CAPÍTULO XX

Al recobrar la conciencia, Wolf se desperezó y se desprendió del cuerpo de su amorosa, que se había vuelto a dormir entera. Se levantó, hizo unos cuantos movimientos para desentumecer los músculos y se inclinó hacia ella para tomarla en brazos. Ella se colgó de su cuello y él la llevó hasta la bañera, que estaba llena de un agua opaca y perfumada. La sumergió cuidadosamente y regresó a la habitación para vestirse. Lazuli, ya listo, le esperaba acariciando a las otras dos muchachas, que se dejaban hacer, no sin complacencia. Cuando salieron les besaron y fueron a reunirse con su compañera.

Hollaron el suelo amarillo, con las manos en los bolsillos, respirando a pleno pulmón el aire lechoso. De vez en cuando se cruzaban con hombres llenos de serenidad. Otros se sentaban en el suelo, se quitaban los zapatos y se tendían cómodamente sobre la acera para descabezar un sueño antes de volver a empezar. Algunos se pasaban la vida en el barrio de las amorosas, alimentándose de pimienta y de alcohol de piña. Estaban flacos y como endurecidos, la mirada ardiente, los gestos redondeados, el espíritu en paz.

En una esquina, Wolf y Lazuli tropezaron con dos marineros que salían de una casa azul.

—¿Son ustedes de aquí? —preguntó el más alto.

Era alto, moreno, con el pelo rizado, un cuerpo musculoso y una cabeza romana.

—Sí —dijo Lazuli.

—¿Nos querrían indicar dónde se puede jugar? —preguntó el otro marinero, bajito y neutro.

—¿A qué? —dijo Wolf.

—A la sangrita y a la bocamanga —respondió el primer marinero.

—El barrio del juego está por allí… —dijo Lazuli señalando hacia adelante—. Hacia donde vamos nosotros.

—Les seguimos —dijeron a coro los dos marineros.

—¿Cuándo han desembarcado? —preguntó Lazuli.

—Hace dos años —respondió el marinero alto.

—¿Cómo se llaman ustedes? —pregunto Wolf.

—Yo me llamo Sandre —dijo el marinero alto—, y mi amigo se llama Berzingue.

—¿Llevan dos años en el barrio? —preguntó Lazuli.

—Sí —dijo Sandre—. Estamos bien. Nos gusta mucho el juego.

—¿La sangrita? —precisó Wolf, que había leído historias de marinos.

—La sangrita y la bocamanga —dijo Berzingue, que al parecer era muy poco hablador.

—Vengan a jugar con nosotros —propuso Sandre.

—¿A la sangrita? —dijo Lazuli.

—Sí —dijo Sandre.

—Deben ser ustedes demasiado buenos para competir con nosotros —dijo Wolf.

—Es un buen juego —dijo Sandre—. No hay perdedores. Se gana más o se gana menos, pero se aprovecha tanto lo que ganan los demás como lo que gana uno mismo.

—Casi que me dejo tentar —dijo Wolf—. Al cuerno la hora. Hay que probarlo todo.

—La hora no existe —dijo Berzingue—. Tengo sed.

Llamó a una porteadora de bebidas, que acudió. Sobre la bandeja, el alcohol de piña hervía en vasitos de plata. Ella bebió con ellos, y ellos la besaron en los labios, de vivo en vivo.

Seguían hollando la espesa lana amarilla, rodeados por momentos, de niebla, completamente relajados, llenos de vida hasta la punta de los dedos de los pies.

—Antes de llegar aquí —dijo Lazuli— ¿navegaron mucho?

—Ja, ja, jamás —dijeron los dos marineros.

Luego, Berzingue añadió:

—Estamos mintiendo.

—Sí —dijo Sandre—. En realidad, no hemos parado.

Decíamos ja, ja, jamás porque, en nuestra opinión, esto debería casi fláuticamente poder transformarse en una cancierención.

—Esto no nos dice adónde han estado —dijo Lazuli.

—Hemos visto las Islas Huecas —dijo Sandre—, y permanecimos tres días en ellas.

Wolf y Lazuli les miraron con respeto.

—¿Cómo son? —dijo Wolf.

