CAPÍTULO XXX

Ahora Folavril descansaba en la cama de su amiga. Lil, sentada a su lado, la miraba con tierna compasión. Folavril lloraba aún un poco, con la respiración entrecortada por profundos sollozos, y tenía la mano de Lil entre las suyas.

—¿Qué ha pasado? —dijo Lil—. No es más que una tormenta. Folle, no hay que tomárselo tan a lo trágico.

—Lazuli ha muerto… —dijo Folavril.

Y dejó de llorar. Se sentó en la cama, con la mirada vaga, como si no entendiera.

—Vamos —dijo Lil—. No puede ser.

Todos sus reflejos se habían vuelto más lentos. Lazuli no podía haber muerto, Folavril tenía que estar equivocada.

—Está muerto, aquí arriba —dijo Folavril—. Tirado por el suelo, desnudo, con una hoja de puñal que le sale por la espalda. Y todos los demás se han ido.

—¿Quiénes son los demás? —dijo Lil.

Se preguntaba si Folavril estaría delirando. Su mano no estaba excesivamente caliente.

—Los hombres vestidos de negro —dijo Folavril—. Intentó matarlos a todos, y cuando ha visto que no podía se ha matado él. Y en ese momento los he visto yo. Llegué a pensar que Lazuli estaba loco…, pero los he visto, Lil, los he visto cuando él ha muerto.

—¿Cómo eran? —preguntó Lil.

No se atrevía a hablar de Lazuli… Lazuli, allí arriba, con la hoja del puñal. Muerto. Se levantó sin esperar respuesta.

—Tenemos que ir… —dijo.

—No me atrevo… —dijo Folavril—. Se han volatizado… se han hecho humo, y eran todos idénticos a Lazuli. Todos iguales.

Lil se encogió de hombros.

—Qué tontería… —dijo—. ¿Qué ha pasado? ¿Lo has rechazado y él se ha matado? ¿Ha sido eso?

Folavril la miró, estupefacta.

—¡Oh, Lil! —y se echó a llorar de nuevo.

Lil se puso en pie.

—No podemos dejarle solo —murmuró—. Tenemos que traerle aquí.

Folavril se levantó a su vez.

—Voy con usted.

Lil estaba como embrutecida, vaga.

—Lazuli no ha muerto —murmuró—. La gente no se muere así como así.

—Se ha matado… —dijo Folavril—. Y tanto que me gustaban sus besos.

—Pobre chiquilla —dijo Lil.

—Son demasiado complicados —dijo Folavril—. Oh, Lil, me gustaría tanto que no hubiera pasado nada, que fuera ayer… o un momento antes, cuando estaba en mis brazos… Oh, Lil…

Iba siguiendo a Lil, que abrió la puerta y salió. Escuchó, y luego subió con decisión la escalera.

Arriba estaban la habitación de Folavril, a la izquierda, y la habitación de Lazuli, a la derecha.

La habitación de Folavril… a la izquierda… y a la derecha…

—Folavril —dijo Lil—, ¿qué ha pasado?

—No lo sé —dijo Folavril, apoyándose en ella.

En el lugar en que había estado la habitación de Luzuli no quedaba más que el tejado de la casa, situado más abajo que el pasillo, que ahora parecía un palco.

—¿Y la habitación de Lazuli? —preguntó Lil.

—No lo se —dijo Folavril—. Lil, no lo sé. Quiero irme. Lil tengo miedo.

Lil abrió la puerta de la habitación de Folavril. Todo estaba en su sitio: el tocador, la cama, el armario. Todo en orden, con un ligero perfume de jazmín. Volvieron a salir. Desde el pasillo se veían las tejas de la mitad del tejado: había una rota en la sexta fila.

—Ha sido un rayo… —dijo Lil—. Ha sido un rayo que ha hecho desaparecer a Lazuli y su habitación.

—No —dijo Folavril.

Ahora sus ojos estaban secos. Su cuerpo se puso tenso.

—Siempre ha estado así… —se obligó a decir—. No había ninguna habitación, y Lazuli no existe. Y yo no estoy enamorada de nadie. Y quiero irme, Lil, tienes que venir conmigo.

—Lazuli… —murmuró Lil, consternada.

Muda de estupor, volvió a bajar la escalera. Al abrir la puerta de su casa, apenas se atrevió a tocar la manija, por miedo a que todo quedara reducido a sombras. Al pasar frente a la ventana se estremeció.

—Esta hierba roja —dijo— es siniestra.