Se tendió a su lado y la abrazó. Folavril se colocó de costado y le devolvió sus besos. Le acariciaba las mejillas con sus manos finas, y sus labios recorrían las pestañas de Lazuli, desflorándolas apenas. Lazuli, estremecido, sentía que un gran calor se asentaba en sus riñones y adquiría la forma estable del deseo. No quería apresurarse, no quería dejarse llevar por su apetito carnal, y había otra cosa, una inquietud real que le atormentaba y le impedía abandonarse. Cerraba los ojos y el dulce murmullo de la voz de Folavril lo sumía en un falso sueño sensual. Estaba echado sobre el costado derecho y ella le daba la cara. Levantando la mano izquierda, dio con la parte superior del blanco brazo de ella y lo siguió hasta la axila rubia, apenas vestida de un mechón de crin menuda y elástica. Al abrir los ojos vio una perla de sudor transparente y líquida que se deslizaba a lo largo del seno de Folavril, y se inclinó para saborearla; tenía el gusto de la lavanda salada; posó sus labios en la piel tersa y Folavril, sintiendo cosquillas, pegó su brazo a su costado, riendo. Lazuli deslizó su mano derecha por debajo de la larga cabellera y la cogió por el cuello.
Los puntiagudos senos de Folavril se refugiaron en su pecho; ella ya no reía, tenía la boca entreabierta y el aspecto más joven aún que de costumbre: parecía un bebé a punto de despertarse.
Por encima del hombro de Folavril, Lazuli vio a un hombre de aspecto triste, que le miraba.
No se movió. Su mano buscó disimuladamente, hacia atrás. La cama era baja y pudo alcanzar sus pantalones, que estaban en el suelo, muy cerca. Atado al cinturón, encontró el puñal de hoja acanalada, su puñal de cuando era boy-scout.
No apartaba la mirada del hombre. Folavril, inmóvil, suspiraba, y le brillaban los dientes por entre sus labios entregados. Lazuli liberó su brazo derecho. El hombre no se movía, estaba de pie junto a la cama, al otro lado de Folavril. Lentamente, sin perderle de vista, Lazuli se arrodilló e hizo pasar el cuchillo a su mano derecha. Estaba sudando, había gotitas en sus sienes y en su labio superior. Le escocían los ojos por culpa del sudor. Con un súbito gesto de la mano izquierda, agarró al hombre por el cuello y lo arrojó sobre la cama. Sentía una fuerza desmesurada. El hombre permanecía inerte, como un cadáver, y, por ciertos indicios, Lazuli tuvo la sensación de que iba a desvanecerse en el aire, de que iba a evaporarse, allí mismo. Entonces, salvajemente, le clavó el puñal en el corazón, por encima del cuerpo de Folavril, que murmuraba palabras apaciguadoras.
Su acción produjo un ruido-sordo, como el de un golpe en un tonel de arena, y la hoja penetró hasta la empuñadura, estampando la ropa en la herida. Lazuli retiró el arma, una sangre viscosa se coagulaba ya sobre la hoja. Lazuli la limpió con la solapa de la chaqueta del hombre.
Dejó el cuchillo al alcance de su mano y empujó el cuerpo inerte hasta el otro borde de la cama. El cadáver cayó sobre la alfombra, sin ruido. Lazuli se pasó él antebrazo derecho por la frente, que chorreaba sudor. Sentía en todos sus músculos una potencia salvaje, a punto de ebullición.
Alzó la mano ante sus ojos para ver si temblaba. Estaba firme y tranquila como una mano de acero.
Afuera empezaba a hacer viento. Torbellinos de polvo se alzaban oblicuamente del suelo y corrían por sobre las hierbas. El viento se aferraba a las vigas y a las comisas del techo y, en cada una, hacía brotar un pequeño alarido quejumbroso, un hilo sonoro. La ventana del pasillo golpeaba sin avisar. Frente al despacho de Wolf, el árbol se movía con incesante rumor de hojas.
En la habitación de Lazuli todo había vuelto a la calma. El sol giraba poco a poco y empezaba a liberar los colores de un cuadro que estaba encima de la cómoda. Un hermoso cuadro, la sección de un motor de avión, con el agua pintada de color verde, la gasolina de color rojo, los gases de escape amarillos y el aire de admisión azul. En el momento de producirse la combustión, la superposición de rojo y azul daba un bonito color púrpura, como de hígado crudo.
