUE VOLÓ POR LOS AIRES

A principios del siglo XX Evans excavó en Creta los palacios y ciudades de la civilización minoica hasta entonces desconocida. Los historiadores A. Nicasie (1885), y K. T. Frost, (1907 y 1913), llegaron a la conclusión de que la Atlántida no fue otra cosa que el imperio marítimo de la Creta minoica que dominó el mar Egeo en la Edad del Bronce ya que «toda la descripción de la Atlántida contenida en el Timeo y en el Cridas tiene características tan perfectamente minoicas que ni siquiera Platón pudo haber inventado tantos hechos insospechados (…) cuando leemos cómo el toro es cazado en el templo de Poseidón sin armas, pero con varas y lazos corredizos, tenemos una inequívoca descripción de la plaza de toros de Cnosos, aquello que tanto sorprendía a los extranjeros y que dio origen a la leyenda del Minotauro».

En efecto, el imperio minoico había florecido hacia el año 2000 a. de C. Su influencia se extendía Por las islas Cicladas, por el sur de Grecia e incluso por muchas otras riberas mediterráneas con las que mantenía activo comercio. De manera aparentemente inexplicable, hacia 1500 a. de C, cuando todo parecía marchar viento en popa, sobrevino una rápida decadencia y su resplandor se apagó casi súbitamente.

El joven Frost murió en la primera guerra mundial pero su identificación del imperio minoico con la Atlántida, reforzada por los nuevos testimonios arqueológicos que desde entonces han ido apareciendo, fue abriéndose paso hasta constituir la tesis más comúnmente aceptada por los historiadores.

Los defensores de esta teoría se han esforzado en justificar las discrepancias entre el texto platónico y la realidad del imperio minoico, principalmente lo tocante a la localización de la isla, sus dimensiones continentales y la fecha de su destrucción. En este sentido parece que las pruebas lingüísticas tienden a refrendar las arqueológicas. Luce ha señalado que el nombre antiguo de Creta era Keftiu que significa «columna» o «soporte». En la mitología egipcia de la Edad del Bronce, la cúpula del cielo está sostenida precisamente por una roca que brota del centro de una isla. Pudo ocurrir que los griegos conocedores de esa leyenda egipcia la relacionaran con su propia leyenda de Atlas, el gigante que sostiene el mundo sobre su cerviz, y tradujeran el nombre de Creta, Keftiu, como Isla de Atlas, es decir, Atlántida.

La lengua explica también el sentido de la extraña ubicación, en medio del océano, de la mítica Atlántida. Pudiera tratarse simplemente de un despiste de Platón debido a su lectura defectuosa de algún texto que no ha llegado hasta nosotros. La palabra griega «a medio camino» se parece bastante a la que significa «más grande que». Es posible que donde Platón leyó «más grande que Libia y Asia juntas», pusiera en realidad «a medio camino entre Asia y Libia».

En cuanto a la localización de la tierra de los atlantes «más allá de las Columnas de Hércules», quizá Platón se dejó llevar por una tendencia griega a situar todas las historias míticas más allá de los confines del Mediterráneo.

Más dificultad entraña concordar las fechas platónicas con las minoicas. Según el relato de Platón la Atlántida existió unos 9600 años a. de C, época que en términos arqueológicos correspondería al Mesolítico. Sin embargo, la sociedad atlante descrita por Platón se inscribe claramente en una cultura mediterránea de la Edad del Bronce en torno a mediados del segundo milenio a. de C. Si aceptamos la posibilidad de que el relato griego utilizado por Platón provenga de una fuente egipcia, el desfase de fechas pudiera deberse a una lectura defectuosa del pictograma egipcio de la cifra cien, que se confunde fácilmente con el de mil. Aplicando la corrección pertinente resulta que la Atlántida habría sucumbido nueve siglos antes de Solón, fecha bastante razonable que vendría a coincidir con la liquidación del imperio minoico, hacia 1500 a. de C. En el ambiente histórico mediterráneo de este tiempo es plausible que un poder marítimo egeo rivalizara con Atenas y Egipto. Otros datos corroboran esta teoría: si, como dice Platón, el ejército ateniense sucumbió en la catástrofe que destruyó la Atlántida, es evidente que el desastre tuvo que ocurrir relativamente cerca de Grecia porque es impensable que un ejército griego estuviese operando más allá del estrecho de Gibraltar hacia 1500. Tampoco es plausible que la fuente de la Acrópolis ateniense que se secó como consecuencia del cataclismo resultara afectada si la catástrofe hubiera sucedido en medio del Atlántico, a muchos miles de kilómetros de distancia.

