CAPÍTULO XXXI

Al llegar al borde del agua, Wolf respiró profundamente el aire salado y se desperezó. El océano, móvil y calmo, y la arena lisa se extendían hasta perderse de vista. Wolf acabó de desnudarse y entró en el mar. Era cálido y relajante, como un terciopelo beige y grisáceo bajo sus pies desnudos. Se metió más adentro. El fondo tenía una inclinación casi inapreciable, y tuvo que andar mucho tiempo para que el agua le llegara a los hombros. Era pura y transparente; veía sus pies blancos más grandes de lo que eran en realidad, y sus pasos levantaban pequeñas nubes de arena.

Luego se puso a nadar, con la boca entreabierta para saborear la sal ardiente, y sumergiéndose de vez en cuando para sentirse entero dentro del mar. Estuvo retozando un buen rato; luego volvió hacia la orilla. Junto a su ropa había ahora dos formas negras, inmóviles, sentadas en sillas de tijera con pies amarillos. Como estaban de espaldas, no tuvo reparo en salir desnudo y acercarse a ellas para volverse a vestir. Apenas estuvo presentable, las dos ancianas se dieron la vuelta, como advertidas por un instinto secreto.

Llevaban deformes sombreros de paja negra, y chales descoloridos como los que acostumbran llevar las viejas en la playa. Cargaban las dos con bolsos de labor de punto de cruz con cierres de imitación concha dorada. La más vieja llevaba medias de algodón blanco y zapatos con los tacones torcidos, estilo Carlos IX, de un sucio color gris. La otra calzaba unas viejas zapatillas, y bajo sus medias de hilo negro se veían vendas para las varices. Entre las dos Wolf descubrió una pequeña placa de cobre. La de los zapatos planos se llamaba señorita Héloïse; la otra, señorita Aglaé. Las dos llevaban quevedos de acero azul.

—¿Es usted el señor Wolf? —dijo la señorita Héloïse—. Somos las encargadas de interrogarle.

—Sí —corroboró la señorita Aglaé—, de interrogarle.

Wolf hizo un gran esfuerzo de memoria para recordar el plan, que ya se le había ido de la cabeza, y tembló horrorizado.

—De interrogarme… ¿sobre el amor?

—Exacto —dijo la señorita Héloïse—, somos especialistas.

—Especialistas —recalcó la señorita Aglaé.

Se dio cuenta a tiempo de que enseñaba un poco demasiado los tobillos y, púdicamente, se bajó el vestido.

—No puedo decirles nada… —murmuró Wolf—. Jamás me atrevería…

—Oh —dijo Héloïse—, podemos oírlo todo.

—¡Todo! —aseguró Aglaé.

Wolf miró la arena, el mar y el sol.

—No iremos a hablar de esto en la playa —dijo.

Y, sin embargo, había sido en la playa donde había experimentado sus primeros asombros.

Pasaba con su tío por delante de las casetas cuando salió una joven. Wolf no creía que fuera normal detenerse a mirar a una mujer que tenía por lo menos veinticinco años, pero su tío se volvió, complacido, e hizo un comentario sobre la belleza de las piernas de la chica en cuestión.

—¿En qué te basas para decir esto? —preguntó Wolf.

—Salta a la vista —dijo su tío.

—Soy incapaz de darme cuenta —dijo Wolf.

—Ya verás como cuando seas mayor sabrás de qué va —dijo su tío.

Era preocupante. Quizá llegaría el día en que, al levantarse, podría decir: ésta tiene las piernas bonitas, ésta no. ¿Y qué se sentía, al pasar de la categoría de los que no saben a la de los que saben?

—Veamos —dijo la voz de la señorita Aglaé, reclamándolo al presente—. A usted le gustaron siempre las niñas de su misma edad, ¿no?

—Me turbaban —dijo Wolf—. Me gustaba tocarles los cabellos y el cuello. No me atrevía a más. Todos mis amigos me cuentan que a los diez o doce años ya sabían lo que era una mujer; yo debía de estar muy atrasado, o quizá no tuve oportunidades. De todos modos, me parece que aunque lo hubiera sabido me habría abstenido voluntariamente.

—¿Y por qué? —preguntó la señorita Héloïse.

Wolf reflexionó un poco.

—Escuchen, —dijo—, tengo miedo de perderme en todo esto. Si me lo permiten, voy a pensarlo un momento.

