Esta vez había puesto el indicador a la velocidad máxima, y no sintió transcurrir el tiempo.
Cuándo su mente se aclaró, se encontraba al principio del camino, en el mismo lugar en que había dejado al señor Perle.
Era el mismo suelo gris amarillento, con las castañas, las hojas muertas y el césped. Pero las ruinas y el zarzal estaban desiertos. Reconoció el recodo hacia el que tenía que dirigirse.
Avanzó sin vacilar.
Casi de inmediato, advirtió un brusco cambio de decorado; a pesar de ello, no tuvo la sensación de que se hubiera producido una interrupción, una solución de continuidad cualquiera. Ahora, ante él, había una calle adoquinada, bastante empinada, triste y bordeada a la derecha por tilos redondos a lo largo de un gran edificio gris, y a la izquierda por un severo muro coronado de cristales. Un silencio total reinaba sobre todas las cosas. Wolf, a paso lento, fue recorriendo el muro; al cabo de unas pocas decenas de metros, se encontró frente a una puerta con postigo, entreabierta.
Sin dudarlo un momento, la empujó y entró. En ese instante se oyó un breve timbrazo, que cesó de inmediato. Estaba en un gran patio cuadrado que le recordó el patio del instituto. El lugar le pareció familiar. El día tocaba a su fin. Allí al fondo, en lo que había sido el despacho del director, brillaba una luz amarilla. El suelo estaba limpio, bastante bien conservado. Sobre el tejado de pizarra chirriaba una veleta.
Wolf se dirigió hacia la luz. Una vez cerca, vio a través de la puerta vidriera a un hombre, sentado frente a una mesita, que parecía estar esperando. Llamó a la puerta y entró.
El hombre miró su reloj, un reloj redondo de acero que extrajo del bolsillo de su chaleco gris.
—Llega usted cinco minutos tarde —dijo.
—Lo siento —dijo Wolf.
El despacho era triste, clásico, olía a tinta y a desinfectante. Al lado del hombre, podía leerse un nombre grabado en negro en una plaquita rectangular: señor Brul.
—Siéntese —dijo el hombre.
Wolf se sentó y le miró. El señor Brul tenía delante una carpeta de cartón de color amarillento que contenía diversos papeles. Tenía alrededor de cuarenta y cinco años, era delgado, se le marcaban los huesos de las mandíbulas bajo la piel cetrina de sus mejillas, y su nariz puntiaguda le daba un aspecto triste. Había recelo en sus ojos, bajo las apolilladas cejas, y una depresión circular en sus cabellos grises era la huella que había dejado un sombrero llevado demasiado tiempo.
—Ha pasado ya por mi colega Perle —dijo el señor Brul.
—Si, señor —dijo Wolf—. León-Abel Perle.
—Para seguir con el plan —dijo el señor Brul—, debería interrogarle ahora sobre su etapa escolar y sus estudios.
—Sí, señor —dijo Wolf.
—Es complicado —dijo el señor Brul—, porque mi colega, el Padre Grille, se verá obligado a retroceder. Sus relaciones con la religión fueron, en efecto, muy poco duraderas, mientras que sus estudios le ocuparon hasta después de los veinte años.
Wolf asintió.
—Salga —dijo el señor Brul— y siga el pasillo interior hasta la tercera travesía. Allí encontrará fácilmente al Padre Grille: entréguele esta tarjeta. Después vuelva a verme.
—Sí, señor —dijo Wolf.
El señor Brul rellenó un formulario y se lo dio a Wolf.
—De este modo —dijo— tendremos tiempo de hablar tranquilamente. Siga el pasillo. Tercera travesía.
Wolf se levantó, saludó y salió.
Se sentía como oprimido. El largo y sonoro pasillo abovedado daba a un patio interior, a un jardín triste con senderos de grava bordeados de arbustos de boj enano. De los macizos de tierra seca, cubiertos de hierbajos, salían rosales muertos. Los pasos de Wolf resonaban en el pasillo, y tenía ganas de correr como corría antaño, cuando llegaba tarde, cuando entraba por la vivienda del portero porque ya habían cerrado la alta verja acorazada de chapa opaca. El suelo de cemento granulado estaba cortado por franjas, más gastadas que el resto, de piedra blanca con trazas de conchas fósiles, cada una de las cuales se correspondía con una de las columnas que sostenían la bóveda. Al otro lado del patio se abrían puertas que daban a clases vacías con bancos en gradas; de vez en cuando, Wolf divisaba un retazo de pizarra o, erguida y austera sobre su desgastado estrado, una cátedra.