Quizá el sentido común ratifique la teoría de una Atlántida minoica sin necesidad de acudir a tan menudas pruebas. Consideremos que las noticias tienen tendencia a aumentar cuando se transmiten oralmente, de padres a hijos. Quizá Platón exageró algo, o concedió crédito a una historia previamente exagerada.

Las pruebas históricas apuntaban a una abrupta decadencia del imperio minoico pero faltaba encontrar sus causas. Así estaban las cosas cuando, en 1932, Spyridón Marínalos, a la sazón jefe del servicio arqueológico griego, se encontraba excavando cerca de Heraklion y no dejaba de interrogarse sobre las causas de la súbita decadencia minoica. Un potente muro desplomado que encontró en Amissos le hizo sospechar que la causa de caída pudo ser el impacto de una ola gigantesca provocada por la explosión de la isla de Thera, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Era sólo una hipótesis, pero si lograba probarla quedaría demostrado que la leyenda de la Atlántida se había inspirado en el fin del imperio minoico. El asunto era tan complejo que no dudó en recabar la ayuda de un equipo interdisciplinar que incluía a los geólogos B. C. Heenen y Ninkovitch y, a partir de 1966, a A. Galanopoulos, jefe del gabinete sismológico de la Universidad de Atenas. Éste señaló la causa de la súbita destrucción del imperio minoico «en un día y una noche» como la Atlántida de Platón: fue debida a una devastadora explosión volcánica que ocurrió en la isla de Thera, conocida también en la Antigüedad como Kalliste («la más perfecta») y Strongyle («la redonda»). Hoy se llama Santorinos y está, lo que quedó de ella, a ochenta millas de Creta.

El interés científico por la explosión de Thera comienza en el año 1879, cuando apareció el libro de F. Fouqué, Santorin et ses éruptions, que describe el volcán peleano de la isla. Estos volcanes manan una lava tan espesa que tiende a taponar la chimenea de manera que la erupción se produce por violenta explosión de gases y sustancias comprimidos en la caldera. A la explosión sigue un diluvio de rocas o pumitas de piedra pómez, y un flujo de lava.

¿Qué ocurrió en Thera? Antes de la erupción que la destruyó, era una isla de unos dieciséis kilómetros de diámetro en cuyo centro se erguía una montaña volcánica de lava solidificada de un kilómetro y medio de altura. Hacia el año 1470 a. de C. (la fecha se deduce del análisis por radiocarbono de un trozo de madera que quedó engastado en la lava) la montaña, sometida a enorme presión, estalló. Más de veintidós kilómetros cúbicos de rocas saltaron por los aires. Se calcula que volaron ciento diez kilómetros cuadrados, unos dos tercios de la isla, y que el estampido de la explosión fue percibido en Escandinavia. La materia expulsada por el volcán, en forma de chorro de magma incandescente, piedra pómez y ceniza, cubrió la parte restante de la isla. Casas y cultivos quedaron sepultados debajo de un enorme sedimento de sesenta metros de espesor. Estos materiales son hoy cantera inagotable de puzolana.

La ola que levantó la explosión de Thera alcanzó unos cien metros de altura. Éste debió ser el «toro venido del mar» que derrotó a los reyes minoicos. Podemos imaginarnos lo que supuso esta catástrofe porque en 1883 se produjo una explosión similar, aunque no tan violenta, en el volcán de Krakatoa, una isla del Pacífico situada entre Sumatra y Java. La erupción del Krakatoa originó una ola de treinta y seis metros de altura que arraso aldeas costeras a cientos de kilómetros del lugar Produciendo unas cuarenta mil víctimas. La explosión, cuyo estampido se percibió a cuatro mil kilómetros de distancia, en la ciudad australiana de Alice Spring, levantó una nube de gases y cenizas tan potente que incluso en Europa, situada en la otra parte del globo terráqueo, se alteró el color de los ocasos (el sol y la luna aparecían verdiazules) y las aguas del canal de la Mancha se elevaron cinco centímetros. Las costras de lava arrojadas por el volcán cubrieron Sumatra y Java. Las cenizas oscurecieron vastas extensiones durante tres días, ocasionando violentos cambios climáticos. La piedra pómez flotante en el océano índico era tan abundante que dificultaba la navegación.

