CAPÍTULO XXVII

A Lil le daba un poco de vergüenza ir a consolar a Folavril, porque era dar muestra de muy poca discreción, pero también era cierto que Lazuli no acostumbraba irse así, y su manera de correr había sido más la de un hombre aterrorizado que la de un hombre encolerizado.

Lil salió al rellano y subió los dieciocho escalones. Llamó a la puerta de Folavril. Los pasos de Folavril vinieron a abrirle y Folavril le dio la bienvenida.

—¿Qué le pasa a Lazuli? —preguntó Lil—. ¿Tiene miedo o está enfermo?

—No lo sé —dijo Folavril, dulce y reservada como siempre—. Se ha marchado de repente.

—No quisiera ser indiscreta —dijo Lil—. Pero me ha parecido distinto.

—Me estaba besando —explicó Folavril—, y ha visto a alguien y esta vez no ha podido resistirlo. Se ha ido.

—¿Y no había nadie? —dijo Lil.

—Eso no importa —dijo Folavril—. Pero él seguro que ha visto a alguien.

—¿Y qué se puede hacer? —dijo Lil.

—Creo que se avergüenza de mí —dijo Folavril.

—No —dijo Lil—, debe tener vergüenza de estar enamorado.

—Pero si nunca he hablado mal de su madre —protestó Folavril.

—Te creo —dijo Lil—. Pero ¿qué se puede hacer?

—No sé si ir a buscarle —dijo Folavril—. Tengo la sensación de que soy la causa de su martirio, y no quiero martirizarle.

—Qué hacer… —repitió Lil—. Si quieres, puedo ir yo a buscarle.

—No sé —dijo Folavril—. Cuando está conmigo, tiene tantas ganas de tocarme, de besarme, de hacerme el amor, me doy cuenta, y me gustaría que lo hiciera; pero no se atreve, porque tiene miedo de que vuelva el hombre, y a mí esto me da igual, porque yo no lo veo, pero a él lo paraliza, y ahora es peor, porque está aterrorizado.

—Sí —dijo Lil.

—Y pronto —dijo Folavril— se pondrá furioso, porque me desea cada vez más. Y yo a él.

—Sois los dos demasiado jóvenes para, eso —dijo Lil.

Folavril se echó a reír, con una bonita carcajada ligera y breve.

—También usted es demasiado joven para hablar en ese tono —observó.

Lil sonrió, pero sin alegría.

—No quiero ponerme en plan de abuela —dijo—, pero hace ya varios años que estoy casada con Wolf.

—Lazuli es distinto —dijo Folavril—. No quiero decir que sea mejor; no le atormentan las mismas cosas que atormentan a Wolf; pero Wolf también está atormentado, no me lo niegue.

—Sí —dijo Lil.

Folavril le estaba diciendo más o menos lo mismo que le acababa de decir Wolf, y le pareció curioso.

—Todo sería tan sencillo —suspiró.

—Sí —dijo Folavril—, pero a fuerza de cosas sencillas el conjunto acaba por complicarse, y se le pierde de vista. Tendríamos que poderlo mirar desde muy alto.

—Y entonces —dijo Lil— nos asustaría comprobar que todo es tan sencillo pero que no hay remedio, que no se pueden desvanecer las ilusiones.

—Es probable —dijo Folavril.

—¿Qué se hace cuando se está asustado? —dijo Lil.

—Lo que ha hecho Lazuli —dijo Folavril—. Se tiene miedo y se huye.

—O, en otro caso, se encoleriza uno —murmuró Lil.

—Es el riesgo que se corre —dijo Folavril.

Se callaron.

—Pero ¿qué podríamos hacer para que se interesaran de nuevo por algo? —dijo Lil.

—Yo hago lo que puedo —dijo Folavril—. Usted también. Somos atractivas, procuramos darles toda la libertad, intentamos ser tan tontas como es debido, porque es tradición que las mujeres sean tontas, y eso es tan difícil como lo que más, les prestamos nuestro cuerpo y tomamos el suyo; por lo menos es honesto, y ellos se van porque tienen miedo.

—Y ni siquiera es de nosotras de quien tienen miedo —dijo Lil.

—Seria demasiado hermoso —dijo Folavril—. Hasta el miedo les tiene que venir de ellos mismos.

El sol merodeaba por los alrededores de la ventana, y de vez en cuando lanzaba un gran rayo blanco sobre el pulido parquet.

—¿Y por qué nosotras resistimos mejor? —preguntó Lil.

—Porque existen un montón de prejuicios en contra nuestra —dijo Folavril—, y esto da a cada una de nosotras la fuerza de un conjunto. Y ellos creen que somos complicadas porque siempre están pensando en nosotras en conjunto. Es lo que le decía.

—Entonces es que son tontos —dijo Lil.

—No generalice usted también —dijo Folavril—. Esto los haría complicados también a ellos. Y, uno por uno, no lo merecen. Nunca hay que pensar «los hombres». Hay que pensar «Lazuli» o «Wolf». Ellos siempre piensan «las mujeres», y eso es lo que les pierde.

—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó Lil, admirada.

—No lo sé —dijo Folavril—. Me fijo en lo que dicen ellos. Por otra parte, todo lo que digo debe ser una estupidez.

—Puede ser —dijo Lil—, pero de todos modos es claro.

Se acercaron a la ventana. Allá abajo, sobre la hierba escarlata, la mancha beige del cuerpo de Lazuli hacía un agujero en relieve. Lo que algunos llaman una protuberancia. Y a su lado estaba Wolf de rodillas, con una mano en su hombro. Inclinado hacia él, debía estar hablándole.