El sol estaba ya alto cuando Lil y Folavril salieron de la casa. Iban las dos muy bien vestidas. Quizá un poco llamativas, pero con gusto. Al final, habían dejado las maletas, demasiado pesadas, en la habitación de Lil. Mandarían a alguien a por ellas. Lil llevaba un vestido de lana de color azul malva ajustado al pecho y a las caderas; un largo corte a un lado de la falda ponía al descubierto las medias de color gris humo. Zapatos azules con un lazo, un gran bolso de ante del mismo color y un manojo de plumas prendido en sus rubios cabellos completaban su atuendo. Folavril llevaba un traje sastre negro, muy clásico, y una blusa de espumosa chorrera, amén de largos guantes negros y un sombrero negro y blanco. Era difícil que pasaran inadvertidas; pero en el Cuadrado no había más que la máquina, siniestra en el cielo vacío. Pasaron cerca, movidas por un último impulso de curiosidad. La fosa a la que habían ido a parar los recuerdos abría su boca oscura; inclinándose, vieron que un líquido oscuro la llenaba casi del todo. En el metal de los montantes empezaban a ser visibles las huellas de la corrosión, extrañamente profundas. En el terreno que Wolf y Lazuli habían despejado para instalar la máquina empezaba a crecer de nuevo la hierba roja.
—No durará mucho tiempo —dijo Folavril.
—No —dijo Lil—. Otra cosa en la que habrá fracasado.
—Puede que haya conseguido lo que quería —observó Folavril, ausente.
—Sí —dijo Lil, distraída—. Puede ser. Vámonos.
Reemprendieron el camino.
—Vamos a ir a algún espectáculo, tan pronto como lleguemos —dijo Lil—. Hace meses que no salgo.
—¡Oh, sí! —dijo Folavril—; Tengo realmente ganas. Y luego nos buscaremos un bonito apartamento.
—¡Dios mío! —dijo Lil—. ¿Cómo hemos podido vivir tanto tiempo con hombres?
—Ha sido cosa de locos —admitió Folavril.
Sus tacones repiquetearon sobre el asfalto de la carretera cuando hubieron franqueado el muro del Cuadrado. El vasto cuadrilátero seguía desierto, y la gran máquina de acero se iba desmoronando lentamente, a merced de las tempestades del cielo. A pocos centenares de pasos hacia el oeste yacía el cuerpo de Wolf, desnudo y casi intacto. Su cabeza, doblada sobre su hombro en un ángulo inverosímil, parecía independiente del torso. Nada había podido quedar en sus ojos abiertos. Estaban vacíos.