CAPÍTULO XXV

—Lo importante —dijo el señor Brul separando cuidadosamente las palabras— es determinar de qué modo sus estudios contribuyeron a su hastío por la vida. Que es, sí no me equivoco, lo que le ha traído aquí, ¿no?

—Más o menos —dijo Wolf—. Porque también por este lado me he sentido decepcionado.

—Pero antes que nada —dijo el señor Brul—, hay que ver cuál fue su parte de responsabilidad en estos estudios.

Wolf recordaba perfectamente que él había querido ir a la escuela. Y así se lo dijo al señor Brul.

—Pero —añadió—, para ser sincero, me creo en el deber de aclarar que si no hubiera querido habría ido igual.

—¿Está usted seguro? —preguntó el señor Brul.

—Tenía facilidad para aprender —dijo Wolf—, y quería tener libros de texto, plumillas, una cartera y papel, es cierto. Pero, de todos modos, mis padres no habrían permitido que me quedara en casa.

—Se pueden hacer otras cosas —dijo el señor Brul—. Música. Dibujo.

—No —dijo Wolf.

Su mirada recorrió distraídamente la habitación. Sobre un polvoriento archivador campeaba un viejo busto de yeso al que una mano inexperta había pintado un bigote.

—Mi padre —explicó Wolf— dejó los estudios muy joven, ya que tenía dinero suficiente como para no necesitarlos. Por eso se empeñaba en que yo terminara los míos. Y, por lo tanto, en que los empezara.

—Resumiendo —dijo el señor Brul—: que le mandaron al instituto.

—Quería tener camaradas de mi edad —dijo Wolf—. Esto también contaba.

—Y todo fue bien —dijo el señor Brul.

—En cierto sentido, sí… —dijo Wolf—. Pero las inclinaciones que me dominaban ya en la niñez se fueron desarrollando cada vez más. Entiéndame. Por una parte, el instituto me liberó, ya que me permitía estar en contacto con seres humanos cuyas costumbres y manías, derivadas del ambiente en que habían vivido, eran distintas a las que producía mi ambiente; lo que, de rechazo, me hizo desconfiar del conjunto de estas costumbres y me indujo a elegir las que más me satisfacían, para crearme una personalidad.

—Claro —dijo el señor Brul.

—Por otra parte —prosiguió Wolf—, el instituto contribuyó a fortalecer los caracteres distintivos de los que hablé al señor Perle: ansia de heroísmo por una parte, apatía física por otra y, como consecuencia, la decepción provocada por mi incapacidad para dejarme llevar totalmente por una u otra característica.

—Su gusto por el heroísmo le llevaba a querer ser el primero de la clase —dijo el señor Brul.

—Pero mi pereza me impedía serlo de manera permanente —dijo Wolf.

—De lo que resulta una vida equilibrada —dijo el señor Brul—. ¿Cuál es el problema?

—Era un equilibrio inestable —aseguró Wolf—. Un equilibrio agotador. Un sistema en el que todas las fuerzas actuantes fueran nulas me habría convenido mucho más.

—Qué más estable… —empezó el señor Brul, pero se interrumpió tras dirigir a Wolf una mirada peculiar.

—Mi hipocresía iba en aumento —dijo Wolf sin pestañear—. No hablo de la hipocresía entendida como la capacidad de disimular: me refiero a mi trabajo. Tuve la suerte de ser inteligente, y hacía ver que trabajaba, cuando en realidad no me costaba el más mínimo esfuerzo superar el nivel medio de la clase. Pero a la gente inteligente no se la quiere.

—A usted le gusta sentirse amado, ¿no? —dijo el señor Brul, como quien no quiere la cosa.

Wolf palideció y se le ensombreció el semblante.

—Esto dejémoslo —dijo—. Estamos hablando de estudios.

—Pues hablemos de estudios —dijo el señor Brul.

—Hágame preguntas —dijo Wolf— y le contestaré.

—¿En qué sentido —preguntó en seguida el señor Brul— fueron formativos sus estudios? Por favor, no se limite a su primera infancia. Quiero saber cuál fue el resultado de todo ese trabajo…, porque hubo un trabajo por parte de usted, y una evidente asiduidad, aunque sólo fuera externa; y las acciones repetidas durante un tiempo suficientemente largo no pueden dejar de hacer mella en un individuo.

—Un tiempo suficientemente largo… —repitió Wolf—. ¡Qué calvario! Dieciséis años… dieciséis años con el culo pegado a un banco duro… dieciséis años de chanchullos y honestidad alternados.

