CAPÍTULO XXVIII

Era otro día. En la habitación de Lazuli, que olía a madera del norte y a resina, Folavril soñaba despierta. Lazuli iba a volver.

Por el techo corrían, como ranuras casi paralelas, las vetas de la madera salpicada de nudos oscuros y más lisos, pulidos por el metal de la sierra.

Afuera, el viento se arrastraba por entre el polvo de la carretera y vagaba en torno a los setos vivos. Rizaba la hierba escarlata en olas sinuosas cuya cresta cubrían de espuma las tiernas florecillas. La cama de Lazuli estaba fresca bajo el cuerpo de Folavril. Había apartado el cubrecama para que su cuello reposara sobre el lino de la almohada.

Lazuli iba a venir. Se echaría a su lado y deslizaría su brazo por debajo de sus rubios cabellos.

La mano derecha de Lazuli recorrería la espalda que ahora ella se palpaba suavemente.

Era tímido.

Los sueños desfilaban ante los ojos de Folavril; ella los cogía al pasar; pero, perezosa, nunca los seguía hasta el final. ¿Para qué soñar, si Lazuli iba a volver, él que no era un sueño? Folavril vivía de verdad. Le palpitaba la sangre, la sentía poniéndose un dedo en la sien, y le gustaba abrir y cerrar las manos para relajar los músculos. En ese preciso momento no notaba su pierna izquierda, que se le había dormido, y aplazaba la decisión de moverla porque sabía qué sensación tendría entonces, y era mucho más placentero experimentarla por adelantado.

El sol materializaba el aire en millones de puntos de aire, por entre los que bailaban algunos bichos alados. A veces desaparecían súbitamente, como tragados por la sombra de un rayo vacío, y Folavril sentía una pequeña punzada en el corazón. Y luego volvía a su sueño y dejaba de prestar atención a la danza de las brillantes partículas. Oía ruidos familiares, los ruidos de la casa, puertas que se cerraban, el agua que cantaba en las tuberías, y, a través de la puerta, el chirrido irregular de la cuerda de la que se tiraba para abrir el tragaluz del sonoro pasillo, que en aquel momento era agitada por una corriente de aire variable.

Alguien silbaba en el jardín. Folavril movió la pierna y la pierna se le recompuso célula a célula; hubo un momento en que el hormigueo fue casi insoportable. Era delicioso. Se desperezó con un pequeño gemido de placer.

Lazuli subió sin prisas la escalera, y Folavril sintió que su corazón se despertaba. No latía más aprisa —al contrario, se estabilizó en un ritmo pausado, sólido y potente—: Sentía enrojecer sus mejillas y suspiró de felicidad. Eso era vivir.

Lazuli llamó a la puerta y entró. Su silueta se recortaba en el panel de vacío, con sus cabellos de color de arena, sus hombros anchos y su estrecha cintura. Llevaba el mano de color pardusco y la camisa abierta. Sus ojos eran grises como el gris metálico de ciertos esmaltes, su boca bien dibujada con una pequeña sombra bajo el labio inferior, y las líneas de su cuello musculoso conferían un movimiento romántico al cuello de su camisa.

Levantó una mano y la apoyó en el marco de la puerta. Miraba a Folavril que, desde la cama, le sonreía con los ojos entornados… No se le veía más que un punto brillante bajo las rizadas pestañas. Su pierna izquierda, doblada en ángulo recto, le levantaba el ligero vestido, y Lazuli seguía, turbado, la línea de la otra pierna, desde el zapato hasta la sombra de más allá de la rodilla.

—Hola —dijo Lazuli sin dar un paso.

—Hola a ti —dijo Folavril.

Lazuli no se movía. Las manos de Folavril se alzaron hasta su collar de flores amarillas y lo desabrocharon suavemente. Estirando el brazo, sin dejar de mirar a Lazuli en los ojos, Folavril dejó caer al suelo el pesado hilo. Ahora se quitaba un zapato, sin prisa, palpando un poco hasta dar con la hebilla cromada.

Por fin lo logró, y el tacón chocó contra el suelo al caer el zapato, y Folavril desabrochó la otra hebilla.

Lazuli respiraba más fuerte. Seguía, fascinado, los gestos de Folavril, que tenía los labios jugosos y escarlatas, como la sombra en el interior de una flor.

Ahora arrollaba hasta el tobillo una media de imperceptible malla, que se materializó en un pequeño copo gris, al que siguió un segundo copo; ambos fueron a reunirse con los zapatos.

Las uñas de los dedos de los pies de Folavril estaban pintadas de nácar azul.

Llevaba un vestido de seda con botones a los lados, de los hombros a las pantorrillas. Empezó por arriba y desabrochó dos botones. Luego soltó tres cierres al otro extremo —y luego uno arriba, otro abajo, dos a cada lado—. Quedaba uno solo, en la cintura. Las faldas de su vestido caían a ambos lados de sus tersas rodillas, y en donde sus piernas recibían los rayos del sol se veía tremolar un suave vello dorado.

Un doble triángulo de blonda negra quedó colgado de la lámpara de la mesilla de noche, y tan sólo el último botón estaba por desabrochar, ya que la ligera prenda espumosa que Folavril llevaba al final de su liso vientre era parte integrante de su persona.

De repente la sonrisa de Folavril atrajo todo el sol de la habitación. Lazuli se acercó, fascinado, con los brazos colgando, inseguro. Entonces, Folavril se desprendió por completo de su vestido y quedó como extenuada, inmóvil, con los brazos en cruz. No hizo un solo movimiento en todo el tiempo que Lazuli tardó en desnudarse, pero sus senos duros, dilatados por su posición de reposo, erguían inexorables su pezón rosado.