CAPÍTULO XXII

Y luego, en aquel momento, llegaron al punto desde el que se veía bailar al negro. Los negros ya no bailan en la calle. Siempre hay un montón de imbéciles mirándolos, y los negros creen que lo hacen para ponerlos en ridículo. Es que los negros son muy susceptibles, y tienen razón.

Después de todo, ser blanco es, más que una cualidad especial, una carencia de pigmentos, y no es razón suficiente para que unos tipos que han inventado la pólvora pretendan ser superiores a todo el mundo y se crean con derecho a perturbar otras actividades mucho más interesantes, como la danza y la música. Digo esto para explicar por qué el negro no había encontrado otro rincón donde estar tranquilo; la caverna estaba guardada por un guardián; para ver al negro, pues, había que cargarse al guardián, lo que constituía a ojos del negro, una especie de certificado; quien tuviera las suficientes ganas de verle como para cargarse al guardián podía hacerlo, puesto que había dado prueba de la necesaria carencia de prejuicios.

Por otra parte, estaba cómodamente instalado, y un tubo especial le hacía llegar del exterior sol y aire de verdad. El cruce que había elegido, tapizado de hermosos cristales de cromo naranja, era bastante amplio y alto de techo, y en él crecían hierbas tropicales y colibríes, y, en general, las especias indispensables. El negro se acompañaba con la música de una máquina perfeccionada que tocaba mucho rato. Por la mañana ensayaba, por secciones, las danzas que por la tarde ejecutaba completas y con todos los detalles.

Cuando Wolf y Lazuli llegaron, estaba apenas a punto de empezar la danza de la serpiente, que se baila con la mitad inferior del cuerpo, de las caderas a las puntas de los pies, sin la participación del resto. Esperó cortésmente a que estuvieran cerca de él para dar comienzo a su actuación.

Su máquina de música le hacía un perfecto acompañamiento en el que se reconocía el timbre grave de una sirena de barco a vapor que, el día en que se grabó el disco, sustituía improvisando al saxo barítono de la orquesta.

Wolf y Lazuli miraban en silencio. El negro era muy hábil, sabía mover las rótulas de por lo menos quince maneras distintas, lo que, incluso para un negro, es un número considerable. Poco a poco iban olvidando todas las preocupaciones, la máquina, el Concejo Municipal, Folavril y la sangrita.

—No me arrepiento de haber vuelto por la caverna —dijo Lazuli.

—Yo tampoco —respondió Wolf—. Sobre todo porque a esta hora afuera ya es de noche. Y éste aún tiene sol.

—Tendríamos que venir a vivir con él —sugirió Lazuli.

—¿Y el trabajo? —dijo Wolf, con poca convicción.

—¡Oh, el trabajo! ¡Claro! ¡Sí! —dijo Lazuli—. No, si lo que usted quiere es volver a su maldita cabina. El trabajo no es más que un pretexto. Y yo quiero saber si ese hombre vuelve.

—¡Basta! —dijo Wolf—. Míralo y déjame en paz. Te impedirá seguir pensando en estas cosas.

—Claro —dijo Lazuli—, pero es que me quedaba un resto de conciencia profesional.

—Vete a la mierda; con tu conciencia profesional —dijo Wolf.

El negro les dirigió una amplia sonrisa y se detuvo. La danza de la serpiente había terminado.

En su rostro brillaban grandes gotas de sudor, que se secó con un pañuelo a cuadros. Luego, sin más dilación, se puso a bailar la danza del avestruz. No se equivocaba ni una vez, y a cada momento inventaba nuevos ritmos con el repiqueteo de sus pies.

Al término de esta nueva danza, el negro les sonrió otra vez.

—Hace dos horas que están ustedes aquí —dijo con toda objetividad.

Wolf miró su reloj. Era cierto.

—No lo tome a mal —dijo—. Es que estábamos fascinados.

—Para eso sirve —constató el negro.

Pero Wolf se dio cuenta, no sé cómo —se nota en seguida cuando un negro se pone susceptible—, de que se habían quedado demasiado tiempo. Se despidió con un murmullo de disculpa.

—Hasta la vista —dijo el negro.

Y, acto seguido, atacó el paso del león cojo. Antes de llegar al subterráneo principal, Wolf y Lazuli se volvieron por última vez, en el momento en que el negro imitaba el asalto de la gacela de los altiplanos. Luego el túnel giraba, y ya no le vieron más.

—¡Ah! —dijo Wolf—. ¡Qué lástima que no hayamos podido quedamos más tiempo!

—Vamos a llegar tarde de todos modos —dijo Lazuli, sin por ello apresurarse lo más mínimo.

—Todo son decepciones —dijo Wolf—. Las cosas buenas no duran.

—Nos sentimos frustrados —dijo Lazuli.

—Y aunque duraran —dijo Wolf—, también se acabarían un día u otro.

—Nunca duran —dijo Lazuli.

—Sí —dijo Wolf.

—No —dijo Lazuli.

Era difícil llegar a un acuerdo, de modo que Wolf cambió de conversación.

—Se nos presenta una buena jornada de trabajo —dijo.

Reflexionó y añadió:

—El trabajo dura.

—No —dijo Lazuli.

—Sí —dijo Wolf.

Esta vez se vieron obligados a callarse. Caminaban aprisa, y el pasadizo empezaba a subir.

De pronto, se encontraron en una escalera. A la derecha, en una garita, había un viejo guardián en guardia.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —les preguntó—. ¿Se han cargado a mi compañero del otro lado?

—No es nada grave —le aseguró Lazuli—. Mañana ya volverá a andar.

—Tanto peor —dijo el viejo guardián—. He de reconocer que no me desagrada ver gente. Buena suerte, muchachos.

—Si volvemos —dijo Lazuli—, ¿nos dejará bajar?

—Ni hablar —dijo el viejo guardián—. Una orden es una orden. Tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

—Como usted quiera —prometió Lazuli—. Hasta pronto.

Afuera había cercos grises y pálidos. Hacía viento. Pronto amanecería.

Al pasar cerca de la máquina, Wolf se detuvo.

—Vete a casa —le dijo a Lazuli—. Yo vuelvo allí.

Lazuli se alejó en silencio. Wolf abrió el armario y empezó a equiparse. Sus labios murmuraban palabras inaudibles. Tiró de la palanca que abría la puerta y entró en la cabina. La puerta gris se cerró tras él con un chasquido seco.