Después de la catástrofe, lo que quedaba de la isla volvió a poblarse y aprendió a convivir con el volcán. Al principio Thera y Thirasia formaban un todo, pero una convulsión las separó en 236 a. de C. Hacia 196 a. de C. surgió el islote Hiera; en el año 46 d. de C, el islote Thia, que luego volvió a hundirse y desaparecer. Después de 1570 apareció en el centro del cráter una isla, la Pequeña Kameni, a la que siguió, en 1711, la Gran Kameni, que fue aumentada por el islote Aphroessa en 1866. Kameni significa «quemada». Estas dos islas centrales crecen cada año por elevación del cráter submarino empujado por nuevos materiales. En 1929 y 1956 ocurrieron sendos terremotos que dañaron algunas casas.

La isla Thera-Santorín y las excavaciones de Akrótiri (según Kurt Benesch).

Una de las pinturas murales descubiertas por el profesor Marinatos en Akrótiri (Según L. Palmer).

Hoy la boca del volcán está sumergida y la parte visible de su boca forma el semicírculo de las islas Thera y Thirasia, amén de Aspronisi, que es sólo un islote desierto. Las islas presentan un característico paisaje de roca volcánica roja, ocre y blanca y su torturada orografía que por la parte del cráter se despeña sobre el mar en acantilados vertiginosos. No hay en ellas manantiales: sus cinco mil habitantes dependen del agua que les traen en barco desde Grecia y de la que recogen en cisternas cuando llueve. La vegetación se reduce a pocos árboles y algunos arbustos. Los isleños viven un poco de la agricultura y un poco del turismo culto que acude a la isla por la curiosidad de su origen y por las excavaciones. También viven de la explotación de las canteras de piedra pómez (tefra). Toda la isla está cubierta de una capa de puzolana de un espesor variable entre 30 y 70 centímetros. La piedra se exporta al mundo entero. El canal de Suez, por ejemplo, está recubierto con placas de puzolana de Thera.

Spyridón Marinatos visitó Thera en 1960 y lo que vio le confirmó sus presentimientos. Dos años después, realizó una prospección aérea, desde un helicóptero, de la zona de Bronos, junto a la aldea de Akrótiri, y comenzó a excavar. Los restos arqueológicos confirmaban lo que Marinatos había supuesto. En sucesivas campañas de excavaciones, entre 1967 y 1972, salieron a la luz los restos de una ciudad importante que yacían sepultados bajo veinte metros de escoria volcánica. Allí había vivido, desde el segundo milenio a. de C, una rica comunidad que habitaba en edificios de hasta tres pisos, a veces profusamente decorados con suntuosos frescos. No aparecieron esqueletos ni tesoros como en Pompeya, también destruida por un volcán, seguramente porque sus habitantes advirtieron a tiempo la inminencia de la erupción y pudieron abandonar la isla y ponerse a salvo en Creta. Mientras Marinatos excavaba le iban llegando los informes complementarios del oceanógrafo norteamericano James W. Mayor que confirmaban sus teorías. Este americano era un hombre expeditivo e impaciente que sugirió explorar el yacimiento con excavadoras. Más adelante abandonó la empresa desilusionado al comprobar que lo que creyó ser su soñada Atlántida era un simple establecimiento minoico.

Durante unos años Marinatos desenterró las Casas, las grandes vasijas, las corralizas y los hermosos frescos que habían quedado reservados bajo las cenizas. Prosiguió sus trabajos hasta que en 1974 encontró la muerte, al despeñarse desde un talud de las excavaciones. Su colaborador Christospumas lo sucedió con menos entusiasmo.

Gracias a los trabajos de Marinatos y de sus continuadores podemos trazar un cuadro bastante completo del impacto histórico y medio ambiental que provocó la explosión de Thera. El puerto de Thera, probablemente uno de los principales enclaves estratégicos minoicos, quedó borrado de la faz de la tierra. El maremoto subsiguiente destruyó la flota, las instalaciones portuarias y hasta los pueblos de la costa oriental cretense. La arqueología cretense muestra señales evidentes de esta súbita destrucción: potentes niveles de cenizas volcánicas sobre los restos de habitación humana y muros desplomados en dirección opuesta al mar, como aplastados por la gigantesca ola levantada por la explosión. Solamente se salvó del desastre el palacio de Cnosos, porque está cinco kilómetros tierra adentro.