Al llegar al tercer cruce Wolf reparó inmediatamente en una pequeña placa de esmalte blanco: Catecismo. Llamó tímidamente y entró. Era una sala como un aula sin mesas, con recios bancos llenos de inscripciones y hendiduras, y bombillas con pantallas esmaltadas que colgaban de largos cables; las paredes, marrones hasta un metro y medio del suelo, viraban después a un gris sucio. Todo estaba cubierto de una espesa capa de polvo. En su mesa, delgado y distinguido, el Padre Grille parecía impacientarse. Llevaba una pequeña barba puntiaguda y una sotana de buen corte; una liviana cartera de cuero negro reposaba sobre la mesa, a su lado. A Wolf no le causó sorpresa ver entre sus manos la carpeta que pocos instantes antes estaba en poder del señor Brul.
Le entregó la tarjeta.
—Hola, hijo —dijo el Padre Grille.
—Buenos días, Padre —dijo Wolf—. El señor Brul me…
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el Padre Grille.
—¿Tiene usted prisa? —preguntó Wolf—. Si quiere me voy.
—No, no, de ninguna manera —dijo el Padre Grille—. Tengo todo el tiempo que haga falta.
Su voz trabajada, distinguida en exceso, hería a Wolf como una cristalería incómoda.
—Veamos… —murmuró el Padre Grille—. En lo que me concierne…, ejem…, usted ya no cree en gran cosa, ¿no es así? Entonces…, veamos…, dígame cuándo dejó de creer. Es una pregunta fácil, ¿no?
—Sí… —dijo Wolf.
—Siéntese, siéntese —le dijo el cura—. Mire, ahí tiene una silla… Tómese el tiempo que quiera, no se ponga nervioso…
—No hay ninguna razón para ponerse nervioso —dijo Wolf, cansado.
—¿Le molesta? —preguntó el Padre Grille.
—Oh, no… —dijo Wolf—. Es demasiado simple, eso es todo…
—No es tan fácil…, piénselo bien…
—Con los niños se empieza demasiado pronto —dijo Wolf—. Se les coge a una edad en la que aún creen en los milagros; quieren ver uno; no lo consiguen, y se acabó para ellos.
—Usted no era así —dijo el Padre Grille—. Su respuesta puede ser válida para un niño cualquiera… me dice usted esto para no tener que comprometerse a fondo, y le comprendo… le comprendo, pero ¿no es cierto?, en su caso hay otra cosa otra cosa.
—Oh —dijo Wolf, indignado—. Está usted muy bien informado sobre mí; conoce usted toda mi historia.
—En efecto —dijo el Padre Grille—, pero yo no tengo ninguna necesidad de aclararme sobre su manera de ser. Es a usted a quien concierne… usted…
Wolf se acercó a la silla y se sentó.
—Tenía un cura como usted en catecismo —dijo—. Pero se llamaba Vulpian de Naulaincourt de la Roche-Bizon.
—Grille no es mi nombre completo —dijo el cura, sonriendo complacido—. Yo también tengo derecho a usar el «de»…
—Y para él todos los niños no eran iguales —dijo Wolf—. Le interesaban mucho los que iban bien vestidos, y también sus madres.
—Nada de todo esto puede ser un motivo determinante para no creer —dijo el Padre Grille, conciliador.
—Creí de verdad el día de mi primera comunión —dijo Wolf—. Estuve a punto de desmayarme en la iglesia. Y pensé que había sido Jesús. En realidad, hacía tres horas que esperábamos en una atmósfera viciada, y me estaba muriendo de hambre.
El Padre Grille se echó a reír.
—Tiene usted un rencor infantil contra la religión —dijo.
—Lo que es infantil es su religión —dijo Wolf.
—No está usted facultado para juzgarla —replicó el Padre Grille.
—No creo en Dios —dijo Wolf.
Guardó silencio por unos instantes.
—Dios es enemigo del rendimiento —dijo.
—El rendimiento es enemigo del hombre —dijo el Padre Grille.
—Del cuerpo del hombre… —replicó Wolf.