Los ojos de Lazuli volvieron a fijarse en Folavril. Había dejado de sonreír. Parecía una niña frustrada sin motivo.
Pero sí había motivo: yacía entre la cama y la pared, sangrando una sangre espesa que le brotaba de una hendidura negra, a la altura del corazón. Lazuli, libre ya, se inclinó sobre Folavril.
Depositó un beso imperceptible en el perfil de su cuello, y sus labios descendieron a lo largo del hombro que se les ofrecía, alcanzaron el costado ligeramente ondulado por el relieve de las costillas, se sumergieron en el hueco de la cintura y volvieron a subir por la cadera. Folavril, recostada sobre el lado izquierdo, se dejó caer de pronto sobre la espalda, y la boca de Lazuli quedó apoyada en la ingle: bajo la piel transparente una vena dibujaba, velada, una delgada línea azul. Las manos de Folavril se apoderaron de la cabeza de Lazuli para guiarla, pero ya Lazuli deshacía el contacto y se incorporaba, salvaje.
Al pie de la cama, erguido frente a él, había un hombre de aspecto triste, vestido de oscuro, que les miraba.
Abalanzándose sobre el puñal, Lazuli dio un salto y golpeó. A la primera, el hombre cerró los ojos. Sus párpados cayeron precisos como tapaderas de metal. Seguía en pie; Lazuli tuvo que hundirle la hoja, entre las costillas por segunda vez para que el cuerpo oscilara y se desplomara al pie de la cama como una driza rota.
Desnudo, con el puñal en la mano, Lazuli contemplaba el lúgubre cadáver con una mueca de odio y de rabia. No se atrevió a darle un puntapié.
Folavril, sentada en la cama miraba a Saphir con inquietud. Sus rubios cabellos, echados a un lado, le ocultaban la mitad de la cara, y ella inclinaba la cabeza hacia el otro lado para ver mejor.
—Ven —le dijo a Lazuli, tendiéndole la mano—, ven, deja esto, vas a hacerte daño.
—Con éste, ya son dos menos —dijo Lazuli.
Tenía la voz inexpresiva que se tiene en los sueños.
—Cálmate —dijo Folavril—. No pasa nada. De verdad. No ha pasado nada. Relájate. Ven aquí.
Lazuli inclinó la cabeza, en un gesto de desaliento, y fue a sentarse al lado de Folavril.
—Cierra los ojos —le dijo ella—. Cierra los ojos y piensa en mí… y tómame, ahora, tómame, te lo suplico, te deseo demasiado. Saphir, amor mío.
Lazuli tenía aún el puñal en la mano. Lo dejó debajo de la almohada, tumbó a Folavril de espaldas y se arrastró hacia ella, que se aferró a él como una planta rubia, susurrando palabras para calmarle.
No se oía en la habitación otro ruido que el de sus respiraciones entremezcladas y el lamento del viento que afuera gemía y abofeteaba con violencia a los árboles. Nubes veloces, que se perseguían unas a otras como la policía a los huelguistas, ocultaban por momentos el sol.
Los brazos de Lazuli estrechaban con fuerza el torso nervioso de Folavril. Abrió los ojos y vio contra su piel los senos de Folavril, que su abrazo hacía parecer más hinchados, y la línea de sombra que corría entre ellos, una línea redondeada y húmeda.
Otra sombra le hizo estremecerse. El sol, que había vuelto de repente, recortaba en negro sobre la ventana la silueta de un hombre de aspecto triste, vestido de oscuro, que le miraba.
Lazuli gimió débilmente y abrazó más fuerte a la muchacha dorada. Quería cerrar los párpados, pero éstos se negaban a obedecerle. El hombre no se movía. Indiferente, apenas reprobador, esperaba.
Lazuli soltó a Folavril. Palpó debajo de la almohada y encontró el cuchillo. Apuntó cuidadosamente y lo lanzó.
El arma se clavó en el pálido cuello del hombre. Sólo sobresalía la empuñadura, y empezó a brotar sangre. Impasible, el hombre seguía allí. Cuando la sangre llegó al parquet, se tambaleó y cayó en redondo. En el momento que tocó el suelo, el viento gimió más fuerte y cubrió el ruido de la caída, pero Lazuli percibió la vibración del parquet. Se sustrajo al abrazo de Folavril, que quería retenerle, y titubeando, se dirigió hacia el hombre. De un tirón brutal, arrancó el cuchillo de la herida.