Ya hemos dicho que la catástrofe ocurrió hacia 1470 a. de C. Después de esta fecha, la actividad política y comercial de los minoicos se redujo a un nivel insignificante. Esto confirma que la explosión de Thera arrasó el poderío marítimo de los minoicos, los diezmó y los condenó al hambre y a la miseria, con las cosechas arrasadas y los campos improductivos a causa de las cenizas. Además dejó a la isla virtualmente indefensa. Las ciudades cretenses carecían de murallas pues confiaban en su potente marina para defenderse de cualquier agresor exterior. Después del desastre, Creta, desprovista de su flota, sucumbió fácilmente ante los invasores micénicos procedentes de Grecia.

El recuerdo de la catástrofe de Thera imprimió recuerdos permanentes en las tradiciones y mitologías del mar Egeo. Los Argonautas fueron víctimas de una lluvia de piedras cuando penetraron en las tinieblas que rodeaban Creta; la leyenda griega de Deucalión se refiere a una inundación ocurrida hacia 1529 a. de C; Plutarco habla de la ola gigante que Poseidón envió contra la isla Lycia; en Samotracia se mantuvo durante siglos la costumbre de sacrificar cada año un animal en los altares que señalaban el máximo avance de la ola en una mítica inundación. Después de todo lo expuesto, la identificación imperio minoico= Atlántida parece sensata y sólidamente fundamentada. Pero el mundo está lleno de soñadores, algunos de ellos atlantólogos que defienden su derecho a imaginar una Atlántida sumergida, inmensos palacios e inescrutables misterios esperando que un arqueólogo afortunado, a lo mejor un loco como Schliemann, venga a desvelarlos. Uno de los que muestran su desacuerdo es S. C. Fredericks cuando señala que «la relación entre Thera y los diálogos platónicos es artificial e innecesaria» y basa su rechazo en que Platón nunca relacionó su Atlántida con Creta ni habló de volcán alguno. Además, Platón se refirió a una inmersión total de la isla y es evidente que un tercio del territorio de Thera quedó a flote, y aún queda, en la isla de Santorinos. Otros argumentan, cargados de razón, que quizá la explosión de Thera y el aniquilamiento del imperio minoico se parezcan mucho al fin de la Atlántida, pero esto no demuestra necesariamente que no existiera otra Atlántida, la verdadera, en el océano. Los partidarios de la isla atlántica aceptan que hacia 1470 a. de C. hubo erupción, hundimiento de islas y maremoto consiguiente en el norte de Creta, pero, aun así, insisten en que la verdadera Atlántida estuvo en el océano. Thera, una ciudad de treinta mil habitantes emplazada en una islita del Egeo, no pudo ser la cabeza de un imperio tan poderoso, argumentan. Por otra parte, si buscamos en el océano, encontramos también islas volcánicas como Tristan da Cunha o el Peñón de San Pablo, si bien tampoco son suficientemente grandes como para albergar poblaciones importantes.

Finalmente hay otros disidentes que dudan sistemáticamente de todo, entre ellos J. Rufus Fears, cuando señala que «no existe ninguna fuente egipcia antigua que hable de un imperio insular marítimo identificable con la Atlántida o con la Creta minoica y el mito de la Atlántida no aparece en otros autores griegos, ni siquiera en los contemporáneos de Platón». Incluso pudo ocurrir que Platón urdiera la fábula inspirándose en un terremoto que ocurrió en su tiempo y que levantó una ola tal que barrió la islita griega de Atalante (topónimo bastante parecido a Atlántida). Quizá Platón conocía el texto de Tucídides en su Guerra del Peloponeso, donde se narra el suceso en términos bastante similares a los que luego él usaría para referirse a la destrucción de la Atlántida: «En las proximidades de la isla de Atalante se produjo una inundación de tal magnitud que arrasó parte del fuerte ateniense que allí había y echó a pique uno de los dos barcos que estaban en la playa».

