Wolf ya había salido. Ahora pensaba en todo aquello. Todo lo que la misma presencia del Padre Orille le había impedido evocar… las estaciones de rodillas en la oscura capilla, que tanto le habían hecho sufrir, y que, sin embargo recordaba ahora no sin placer. La capilla misma, fresca, un poco misteriosa. Entrando a la derecha estaba el confesonario; se acordaba de la primera confesión, vaga y general —igual que las que le siguieron—, y la voz del Cura se le antojaba, desde el otro lado de la rejilla, muy distinta a como era normalmente imprecisa, un poco velada, más serena, como si la función de confesor le elevara realmente por encima de su estado, o más bien, lo arrancara de su estado natural para conferirle una sutil facultad de perdón, una amplia capacidad de comprensión y una aptitud especial para distinguir con toda seguridad el bien del mal. Lo más divertido era el retiro antes de la primera comunión; armado con una chasca de madera, el cura les enseñaba la maniobra, como si fueran soldaditos, para que no hubiera tropiezos el día de la ceremonia; entonces la capilla perdía su poder, se hacía más familiar; se establecía una especie de connivencia entre sus viejas piedras y los alumnos agrupados a uno y otro lado del pasillo central que ensayaban la formación de dos filas que se fundirían en una columna más ancha, avanzarían por el pasillo, hasta la escalinata y, se volverían a dividir en dos más simétricas una vez recibida la hostia de manos del párroco o del vicario que le asistiría aquel día: «¿Será él o el vicario el que me dé la hostia?», se preguntaba Wolf, y planeaba complejas maniobras para tomar el lugar de uno de sus compañeros en el momento crucial para recibirla de manos del que correspondía, porque si se la daba el otro corría el peligro de morir fulminado o de caer en las garras de Satanás para toda la eternidad. Y además, habían aprendido cánticos. Resonaban en la capilla dulcísimos Corderos y cánticos de gloria, de esperanza y de amparo… y Wolf se maravillaba ahora al darse cuenta de hasta qué punto todas esas palabras de amor y adoración podían quedar vacías de significado, limitarse a su función sonora en boca de los niños, tanto de los que le rodeaban como de él mismo. Entonces era divertido hacer la primera comunión; se tenía la sensación, respecto a los pequeños —a los más pequeños—, de haber subido un peldaño en la escala social, de haber merecido un ascenso; y, respecto a los mayores, la de haber accedido a su status y poder tratarlos de igual a igual. Y luego el brazal, el vestido azul, el cuello almidonado, los zapatos de charol —y, a pesar de todo, por muchos ánimos que uno se diera, la emoción del gran día—, los adornos de la capilla, llena de gente, el olor del incienso y las mil luces de los cirios, el sentimiento mitigado de estar actuando en un teatro y de estar a punto de acceder a un gran misterio, el deseo de dar ejemplo edificante con la propia piedad, el miedo «y si la mastico», el «y si fuera verdad», la revelación «es verdad» …y, de regreso a casa, con el estómago lleno, la amarga sensación de haber sido engañado.
Quedaban las estampas doradas que se intercambiaban con las de los compañeros, el vestido que se llevaría hasta que se desgastara, el cuello almidonado que no serviría nunca más, y un reloj de oro que años más tarde, un día de miseria, podría venderse sin ningún remordimiento. Y también un misal, regalo de una prima beata, que uno nunca se atreverá a tirar a causa de su hermosa encuadernación, pero del que nunca sabrá qué hacer… Decepción sin límites… comedia irrisoria… y un cierto pesar por no haber llegado a saber si uno de verdad ha visto a Jesús o si simplemente se ha encontrado mal por culpa del calor, de los olores, del madrugón o del cuello que aprieta demasiado…
Vacío. Una medida para nada.
Entonces, Wolf se encontró frente a la puerta del señor Brul, y frente al propio señor Brul. Se pasó la mano por los cabellos y se sentó.
—Ya está… —dijo el señor Brul.
—Ya está —dijo Wolf—. Sin resultados.
—¿Cómo? —dijo el señor Brul.
—Con él la cosa no ha funcionado —dijo Wolf—. No hemos dicho más que, tonterías.
—Pero ¿y después? —preguntó el señor Brul—. Se lo ha contado todo a sí mismo, ¿no? Es lo esencial.
—¿Ah? —dijo Wolf—. Sí. Bueno. De todas formas, es un número que se podía haber eliminado del plan. Es completamente hueco, no tiene sustancia.
—Esa es la razón —dijo el señor Brul— por la que le he pedido que fuera a verle a él primero.
Para liquidar lo antes posible una cosa que carece por completo de importancia.
—Es cierto, no tiene la menor importancia —dijo Wolf—. Nunca me preocupó.
—Claro, claro —masculló el señor Brul—, pero así es más completo.
—Dios —explicó Wolf— es Ganard, uno de mi clase. He visto una foto. Esto devuelve la cosa a sus debidas proporciones. En el fondo, la conversación no ha sido del todo inútil.
—Ahora —dijo el señor Brul— hablemos en serio.
—Se desarrolla a lo largo de tantos años… —dijo Wolf—. Está todo mezclado. Habrá que poner un poco de orden.