»Dieciséis años de aburrimiento: ¿qué queda de ellos? Imágenes aisladas, ínfimas… el olor de los libros nuevos el primero de octubre, las hojas que dibujábamos, el vientre asqueroso de la rana disecada en clase de prácticas, con su peste a formol, y los últimos días de curso, cuando nos dábamos cuenta de que los profesores son personas porque también ellos se van de vacaciones, y había menos alumnos en clase. Y ese miedo atroz, del que ya no recuerdo la causa, las vísperas de exámenes… Costumbres regulares… todo se reducía a esto… pero ¿sabe usted, señor Brul, que es un crimen imponer a los niños un horario que dura dieciséis años? El tiempo es un engaño, señor Brul. El tiempo real no es mecánico, no está dividido en horas iguales…, el tiempo de verdad es subjetivo… se lleva dentro… Levántese a las siete todas las mañanas… Almuerce a mediodía, acuéstese a las nueve… y no tendrá nunca una noche suya… no sabrá nunca que hay un momento en que, al igual que la marea deja de bajar y se queda un instante inmóvil antes de volver a subir, el día y la noche se mezclan y se funden, y forman una barra de fiebre semejante a la que forman los ríos cuando desaguan en el océano. Me robaron dieciséis años de noche, señor Brul. Me hicieron creer, en primero de Bachillerato, que mi único progreso debía consistir en pasar a segundo… en sexto, tuve que hacer la reválida…, y luego, un título… Sí, pensé que tenía un objetivo en la vida, señor Brul… y no tenía, nada… Avanzaba por un pasillo sin principio ni fin, a remolque de unos imbéciles, precediendo a otros imbéciles. Envolvemos la vida con diplomas. Del mismo modo como te envuelven los polvos amargos con cápsulas, para que te los tragues sin darte cuenta… pero ve usted, señor Brul, ahora ya sé que me habría gustado el verdadero sabor de la vida.

El señor Brul se frotó las manos sin decir palabra, y luego se estiró los dedos hasta hacerse crujir los huesos, cosa que desagradó a Wolf.

—Por eso hice trampas —concluyó Wolf—. Hice trampas… para no ser más que el que piensa de la jaula, ya que de todos modos seguía encerrado allí con los que se quedaban inertes… y no salí ni un segundo antes que ellos. Es cierto, pudieron pensar que me sometía, que hacía lo que ellos, y eso satisfacía mi preocupación por la opinión ajena. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo viví en otra parte… era perezoso y pensaba en otras cosas.

—Oiga —dijo el señor Brul—, no veo en ello trampa ninguna. Perezoso o no, terminó usted sus estudios, y con buenas calificaciones. Que estuviera usted pensando en otra cosa no significa que fuera usted culpable.

—Me desgastó, señor Brul —dijo Wolf—. Odio los años de estudio porque me desgastaron. Y odio el desgaste.

Dio un golpe al escritorio con la palma de la mano.

—Mire —dijo—. Este viejo escritorio. Todo lo que rodea a los estudios es así. Cosas sucias y polvorientas. Pintura que cae de las paredes. Bombillas cubiertas de polvo y de cagadas de‹mosca. Tinta por todas partes. Mesas llenas de agujeros hechos con la navaja. Vitrinas con pájaros disecados y roídos por los gusanos. Laboratorios de química que apestan, gimnasios miserables y mal ventilados, escorias de hierro en los patios. Y viejos profesores estúpidos. Unos chochos. Una escuela de chochez. La instrucción… Y todo esto envejece mal. Se convierte en lepra. Se desgasta la superficie y se ve lo que hay debajo: mierda.

El señor Brul pareció fruncir ligeramente el ceño, y su larga nariz se arrugó en un asomo de desaprobación.

—Todos envejecemos… —dijo.

—Claro —dijo Wolf—, pero no de esta manera. Nosotros nos exfoliamos… nos desgastamos de dentro a afuera. No es tan feo.

—Envejecer no es una tara —dijo el señor Brul.

—Sí —respondió Wolf—. Deberíamos avergonzamos de nuestro desgaste.

—Pero si a todo el mundo le ocurre lo mismo —objetó el señor Brul.

—Y no tiene ninguna importancia —dijo Wolf—, si se ha vivido. Pero de lo que me quejo es de que se empiece por envejecer. Mire, señor Brul, mi punto de vista es simple: mientras exista un lugar en el que haya aire, sol y hierba, tenemos la obligación de lamentar no estar allí, sobre todo si somos jóvenes.

—Volvamos al tema que nos ocupa —dijo el señor Brul.

—Estamos de lleno en él —dijo Wolf.

—¿Y no hay nada bueno en usted que pueda ser debido a sus estudios?

—Ah… —dijo Wolf—, señor Brul… no tiene usted derecho a hacerme esta pregunta…

—¿Por qué? —dijo el señor Brul—. Sabe, a mi me da exactamente igual.

Wolf le miró y por sus ojos pasó la sombra de una decepción más.

—Sí —dijo—, perdóneme…

—De todos modos —dijo el señor Brul—, tengo que saberlo.

Wolf asintió con la cabeza y se mordió el labio inferior antes de empezar.