Le esperaron pacientemente. La señorita Héloïse sacó de su bolso una caja de pastillas verdes y le ofreció una a Aglaé, que la aceptó. Wolf la rehusó.

—Esta es, en líneas generales —dijo Wolf—, la evolución de mis relaciones con las mujeres hasta que me casé. En principio, las deseé siempre… sin ninguna duda, pero no me acuerdo de la primera vez que me enamoré… Debe de haber sido hace mucho tiempo… Tenía cinco o seis años y no recuerdo quién era… Una señora vestida de noche que vi fugazmente en una fiesta que daban mis padres.

Se rió.

—No me declaré aquella noche —dijo—. Ni tampoco en las siguientes ocasiones. Y tantas veces como las deseé… me parece que yo era algo complicado, pero me fascinaban algunos detalles. La voz, la piel, los cabellos… Una mujer es algo muy hermoso.

La señorita Héloïse carraspeó, y la señorita Aglaé adoptó a su vez una expresión de modestia.

—También los pechos me impresionaban —dijo Wolf—. Por lo demás, mi… despertar sexual, por así decirlo, no se produjo hasta los catorce o quince años. A pesar de las crudas conversaciones con mis compañeros del instituto, mis conocimientos seguían siendo bastante vagos… yo… saben, señoritas, que todo esto me hace sentir incómodo.

Héloïse lo tranquilizó con un gesto.

—Le repito —dijo— que estamos preparadas para oír lo que sea.

—Hemos sido enfermeras… —añadió Aglaé.

—En ese caso, prosigo —dijo Wolf—. Más que nada, lo que deseaba, era restregarme contra ellas, tocarles los pechos y las nalgas. El sexo no tanto. Soñé con mujeres muy gordas sobre las que habría estado como sobre un edredón. Soñé con mujeres musculosas, con negras. Oh, supongo que todos los niños han pasado por eso. Pero el beso desempeñaba en mis orgías imaginarias un papel más importante que el acto propiamente dicho… debo aclarar que le atribuía al beso un campo de acción muy amplio.

—Bien, bien —dijo rápidamente Aglaé—, ya sabemos una cosa: le gustaban las mujeres. ¿Y en qué se tradujo este hecho?

—No vaya usted tan aprisa —protestó Wolf—. Me reprimían… tantas cosas…

—¿Fueron realmente tantas? —dijo Héloïse.

—Una locura —suspiró Wolf—. Y tantas cosas estúpidas… fueran reales o simples pretextos. Sobre todo pretextos. Mis estudios, por ejemplo… intentaba convencerme a mí mismo de que eran más importantes.

—¿Y lo sigue creyendo? —dijo Aglaé.

—No —respondió Wolf—, pero no me hago ninguna ilusión. Si hubiera abandonado los estudios, ahora lo lamentaría tanto como lamento haberles dedicado demasiado tiempo. Y luego estaba el orgullo.

—¿El orgullo? —preguntó Héloïse.

—Cuando veo a una mujer que me gusta —dijo Wolf—, jamás se me ocurrirá decírselo. Puesto que considero que si yo la deseo, alguien debe haberla deseado antes que yo… y me horroriza pensar que podría ocupar el lugar de alguien que, sin duda, es tan amable como yo.

—¿Y dónde ve el orgullo? —dijo Aglaé—. Mi querido amigo, en esto no veo otra cosa que modestia.

—Yo entiendo lo que quiere decir —explicó Héloïse—. Menuda idea, en efecto, pensar que si usted la deseaba otros tenían que haberla deseado también… era tomar su opinión por un juicio universal, y acordarle a su gusto una garantía de perfección.

—Y sin embargo, lo pensaba —admitió Wolf—, y creía, a pesar de todo, que mi opinión era tan válida como la de otro.

—Se complacía en ello —dijo Héloïse.

—Es lo que le acabo de decir —dijo Wolf.

—¡Qué procedimiento tan extraño! —prosiguió Héloïse—. ¿Y no habría sido más fácil, si una mujer le gustaba, decírselo abiertamente?

—Llegamos con esto al tercero de mis motivos-pretextos para reprimirme —dijo Wolf—. Si encuentro a una mujer que me guste, mi primer impulso es, en efecto, decírselo abiertamente. Pero supongamos que le diga: «¿Quiere usted hacer el amor conmigo?». ¿Cuántas mujeres, me contestarían con la misma franqueza? Si su respuesta fuera «sí» o «no», todo sería muy fácil… pero siempre contestan con evasivas… o se hacen las puritanas…, o se ríen.