El Padre Grille sonrió.
—Empezamos mal —dijo—. Nos vamos por los cerros de Úbeda, y usted no contesta a mi pregunta…, no contesta…
—Me sentí decepcionado por las formas de su religión —dijo Wolf—. Son completamente gratuitas. Todo son carantoñas, cancioncitas, hábitos bonitos… La religión y el music-hall son casi lo mismo.
—Vuelva a su estado de ánimo de hace veinte años —dijo el Padre Grille—. Mire, estoy aquí, para ayudarle…, sacerdote o no… y también el music-hall tiene su importancia.
—No existen argumentos para pronunciarse a favor o en contra —murmuró Wolf—. Se cree o no se cree. Siempre me sentí incómodo al entrar en una iglesia. Siempre me sentí incómodo al ver hombres de la edad de mi padre que se arrodillaban frente a un pequeño armario. Me daba vergüenza por mi padre. No llegué a conocer a sacerdotes malos, de esos cuyas infamias se narran en los libros de pederastas, ni presencié injusticias, que, por otra parte, apenas habría sabido identificar, pero me sentía molesto con los curas. Quizá fuera la sotana.
—¿Y cuando dijo: «Renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras»? —dijo el Padre Grille.
Quería ayudar a Wolf.
—Pensé en una bomba —dijo Wolf—. Es verdad, ya no me acordaba… una bomba de agua que había en el jardín de los vecinos, con una palanca, y pintada de verde. Sabe usted, a mí el catecismo apenas me rozó… tal como fui educado, era imposible que creyera. Todo se reducía a una formalidad necesaria para conseguir un reloj de oro y no tener dificultades para casarse.
—¿Quién le mandaba casarse por la iglesia? —dijo el Padre Grille.
—Los amigos se divierten —dijo Wolf—. Y además es un vestido para la mujer y… oh, todo, esto me aburre… no me interesa nada. Nunca me ha interesado.
—¿Quiere ver una foto del Buen Dios? —propuso el Padre Grille—. ¿Una foto?
Wolf le miró. El otro no bromeaba. Estaba allí, atento, con prisas, impaciente.
—No me lo creo, que tenga una foto de Dios —dijo.
El Padre Grille introdujo una mano en el bolsillo interior de su sotana y extrajo una bonita cartera de piel de cocodrilo marrón.
—Tengo toda una serie de fotos excelentes… —dijo.
Eligió tres y las tendió a Wolf, que las examinó con negligencia.
—Me lo imaginaba —dijo—. Es Ganard, uno de mi clase. Siempre hacía de Dios en las obras de teatro que representábamos en el colegio, o jugando durante el recreo.
—Eso es —dijo el Padre Grille—. Ganard, quién lo habría dicho, ¿verdad? Era el tonto de la clase. El último. Ganard. Dios. ¿Quién lo habría dicho? Tenga, mire ésta, de perfil. Es más clara. ¿Se acuerda?
—Sí —dijo Wolf—. Tenía una peca enorme al lado de la nariz. A veces, en clase, le pintaba alas y patas, para que pareciera una mosca. Ganard… pobre chaval.
—No hay por qué compadecerle —dijo el Padre Grille—. Está bien situado, muy bien situado.
—Sí —dijo Wolf—; Muy bien situado.
El padre Grille guardó las fotos en su cartera. En otro compartimento encontró un rectángulo de cartón y se lo entregó a Wolf.
—Tenga, hijo —le dijo—. No ha contestado del todo mal, en conjunto. Le doy un punto. Cuando tenga diez le daré una estampa. Una bonita estampa.
Wolf le miró, estupefacto, y sacudió la cabeza.
—No es verdad —dijo—. Usted no es así. Los curas no son tan tolerantes. Es un camuflaje.
Espionaje. Propaganda. Viento.
—Que sí, hombre, que sí —dijo el cura—, es esto lo que le induce a error. Somos muy tolerantes.
—Vamos, vamos —dijo Wolf—, ¿qué más tolerante que un ateo?
—Un muerto —dijo, negligente, el Padre Orille, metiéndose la cartera en el bolsillo—. Bueno, gracias, muchas gracias. Vaya a ver al siguiente.
—Adiós —dijo Wolf.
—¿Encontrará el camino? —dijo el Padre Orille, sin esperar respuesta.