—No se vive impunemente —dijo— en un tiempo dividido en compartimientos sin caer en un fácil gusto por un cierto orden aparente. Y qué más natural, después, que extenderlo a todo lo que te rodea…

—Nada más natural —dijo el señor Brul—, aunque sus dos afirmaciones sean en realidad características de su manera de ser y no de la de todos, pero sigamos.

—Acuso a mis maestros —dijo Wolf— de haberme hecho creer, con sus enseñanzas y las de los libros, en una posible inmovilidad del mundo. De haber hecho que mis pensamientos se estancaran a un determinado nivel (nivel que por otra parte, ni ellos eran capaces de definir sin contradicciones), y de haberme hecho pensar que algún día, en algún lugar, podía existir un orden ideal.

—Pero esto es una creencia alentadora —dijo el señor Brul—, ¿no le parece?

—Cuando se da uno cuenta de que no lo alcanzará jamás —dijo Wolf—, y que hay que delegar su disfrute a generaciones tan lejanas como las nebulosas del cielo, este aliento se convierte en desesperación y lo precipita a uno al fondo de si mismo como el ácido sulfúrico precipita las sales de bario, para explicarlo en un lenguaje escolar. Y aun en el caso del bario el precipitado es blanco.

—Ya lo sé, ya lo se —dijo el señor Brul—. No se pierda en comentarios sin interés.

Wolf le miró con rabia.

—Se terminó —dijo—. Ya he hablado bastante. Arrégleselas como pueda.

El señor Brul frunció el ceño y sus dedos repiquetearon en la mesa.

—Dieciséis años de su vida —dijo—, y ya ha hablado usted bastante. Eso es todo lo que le ha hecho. Se lo toma muy a la ligera.

—Señor Brul —dijo Wolf subrayando las palabras—, escuche lo que voy a contestarle. Escúcheme con atención. Sus estudios no son más que una broma. Es lo más fácil del mundo. Desde hace generaciones y generaciones, se intenta hacer creer a la gente que un ingeniero o un sabio son hombres de élite, Pues bien, yo me río; y nadie se lleva a engaño —excepto los que pretenden formar parte de esa élite—: señor Brul, es más difícil aprender a boxear que aprender matemáticas. Si no, habría en las escuelas muchas más clases de boxeo que de aritmética. Es más difícil llegar a ser un buen nadador que escribir correctamente. Si no, habría muchos más entrenadores de natación que profesores de gramática. Todo el mundo puede ser bachiller, señor Brul… y, en efecto, hay muchos bachilleres, pero ¿cuántos de ellos son capaces de tomar parte en una prueba de decatlón? Señor Brul, odio los estudios porque hay demasiados imbéciles que saben leer: pero ni estos imbéciles se equivocan, porque se pasan el día leyendo periódicos, deportivos y glorificando a los héroes del estadio. Y más nos valdría aprender a hacer el amor correctamente que devanarnos los sesos delante de un libro de historia.

El señor Brul levanto tímidamente la mano.

—No me corresponde a mí hacerle preguntas sobre este asunto —dijo—. No se aparte del tema, vuelvo a recordárselo.

—El amor es una actividad física tan descuidada como las demás —dijo Wolf.

—Es posible —respondió el señor Brul—, pero normalmente se le dedica un capítulo especial.

—Está bien —dijo Wolf—, no hablemos más de ello. Ahora ya sabe qué opino de sus estudios. De su chochez. De su propaganda. De sus libros. De sus aulas que apestan y de los tontos de la clase que se pasan el día masturbándose. De sus lavabos llenos de mierda y de los alborotadores solapados, de los alumnos de la Escuela Normal, verdosos y gafudos, de los del Politécnico, llenos de presunción, de los de la Central, almibarados de burguesía, de los médicos ladrones y de los jueces deshonestos… qué porquería… yo me quedo con un buen combate de boxeo… también está amañado, pero por lo menos es divertido.

—Es divertido sólo por contraste —dijo el señor Brul—. Si hubiera tantos boxeadores como estudiantes, al que llevarían en triunfo sería al vencedor de las oposiciones.

—Puede ser —dijo Wolf—, pero se ha preferido propagar la cultura intelectual. Tanto mejor para la cultura física… Y ahora, si me dejara en paz, me iría fantásticamente bien.

Se llevó las manos a la cabeza y dejó de mirar al señor Brul por unos instantes. Cuando volvió a levantar la mirada, el señor Brul había desaparecido, y él estaba sentado en medio de un desierto de arena dorada; la luz parecía surgir de todas partes, y oía a sus espaldas un vago rumor de olas. Se volvió y a unos cien metros, vio el mar, azul, tibio, esencial, y sintió que se le ensanchaba el corazón. Se descalzó, dejó allí sus botas, su traje de cuero y su casco y corrió al encuentro de la brillante franja de espuma que orlaba el manto azul. Y de repente todo se confundió, se desvaneció. Y era otra vez el torbellino, el vacío, el frío glacial de la cabina.