CAPÍTULO XXXIII

Cuando la puerta de la cabina se hubo cerrado tras él, Wolf sintió que una angustia terrible le oprimía; jadeaba; el aire endurecido penetraba apenas en sus ávidos pulmones; un cerco de hierro se estrechaba en torno a sus sienes. Le pasaron por la cara unos hilos ligeros y, de repente, se encontró en el agua cargada de arena de la playa. Por encima de él, vio la membrana azul del aire, y nadó desesperadamente; una silueta enfundada en seda blanca le rozo. Por un reflejo elemental, se pasó la mano por los cabellos antes de salir a la superficie. Emergió chorreante y ya casi sin aire; frente a él, vio la sonrisa y los cabellos rizados de una chica morena a la que el sol había dado un color de oro oscuro. Nadaba a rápidas brazadas hacia la orilla; Wolf dio media vuelta y la siguió. Advirtió que las dos viejas ya no estaban allí. Sin embargo, a poca distancia, en medio de la playa, había una pequeña garita en la que no había reparado hasta entonces. Se ocuparía de ella más tarde. Hizo pie en el suelo amarillo y se acercó a la chica. Estaba arrodillada en la arena desabrochándose el bañador por la espalda para tomar más el sol. Wolf se dejó caer a su lado.

—¿Dónde está su placa de cobre? —preguntó.

Ella extendió su brazo izquierdo.

—La llevo en la muñeca —dijo—. Es menos oficial. Me llamo Carla.

—¿Viene para terminar la entrevista? —preguntó Wolf, con un dejo de amargura.

—Sí —dijo Carla—. Quizá me diga usted a mí lo que no ha querido decirles a mis tías.

—¿Esas dos mujeres eran tías suyas? —preguntó Wolf.

—Se les ve en la cara —dijo Carla—. ¿No le parece?

—Son unas pesadas insoportables —dijo Wolf.

—Vaya —dijo Carla—, en otros tiempos era usted más afectuoso.

—Son unas viejas guarras —dijo Wolf.

—¡Oh! —dijo Carla—. Exagera usted. No le han preguntado nada indecente…

—Se morían de ganas —dijo Wolf.

—¿Quién es entonces merecedor de su afecto? —pregunto Carla.

—Ya no lo sé —dijo Wolf—. Había un pájaro, en el rosal enredadera de mi ventana, que me despertaba todas las mañanas dando golpecitos en el cristal con el pico. Había un ratón gris que por las noches se paseaba a mi alrededor y se comía el azúcar que le dejaba en la mesilla de noche. Había una gata negra y blanca que no se separaba de mí y que iba a avisar a mis padres si yo me subía a un árbol demasiado alto…

—Sólo animales —contestó Carla.

—Es la razón por la que quise hacer feliz al senador —explicó Wolf—. Por el pájaro, el ratón y el gato.

—Dígame —preguntó Carla—, ¿no le apenaba, cuando estaba enamorado de una chica… quiero decir cuando sentía alguna pasión… no poseerla?

—Me apenaba —dijo Wolf—, pero luego dejó de hacerlo, porque pensé que era mezquino sentir un dolor que no llevara a la muerte, y ya estaba harto de ser mezquino.

—Se resistía usted a sus deseos —dijo Carla—. Es curioso… ¿por qué no se dejaba llevar?

—Mis deseos ponían siempre en juego a alguien más —dijo Wolf.

—Y, claro está, usted no ha sabido nunca leer en una mirada.

La miraba, tan cerca de él, fresca, dorada, pestañas rizadas que daban sombra a sus ojos amarillos. A esos ojos en los que ahora leía como en un libro abierto.

—El libro —dijo para deshacerse de la atracción que sentía— no tiene por qué estar escrito en un idioma que uno entiende.

Carla se rió sin volver la cabeza; su expresión había cambiado. Ahora era ya demasiado tarde. Era evidente.

—Siempre pudo usted resistirse a sus deseos —dijo—. Y sigue pudiendo. Por eso morirá usted decepcionado.

Se levantó, se desperezó y entró en el agua. Wolf la siguió con la mirada hasta el momento en que su cabeza morena desapareció bajo el azul del mar. No entendía nada. Esperó un poco.