—Si una mujer le hace la misma pregunta a un hombre —protestó Aglaé—, ¿acaso éste reacciona con mayor honestidad?

—Un hombre siempre acepta —dijo Wolf.

—De acuerdo —dijo Héloïse—, pero no confunda la franqueza con la brutalidad… su manera de expresarse es un poco… brusca, en su ejemplo.

—Les aseguro —dijo Wolf— que la misma pregunta, formulada con la misma claridad, pero con mayor cortesía, que es lo que usted parece echar de menos, no obtendría tampoco una respuesta concreta.

—Es que hay que ser galante… —dijo Aglaé, coqueta.

—Oigan —dijo Wolf—, jamás he abordado a una desconocida, estuviera ella bien dispuesta o no, porque opino que tiene tanto derecho como yo a elegir, por una parte, y por otra porque siempre me ha horrorizado la idea de hacer la corte a una persona según el procedimiento típico, que consiste en hablarle del claro de luna, del misterio de su mirada y de la profundidad de su sonrisa.

»Qué quieren que les diga, yo, en estos casos, pensaba en sus pechos, en su piel… o me preguntaba si desnuda resultaría ser una rubia auténtica. En cuanto a lo de ser galante… si se admite la igualdad entre la mujer y el hombre, basta con ser cortés, y no hay ninguna razón para tratar a una mujer con más cortesía que a un hombre. No, no son sinceras.

—¿Cómo podrían serlo, en una sociedad que las menosprecia?

—Es usted un insensato —le recriminó Aglaé—. Pretende usted tratarlas como habría que tratarlas sino estuvieran condicionadas por siglos de esclavitud.

—Puede ser que sean iguales a los hombres —dijo Wolf—, y eso pensaba yo cuando deseaba que eligieran como yo elegía, pero, por desgracia, están acostumbradas a otros métodos. No saldrán jamás de esta esclavitud si no empiezan por comportarse de otro modo.

—Todo aquel que empieza algo nuevo tiene que enfrentarse a muchas dificultades —dijo Aglaé, sentenciosa—, tuvo usted ocasión de comprobarlo cuando intentó tratarlas como las trató; y, sin embargo, tenía usted razón.

—Si —dijo Wolf—. Todos los profetas cometen el mismo error: tener razón. La prueba es que los descuartizan.

—Pero tiene usted que reconocer —dijo Héloïse— que, a pesar de su disimulo, que quizás sea real, pero que está, se lo repito, plenamente justificado; todas las mujeres son lo bastante sinceras como para hacerle comprender, llegado el caso, que usted les gusta…

—¿Ah, sí? —dijo Wolf—. ¿Y cómo lo hacen?

—Con la mirada —dijo Héloïse, lánguida.

Wolf soltó una risita seca.

—Perdóneme —contestó—, pero en la vida he podido leer mensaje alguno en una mirada.

Aglaé le miró con severidad.

—Diga más bien que no se ha atrevido —dijo; despreciativa—. O que ha tenido miedo.

Wolf, turbado, le devolvió la mirada. De pronto, la anciana le parecía ligeramente inquietante.

—Naturalmente —dijo, no sin esfuerzo—. A eso iba.

Suspiró.

—Otra de las muchas cosas que debo a mis padres —dijo—, el miedo a las enfermedades. Sí, mi temor al contagio sólo era comparable a mis deseos de acostarme con todas las chicas que me gustaban. Es cierto que me reprimía, me cegaba con todos los motivos-pretextos de los que les hablaba; mí voluntad de no abandonar mi trabajo, mi temor a imponerme, mi repugnancia a cortejar con métodos despreciables a mujeres que me habría gustado tratar con franqueza; pero, en el fondo, lo que pasaba era que tenía un miedo horrible, debido a las leyendas con que mis padres, dándoselas encima de espíritus liberales, me arrullaron. Ya en la adolescencia me enumeraban los riesgos que corría.

—¿Y cuáles fueron las consecuencias? —dijo Héloïse.

—Las consecuencias fueron que permanecí casto en contra de mis deseos —dijo Wolf—, y que, en el fondo, como ocurría cuando tenía siete años, mi cuerpo débil agradecía las prohibiciones, a las que se iba acomodando, mientras mi espíritu simulaba luchar contra ellas.

—Es usted igual en todo… —dijo Aglaé.