BIMINI

Dejemos ahora Thera para trasladarnos a la isla americana de Bimini, situada en el archipiélago de las Bahamas, a ciento cincuenta kilómetros de las costas de Florida. El nombre de Bimini nos resulta familiar desde que, en 1968, dos pilotos que sobrevolaban sus costas descubrieron, frente a las playas de la vecina islita de Andros, en aguas poco profundas, las presuntas ruinas submarinas de un edificio formado con grandes sillares cuadrangulares que era perfectamente visible desde el aire debido a las acumulaciones de algas y esponjas que lo silueteaban. Los pilotos, llamados Robert Brush y Trigg Adams, resultaron ser, casualmente, devotos seguidores de las doctrinas de Edgar Cayce (1877-1945), quien, en 1933, estando en estado de trance, profetizó: «Los templos atlantes yacen bajo el fango del mar en Bimini a lo largo de Florida» y declaró que la Atlántida sería descubierta cerca de este lugar en 1968. En América la secta que sigue las doctrinas de Edgar Cayce cuenta con unos veinte mil seguidores que creen a pie juntillas las revelaciones del profeta. Como es natural la noticia del hallazgo causó un tremendo impacto pero Brush rechazó varias ofertas de universidades que querían explorar el lugar y se reservó el derecho de hacerlo personalmente por sus propios medios. Sus conclusiones concitaron la atención de otros fanáticos atlantistas y finalmente la de la prensa sensacionalista: las ruinas de Bimini corresponden a las hileras superiores de los muros del templo de la legendaria Atlántida. El resto se encuentra sepultado en la arena que las mareas han ido acumulando sobre él.

Poco después, Masón Valentine, arqueólogo del Museo de Miami, señaló que al noroeste de Bimini Norte había una formación submarina parecida a la sección de un muro de mampostería y un tramo de calzada de como medio kilómetro de largo.

Todas estas noticias atrajeron la atención de muchos atlantólogos y arqueólogos aficionados en general, lo que inevitablemente condujo a nuevos descubrimientos. Tengamos en cuenta que en la zona de Florida abundan los buscadores de tesoros. Incluso existen empresas comerciales dedicadas a explotar pecios de barcos naufragados, muy abundantes en aquellas aguas (una de ellas dio con los restos del galeón Santa María de Atocha y rescató sus tesoros).

Las estructuras submarinas de Bímini,(según D. Rebikoff).

Muy pronto surgió toda una literatura sobre los misterios de Bimini. Se hablaba de templos y puertos sumergidos, de caminos construidos con enormes losas, e incluso de ciudades enteras cubiertas por las aguas hace ocho o diez mil años. Los libros y artículos en torno al tema se ilustraban con borrosas fotografías y claros diagramas de muros, arcos y columnas. ¿Era la Atlántida? ¿Yacía la Atlántida bajo las aguas del Caribe o pertenecían aquellos vestigios a una civilización distinta que existió incluso antes de que se formara el estrecho de Florida?

La comunidad científica reaccionó con el previsible escepticismo, ignorando los presuntos descubrimientos o sugiriendo el origen natural de las presuntas ruinas.

Los que aceptan que en Bimini hay una ciudad sumergida no se ponen de acuerdo sobre su origen. Los seguidores de Edgar Cayce sostienen que se trata de la Atlántida pero otros piensan que lo que se ha encontrado es un puesto avanzado de la civilización maya, una fortificación de los colonizadores españoles hundida por la erosión o incluso una corraliza construida en el mar para el cultivo de productos marinos. En estas especulaciones se excluye que lo que hay sea obra de los indios del Caribe, porque ellos no construían en piedra.

¿Cómo ha podido hundirse una ciudad? La costa, como es sabido, sufre cambios y a veces el mar invade espacios que antes fueron tierra firme. En el Mediterráneo es frecuente el espectáculo de puertos e incluso pueblecitos enteros sumergidos junto a la costa.

En 1971 Harrison lanzó un jarro de agua fría sobre los entusiasmados atlantistas al señalar el origen natural de los bloques calizos que suponían sillares ciclópeos y que lo que parecían muros y columnas eran en realidad formaciones rocosas naturales porque la naturaleza, como es sabido, imita al arte. El alto contenido cálcico del agua marina combinado con la circulación y evaporación de la zona favorece la formación de este tipo de bancos de caliza con sus características fracturas rectas. Las laminaciones sedimentarias, que coinciden de un bloque a otro y son siempre paralelas a la costa, demuestran que se trata de una formación natural. Harrison adujo, además, que algunos de estos bloques calizos contienen en su interior trozos de botellas y otra basura playera de origen claramente reciente. En cuanto a las estructuras que se habían tomado por fustes de columnas no eran sino bloques cilíndricos de cemento procedentes de barriles de madera llenos de este material que en tiempos recientes fueron arrojados al mar cerca de la entrada del puerto. Estas razones no desanimaron a los fervientes atlantólogos. En 1975 y 1976 las dos expediciones Poseida exploraron el fondo submarino y buscaron en vano cierta extraña columna estriada que un submarinista había fotografiado en 1957.