No volvió a salir.

Se levantó a su vez, atónito. Pensaba en Lil, su mujer. ¿Qué había sido para ella, sino un extraño, un muerto en vida? Wolf caminaba, lánguido, por la blanda arena. Vacío, decepcionado de sí mismo. Iba con los brazos colgando, sudando bajo el sol atroz. Una sombra se dibujaba ante él. La sombra de una garita.

Se refugió en ella. La garita estaba horadada por una ventanilla detrás de la cual descubrió a un funcionario decrépito, con un sombrero de paja amarilla, cuello duro y una pequeña corbata negra.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el viejo.

—Espero a que me interrogue —dijo Wolf maquinalmente, apoyándose en la ventanilla.

—Tiene que pagarme la tarifa —dijo el funcionario.

—¿Qué tarifa? —preguntó Wolf.

—Se ha bañado usted, o sea que tiene que pagar la tarifa.

—¿Con qué? —dijo Wolf—. No tengo dinero.

—Tiene que pagarme la tarifa —repitió el otro.

Wolf se esforzó por reflexionar. La sombra de la garita era un alivio. Éste sería, sin duda alguna, el último interrogatorio. O el penúltimo, al diablo con el plan.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—¿Y la tarifa? —preguntó el otro a su vez.

Wolf se echó a reír.

—No hay tarifa que valga —dijo—. Si quiero me marcho sin pagar.

—No —dijo el otro—. No está usted solo. Todo el mundo paga la tarifa, y hay que hacer lo que todo el mundo.

—¿Usted para qué sirve? —preguntó Wolf.

—Para cobrar la tarifa —dijo el viejecito—. Cumplo con mi trabajo. ¿Ya ha cumplido usted con el suyo? ¿Para qué sirve, usted?

—Me basta con existir… —dijo Wolf.

—De ninguna manera… —respondió el viejo—. Hay que trabajar.

Wolf empujó violentamente la garita. No se tenía muy bien.

—Oiga —dijo Wolf—, antes de que me vaya. Los últimos capítulos del plan están muy bien, pero se los regalo. Voy a cambiar unas cuantas cosas.

—Trabajar —repitió el viejo—. Necesario.

—Si no hay trabajo no hay paro —dijo Wolf—. ¿Es verdad o no es verdad?

—La tarifa —dijo el viejo—… Pague la tarifa. No interprete el asunto a su manera.

Wolf se rió con sarcasmo.

—Voy a dejarme llevar por mis instintos —dijo, enfático—. Por primera vez. No, es cierto, será la segunda vez. La primera rompí una ensaladera de cristal. Va a ver usted cómo se desata una de las pasiones que han dominado mi existencia: el odio a lo inútil.

Apuntaló los pies en el suelo, hizo un violento esfuerzo y volcó la garita. El viejecito seguía sentado en su silla con su sombrero de paja.

—Mi garita —dijo.

—Su garita está por los suelos —respondió Wolf.

—Esto le traerá problemas —dijo el viejo—. Voy a hacer un informe.

La mano de Wolf se abatió sobre la base del cuello del viejo, que gimió. Wolf le obligó a levantarse.

—Venga —dijo—. Vamos a hacer el informe juntos.

—Déjeme —protestó el viejo, forcejeando—. Déjeme en paz inmediatamente o llamo a alguien.

—¿A quién? —preguntó Wolf—. Venga conmigo. Caminemos un poco. Cada uno tiene que cumplir con su trabajo. El mío es, por lo pronto, llevármelo a usted de aquí.

Avanzaban por la arena. Los dedos de Wolf se crispaban como zarpas en el cuello del encorvado viejo, cuyos botines tropezaban con frecuencia. Un sol de plomo caía como una mole sobre Wolf y su compañero.

—Por lo pronto, llevármelo —repitió Wolf—. Luego… tirarle al suelo.

Así lo hizo. El viejo gemía de miedo.

—Porque es usted un inútil —dijo Wolf—. Y me molesta. Y ahora voy a deshacerme de todo lo que me molesta. De todos los recuerdos, De todos los obstáculos. En vez de doblegarme, de hacer esfuerzos de superación, de embrutecerme… de desgastarme… Me horroriza desgastarme con todo eso… porque me desgasto, ¡se entera! —aulló—. Soy más viejo que usted.