—En lo esencial —dijo Wolf—, los cuerpos físicos son todos más o menos parecidos, con reflejos y necesidades idénticos; a ello hay que añadir una suma de concepciones resultantes del ambiente, y que concuerdan más o menos con las necesidades y reflejos en cuestión. Claro que se puede intentar cambiar estas concepciones adquiridas, y a veces se consigue; pero a partir de cierta edad, también el esqueleto moral deja de ser maleable.

—Vaya —dijo Héloïse—, se está poniendo usted serio. Cuéntenos su primera pasión…

—Es una tontería, lo que me pide —observó Wolf—. Comprenda que, en estas condiciones, me era imposible sentir ninguna pasión. Ese juego de prohibiciones e ideas falsas me inducía, ante todo, a seleccionar más o menos conscientemente mis ligues en un medio social «conveniente» —es decir, con condiciones de educación equivalentes a las mías—, un medio social en el que la chica que yo eligiera sería, con casi toda seguridad, sana y quizás virgen, y con la que yo podía pensar en casarme en caso de accidente… siempre la misma necesidad de seguridad que me inculcaron mis padres: un jersey de más no puede hacerte ningún daño. Mire, para que haya pasión, es decir una reacción explosiva, es necesario que la unión sea brutal, que uno de los cuerpos desee con avidez algo de lo que carece y que el otro posee en grandes cantidades.

—Mi querido muchacho —dijo Aglaé, sonriendo—, yo era profesora de química, y quiero hacerle recordar que se pueden producir reacciones en cadena, que empiezan muy lentamente, se van alimentando a sí mismas y pueden terminar de modo violento.

—Mis principios constituían un sólido conjunto de anticatalizadores —dijo Wolf, sonriendo a su vez—. En mi caso tampoco era posible una reacción en cadena.

—Entonces, ¿no hubo pasión? —dijo Héloïse, visiblemente decepcionada.

—Conocí a mujeres —dijo Wolf—, por las que habría podido apasionarme; antes de mi matrimonio me lo impidió mi miedo reflejo. Después, era pura apatía… tenía un motivo más… el miedo a causar dolor. Bonito, ¿no? Era como un sacrificio. ¿A quién? ¿Para quién? ¿A quién beneficiaba? A nadie. En realidad, no se trataba de un sacrificio, sino de una solución fácil.

—Es cierto —dijo Aglaé—. Su mujer. Háblenos de ella.

—Oh, mire —dijo Wolf—, después de lo que les he contado, es fácil adivinar las condiciones de mi matrimonio y sus características…

—Es fácil —dijo Aglaé—, pero nos gustaría que lo hiciera usted. Estamos aquí por usted.

—Bueno —dijo Wolf—. De acuerdo. ¿Las causas? Me casé porque mi cuerpo me pedía una mujer; porque mi aversión a mentir y a hacer la corte me obligaba a casarme a una edad en la que aún pudiera atraer físicamente; porque conocí a una mujer a la que creí amar, una mujer de educación, opiniones y características adecuadas. Me casé con un desconocimiento casi absoluto de las mujeres. ¿Y cuál fue el resultado? La falta de pasión, la exasperante lentitud de la iniciación de una mujer demasiado virgen, el hastío por mi parte… cuando ella empezó a interesarse, yo ya estaba demasiado cansado para hacerla feliz; demasiado cansado de esperar, sin ninguna lógica, emociones violentas. Era hermosa, ella. Y yo la quería, le deseaba toda clase de bienes. Pero esto no basta. Y no pienso decir nada más.

—¡Oh! —dijo Héloïse—. Con lo bonito que es hablar de amor…

—Sí, puede ser —dijo Wolf—. Ustedes son muy comprensivas, pero de todos modos no me parece correcto hablar de estas cosas con señoritas: Si me lo permiten, iré a bañarme. Les presento mis respetos.

Dio media vuelta y se fue hacia la orilla. Se sumergió mar adentro, y abría los ojos en el agua turbia de arena.

Cuando volvió en sí, estaba solo en medio de la hierba roja del Cuadrado. A su espalda se abría, siniestra, la puerta de la cabina.

Se puso pesadamente en pie, se quitó el equipo y lo guardó en el armario que estaba junto a la cabina. En su cabeza no quedaba nada de lo que había visto. Estaba desequilibrado, como borracho.

Por primera vez, se preguntó si iba a poder seguir viviendo después de haber destruido todos sus recuerdos. No fue más que una idea fugaz, que le duró apenas un instante. ¿Cuántas sesiones necesitaría aún?