CAPÍTULO XXI

Caminaban uno al lado al otro, sin preocuparse del camino. Lazuli arrastraba un poco la pierna, y su mono de seda cruda estaba arrugado. Wolf iba con la cabeza gacha, contándose los pies. Al cabo de un momento dijo, con una especie de esperanza:

—¿Y si pasáramos por las cavernas?

—Si —dijo Lazuli—. Aquí hay demasiada gente.

Acababan de cruzarse, en efecto, por tercera vez en diez minutos, con un viejo en mal estado de conservación. Wolf extendió el brazo izquierdo para indicar que iba a girar, y entraron en la primera casa. Era una casa poco crecida, de apenas un piso, porque estaban ya cerca de los suburbios. Bajaron la escalera del sótano, verde de musgo, y llegaron al pasadizo general, que comunicaba toda la hilera de casas. Desde allí se accedía sin esfuerzo a las cavernas. Bastaba con cargarse al guardián, lo cual fue cosa fácil, ya que no le quedaba más que un diente.

Detrás del guardián se abría una puerta estrecha, con arco de medio punto, y una segunda escalera, reluciente de minúsculos cristales. De trecho en trecho, una lámpara guiaba los pasos de Wolf y Lazuli, que hacían crujir bajo sus suelas las deslumbrantes concreciones. Al final de la escalera el subterráneo se ensanchaba, y el aire, cálido y palpitante, parecía sangre en el interior de una arteria.

Hicieron dos o trescientos metros sin hablarse. De vez en cuando la pared se interrumpía en aberturas más bajas, ramificaciones del pasadizo central, y cada vez cambiaban los colores de los cristales. Los había de color malva, de color verde intenso; otros eran como ópalos, con reflejos de un color entre azul lácteo y anaranjado; algunos pasillos parecían tapizados de ojos de gato.

En otros, la luz temblaba ligeramente y el centro de los cristales palpitaba como un pequeño corazón mineral. No corrían ningún riesgo de perderse, porque no había más que seguir el pasadizo central para salir de la ciudad. A veces se detenían para seguir con la mirada los juegos de luz en una de las ramificaciones. En los cruces había bancos de piedra blanca para sentarse.

Wolf pensaba que la máquina seguía esperándole en la oscuridad, y se preguntaba cuándo iba a volver.

—Hay un líquido que rezuma de los montantes de la cabina —dijo Wolf.

—¿Lo que tenía en la cara al bajar? —preguntó Lazuli—. ¿Esa cosa negra y pegajosa?

—Se volvió negro al bajar —dijo Wolf—. Allí dentro era rojo. Rojo y viscoso, como sangre espesa.

—No es sangre —dijo Lazuli—. Debe ser una condensación…

—Esto no es más que sustituir un misterio por una palabra —dijo Wolf—. Lo que, a su vez, es un misterio, y nada más. Se empieza así y se termina haciendo magia.

—Y qué —dijo Lazuli—. ¿Y lo de la cabina, no es magia? Es un residuo de una antigua superstición gala.

—¿Cuál? —dijo Wolf.

—Es usted como todos los demás galos —dijo Lazuli—. Tiene miedo de que se le venga el cielo encima y toma la delantera. Se encierra.

—¡Dios mío —dijo Wolf—, si es precisamente lo contrario! Quiero saber qué hay detrás.

—¿Cómo puede ser que salga rojo —dijo Lazuli—, si viene de la nada? Tiene que ser forzosamente una condensación. Pero no se preocupe usted por ello. ¿Qué ha visto desde allí dentro? Ni siquiera se ha dignado decírmelo —protestó Lazuli—, a pesar de que he trabajado con usted desde el principio. Sabe usted perfectamente que le importa un rábano lo que…

Wolf no contestó. Lazuli vacilaba. Al fin se decidió.

—En un salto de agua —dijo—, lo que importa es el salto, no el agua.

Wolf levantó la cabeza.

—Desde allí dentro —dijo—, se ven las cosas tal como fueron. Eso es todo.

—¿Y le quedan ganas de volver? —dijo Lazuli, riéndose sarcastifloso.

—Tenga ganas o no, volveré —dijo Wolf—, es inevitable.

—¡Buh! —se carcajeó Lazuli—. Me hace usted gracia.

—¿Y tú por qué pones esa cara de imbécil, cuando estás con Folavril? —dijo Wolf, contraatacando—. ¿Me lo vas a decir, acaso?

—Nada de eso —dijo Lazuli—. No tengo nada que decirle respecto a eso, puesto que no ocurre nada fuera de lo normal.

—Te echas atrás, ¿eh? —dijo Wolf—. ¿Porque acabas de hacerlo con una amorosa del barrio? ¿Y te crees que todo va a volver a funcionar con Folavril? Puedes estar tranquilo. Tan pronto como vuelvas a encontrarte a solas con ella, vendrá el tipo ese a molestarte.

—No —dijo Lazuli—. Imposible, después de lo que he hecho.

—Y antes, en la sangrita, ¿no lo has visto, al tipo ese? —dijo Wolf.

—No —dijo Lazuli, que mentía con aplomo.

—Mientes —dijo Wolf.

Y añadió:

—Con aplomo.

—¿Falta mucho para llegar? —dijo Lazuli cambiando de tono, porque la cosa se estaba poniendo insoportable.

—Sí —dijo Wolf—. Media hora, por lo menos.

—Quiero ver al negro que baila —dijo Lazuli.

—Es en el próximo cruce —dijo Wolf—. Dentro de dos minutos. Tienes razón, no nos vendrá mal verlo. Esto de la sangrita es una estupidez.

—La próxima vez —dijo Lazuli— será mejor que juguemos a la bocamanga.