Se arrodilló junto al viejo, que le miraba con ojos de terror, abriendo las mandíbulas como pez fuera del agua. Y entonces cogió un puñado de arena y lo introdujo en la boca desdentada.

—Uno por la infancia —dijo.

El viejo escupió, babeó y se atragantó.

Wolf cogió un segundo puñado.

—Uno por la religión.

Al tercero el viejo empezaba a palidecer.

—Uno por los estudios —dijo Wolf—. Y uno por el amor. Y por Cristo que se lo traga todo.

Con la mano izquierda clavó al suelo al miserable desecho, que se ahogaba ante él emitiendo borborigmos apagados.

—Y otra más —dijo remedando al señor Perle—, por su actividad en cuanto célula de un cuerpo social…

Su mano derecha, cerrada en un puño, apretó la arena por entre las encías de su víctima.

—En cuanto a la última —concluyó Wolf—, la reservo para sus eventuales inquietudes metafísicas.

El otro había dejado de moverse. El último puñado de arena se esparció por su cara ennegrecida, amontonándose en las cuencas profundas, cubriendo los ojos inyectados en sangre, desorbitados.

Wolf le miraba.

—Qué más solo que un muerto… —murmuró—. Pero ¿qué más tolerante? ¿Qué más estable…? Eh, señor Brul… y ¿qué más amable? ¿Qué más adaptado a su función… más libre de toda inquietud? —Se interrumpió y se levantó.

»El primer paso consiste en deshacerse de lo que a uno le molesta —dijo—, y convertirlo en cadáver. Es decir, en algo perfecto, porque no hay nada más perfecto ni más acabado que un cadáver.

»Es lo que se llama una operación fructífera. Dos pájaros de un tiro.

Wolf caminaba, y el sol había desaparecido. Del suelo brotaba una bruma lenta, que se arrastraba en grises jirones. Pronto dejó de verse los pies. Sintió que el suelo se endurecía, hasta dar paso a la roca viva.

—Un muerto —proseguía Wolf— está bien. Está completo. No tiene memoria. Está acabado.

No se está completo hasta que se está muerto.

El suelo se inclinaba en una empinada pendiente. Ahora hacía viento, y se disipó la bruma.

Wolf, encorvado, luchaba y seguía trepando, ayudándose con las manos para avanzar. Era ya casi de noche, pero distinguió por encima de él una muralla de roca cortada a pico a la que se aferraban hierbas trepadoras.

—Claro que bastaría con esperar, para olvidar —dijo Wolf—. También se conseguiría. Pero pasa lo de siempre… hay gente que no puede esperar.

Estaba casi pegado a la pared vertical y ascendía lentamente. Se enganchó una uña en una hendidura de la roca. Retiró la mano de un golpe seco. Le empezó a sangrar el dedo, y en el interior la sangre latía precipitadamente.

—Y cuando no se puede esperar —dijo Wolf—, y cuando uno se molesta a sí mismo, ya tiene el motivo y la excusa, y si se deshace entonces de lo que le molesta… de sí mismo… alcanza la perfección. Un círculo que se cierra.

Sus músculos se contraían en esfuerzos insensatos, y seguía subiendo, pegado a la pared como una mosca. Plantas de afiladas garras desgarraban su cuerpo por todos, lados. Jadeando, agotado, Wolf se acercaba a la cumbre.

—Un fuego de enebro… en una chimenea de ladrillos pálidos… —alcanzó a decir.

En ese momento llegó a la cima de la pared rocosa y sintió, como en sueños, el frío de la cabina de acero en sus dedos y el azote del viento en su cara. Desnudo en el aire helado, temblaba, y le castañeteaban los dientes. Una ráfaga más violenta estuvo a punto de hacerle perder pie.

—Cuando yo quiera… —gruñó, apretando los dientes—. Siempre he podido resistir a mis deseos…

Abrió las manos, su rostro se apaciguó y sus músculos se relajaron.

—Pero muero por haberlos agotado…

El viento lo arrancó de la cabina, y su cuerpo cayó remolineando por los aires.