Le rechinaban los dientes. Cuando se volvió, vio a su izquierda a un hombre oscuro, idéntico a los otros tres. Se abalanzó sobre él con el puñal en alto. Esta vez lo hirió desde arriba, clavándole la hoja entre los hombros. Y en ese momento apareció un hombre a su derecha, y otro frente a él.
Folavril, sentada en la cama, con los ojos agrandados por el horror, se tapaba la boca para mantenerse en calma. Cuando vio que Lazuli dirigía su arma contra él y la hundía en su corazón se puso a chillar. Saphir cayó de rodillas. Se esforzaba por levantar la cabeza, y su mano, roja hasta la muñeca, dejó su huella en el parquet desnudo. Gruñía como una bestia, y su respiración hacía un ruido como de agua. Quiso decir algo, y se puso a toser. A cada espasmo la sangre salpicaba el suelo en millares de puntos escarlatas. Una especie de sollozo estiró hacia abajo la comisura de su boca, y su brazo cedió. Se desplomó. La empuñadura del puñal chocó de lleno contra el suelo, y la hoja azul emergió de su espalda desnuda, levantando la piel antes de romperla. No se movió más.
Y entonces, de repente, todos los cadáveres se hicieron visibles para Folavril. El primero, tendido a lo largo del somier, el que dormía a los pies de la cama, el que estaba junto a la ventana, con esa horrible herida en el cuello… y las heridas de cada uno de ellos se iban repitiendo en el cuerpo de Lazuli. Al último lo, había matado de una puñalada en el ojo; cuando se lanzó hacia su amigo para intentar devolverle a la vida, vio que su ojo derecho no era más que una negra cloaca.
Ahora se oía afuera un rumor persistente y vago; el cielo, pálido, presagiaba tormenta.
Folavril no profería palabra. Su boca temblaba como si tuviera frío. Se levantó y se volvió a vestir maquinalmente. Sus ojos no se apartaban de los cadáveres esparcidos por la habitación, todos iguales. Los miró con detenimiento. Uno de los hombres oscuros yacía boca abajo, más o menos en la misma posición que Lazuli, y sus perfiles se parecían de manera sorprendente. La misma frente, la misma nariz. El sombrero del hombre había rodado por el suelo, descubriendo una cabellera igual a la de Lazuli. Folavril creyó enloquecer. Lloraba sin ruido, con todos sus ojos, y no se atrevía a moverse. Todos los hombres eran idénticos a Lazuli. Y luego el cuerpo del primer muerto perdió nitidez. Sus contornos se diluyeron en una espesa bruma. La metamorfosis se aceleró.
El cuerpo empezó a disolverse en su presencia. El traje negro se deshilachó en regueros de sombra. Antes de que el cuerpo desapareciera, Folavril tuvo tiempo de comprobar que era idéntico al de Lazuli, pero se estaba fundiendo, y el humo gris se deslizaba a ras del suelo y desaparecía por las rendijas de la ventana. Y la transformación del segundo cadáver había empezado ya.
Folavril, paralizada por el miedo, esperaba inmóvil. Se atrevió a mirar a Lazuli. Las heridas iban desapareciendo, una a una, de su piel tostada, a medida que los hombres se iban transformando en niebla.
Cuando en la habitación no quedaron más que Folavril y Lazuli, el cuerpo de este último volvía a tener en la muerte el mismo aspecto joven y hermoso que había tenido en vida. Su rostro se había relajado y estaba intacto. El ojo derecho brillaba, apagado, bajo las largas pestañas. Tan sólo un triángulo de acero azul marcaba la robusta espalda con una mancha insólita.
Folavril dio un paso hacia la puerta. No se movió nada. Un último vestigio de vapor gris se deslizó, insinuante, por el alféizar de la ventana. Entonces Folavril corrió hacia la puerta, la abrió y la volvió a cerrar en un segundo y se precipitó por el pasillo, hacia la escalera. En ese momento afuera se desencadenó el viento, al tiempo que estallaba un trueno terrible y que empezaba a caer una lluvia pesada, brutal, que resonaba contra las tejas. Hubo un relámpago, un trueno otra vez, y Folavril bajó la escalera corriendo, llegó a casa de Lil y entró. Una vez dentro, cerró los ojos. Acababa de ver un resplandor más intenso que todos los demás, seguido inmediatamente de una explosión casi insoportable. La casa tembló sobre sus cimientos como si un puño formidable acabara de abatirse sobre su techo. Y de repente reinó un silencio total, que le dejó los oídos zumbando como a quien se sumerge en aguas demasiado profundas.