—¿Qué —dijo Lil—, hacemos las maletas?
—Hagámoslas —dijo Folavril.
Estaban sentadas en la cama, en la habitación de Lil. Tenían aspecto de cansadas. Las dos.
—Y a partir de ahora, basta de hombres serios —dijo Folavril.
—Sí —dijo Lil—. A partir de ahora, sólo frívolos redomados. Que sepan bailar, que vistan bien, que vayan bien afeitados y que lleven calcetines de seda de color rosa.
—Para mí de color verde —dijo Folavril.
—Y coches de veinticinco metros de largo.
—Sí —dijo Folavril—. Y haremos que se arrastren.
—De rodillas. Y cuerpo a tierra. Y nos comprarán visones, y puntillas, y joyas, y criadas.
—Con delantales de organdí.
—Y no los querremos —dijo Lil—. Y haremos que se den cuenta. Y no les preguntaremos nunca de dónde sale su dinero.
—Y si son inteligentes —dijo Folavril—, los plantamos.
—Será maravilloso —se admiró Lil.
Se levantó y salió un momento. Volvió con dos maletas enormes.
—Ten —dijo—. Una para cada una.
—Pero si no tengo con qué llenarla —aseguró Folavril.
—Yo tampoco —admitió Lil—, pero impresionan. Y si no están llenas tanto mejor, pesarán menos.
—¿Y Wolf? —preguntó de pronto Folavril.
—Lleva dos días fuera —dijo Lil, con perfecta calma—. No volverá. Además, ya no lo necesitamos.
—Mi sueño —dijo Folavril, pensativa—, mi sueño dorado es casarme con un pederasta cargado de dinero.