En 1978 Shinn completó la visión desmitificadora de Harrison al anunciar que la llamada «carretera de Bimini» no era sino un tramo del lecho rocoso de la playa. Su disposición geométrica en forma de estrecha formación que se alarga paralelamente a la costa es consecuencia del régimen de las mareas de la zona.

Naturalmente estas explicaciones que reducen a meros fenómenos naturales las curiosas formaciones geométricas de Bimini no son tenidas en cuenta por los partidarios de la Atlántida ni por los agentes turísticos de la zona. El misterio de Bikini es un poderoso imán que atrae muchedumbres de turistas aficionados al misterio, a la arqueología y a lo exótico. ¿Por qué viajar hasta Europa u Oriente Medio en busca de civilizaciones desaparecidas si se tienen al alcance de la mano en Estados Unidos, sin salir de casa? «Bucee sobre la carretera perdida de la Atlántida», propone un folleto turístico. En las librerías de los hipermercados de Florida abundan los libros y folletos de historia-ficción que ilustran a los veraneantes sobre los misterios de Bimini, sobre la Atlántida y sobre las navegaciones precolombinas a América, los fenicios, los vikingos, los egipcios, etc.

TRIÁNGULO DE LAS BERMUDAS

Los atlantólogos que atribuyen a los atlantes las presuntas construcciones de Bimini establecen a veces cierta relación entre los secretos de la Atlántida y las misteriosas desapariciones de barcos y aviones que se supone que ocurren en el llamado «triángulo de las Bermudas», una zona comprendida entre las Bermudas, la Florida y las Antillas. El submarinista buscador de tesoros Ray Brown asegura haber descubierto allí las ruinas de una ciudad sumergida en cuyo centro había una pirámide. La noticia atrajo varias expediciones financiadas por millonarios excéntricos, entre ellos el griego Ari Marshall, que han intentado dar con estos vestigios. Un reportaje aparecido en 1978 en algunas revistas del ramo ofrece borrosas imágenes submarinas, como captadas a gran profundidad, de una especie de perfil piramidal.

¿Estamos a punto de descubrir la Atlántida? Puestos a creerlo no hay mayor inconveniente en admitir que el descubrimiento del completamente fabuloso Mu puede estar también a la vuelta de la esquina. A finales de los años sesenta Robert J. Menzies, profesor del laboratorio marino de la Universidad de Duke, andaba fotografiando moluscos con una cámara submarina a cincuenta y cinco millas de la costa del Callao, en Perú, cuando encontró columnas talladas e inscritas. El yacimiento se encontraba a gran profundidad y constaba de columnas de medio metro de diámetro que sobresalían del barro del fondo más de un metro. También fotografió lo que parecía un sillar perfectamente tallado. Como las presuntas ruinas estaban en el Pacífico supuso que pertenecían a Mu.

¿Ciudades sumergidas o simples estructuras naturales que despistan a crédulos submarinistas? ¿Existió la Atlántida? Ninguna de las pruebas aducidas por sus partidarios parece resistir un examen serio. Quizá fue solamente una invención de Platón para hacernos creer que la utopía política que propone en su famoso tratado La República había sido ya experimentada con éxito. Quizá pretendía enseñarnos que la historia humana es cíclica, que las civilizaciones ascienden y luego decaen. O quizá simplemente quería contrastar atenienses y atlantes elevándolos a la categoría de símbolo, para explicar lo que sería bueno o malo para Atenas: malo si Atenas se convierte en un Estado dominado por marinos y mercaderes; bueno si continúa siendo una sociedad rural de ganaderos y agricultores.

No está a nuestro alcance desentrañar el grado de invención que Platón introdujo en su historia de los atlantes pero desde luego tenemos que convenir, con Ramage, en que «resulta irónico que Platón, el filósofo que constituye el centro de nuestra tradición intelectual, haya apadrinado una creencia tan irracional».

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