—Huecas —dijo Berzingue.

—¡Caramba! —dijo Lazuli.

Se había puesto pálido.

—No vale la pena pensar en ello —dijo Sandre—. Lo pasado, pasado está. Y en aquel momento no nos dimos cuenta de nada.

Se detuvo.

—Ya está —dijo—. Es aquí. Tenían ustedes razón, ése era el camino. Llevamos dos años aquí, pero aún no conseguimos orientarnos.

—¿Y cómo se las arreglan en alta mar? —preguntó Wolf.

—En el mar —dijo Sandre— hay mucha variedad. No hay dos olas que se parezcan. Aquí todo es lo mismo. Casas y más casas. Así no hay manera.

Empujó la puerta, que se rindió ante tal argumento. El interior era amplio y embaldosado, todo lavable. A un lado estaban los jugadores, sentados en butacas de cuero; al otro lado, gente de pie, hombres o mujeres según los gustos, desnudos y atados. Sandre y Berzingue llevaban ya sus cerbatanas de sangrita con sus iniciales grabadas, y Lazuli cogió dos de una bandeja, una para Wolf y otra para él, y una caja de agujas.

Sandre se sentó, se llevó la cerbatana a la boca y sopló. Al otro extremo, frente a él, había una niña de quince o dieciséis años. La aguja se clavó en la carne de su pecho izquierdo, y se formó una gran gota de sangre que fue descendiendo a lo largo del cuerpo.

—Sandre es un vicioso —dijo Berzingue—. Apunta a los pechos.

—¿Y usted? —preguntó Lazuli.

—Yo, para empezar —dijo Berzingue—, esto sólo se lo hago a los hombres. A mí las mujeres me gustan.

Sandre iba por la tercera aguja. Se clavó tan cerca de las anteriores que se oyó un débil chasquido de acero.

—¿Quieres jugar? —preguntó Wolf a Lazuli.

—¿Por qué no? —dijo Lazuli.

—A mí —dijo Wolf— ya se me han quitado las ganas.

—¿Y una vieja? —propuso Lazuli—. Seguro que no le da angustia, tirar a una vieja… a los ojos.

—No —dijo Wolf—. No me gusta. No le veo la gracia.

Berzingue había escogido su blanco, un muchacho acribillado de acero que se miraba, indiferente, los pies. Cogió aire y sopló con todas sus fuerzas. La punta dio de lleno en la carne y desapareció en la ingle del muchacho, que se sobresaltó. Se acercó un vigilante.

—Tira usted demasiado fuerte —le dijo a Berzingue—. ¿Cómo quiere que se la saque, si tira tan fuerte? Se inclinó sobre el punto sangrante, sacó de su bolsillo unas pinzas de acero cromado y hurgó delicadamente en la carne. Dejó caer sobre el embaldosado la aguja brillante y roja.

Lazuli dudaba.

—Tengo muchas ganas de jugar —le dijo a Wolf—. Pero no estoy muy seguro de que me guste tanto como a ellos.

Sandre había lanzado ya sus diez agujas. Le temblaban las manos, y su boca deglutía suavemente.

No se le veía más que el blanco de los ojos. Tuvo una especie de espasmo y se dejó caer hacia atrás en su butaca de cuero.

Lazuli accionaba la manivela que cambiaba el blanco. De pronto se inmovilizó.

Frente a él había un hombre vestido de oscuro que le miraba con mirada triste. Se frotó los párpados.

—¡Wolf! —susurró—. ¿Le ve usted?

—¿A quién? —dijo Wolf.

—Al hombre que tengo delante.

Wolf miró. Se aburría. Quería marcharse.

—Estás loco —le dijo a Lazuli.

Se oyó un ruido cerca de ellos. Berzingue había vuelto a soplar demasiado fuerte y como represalia le habían clavado cincuenta agujas en la cara. Su rostro no era más que una mancha roja.

Lanzaba gemidos de dolor mientras se lo llevaban los vigilantes.

Lazuli, turbado por el espectáculo, había desviado la mirada. La dirigió de nuevo al frente.

El blanco estaba vacío. Se puso en pie.

—Cuando usted quiera… —murmuró, dirigiéndose a Wolf.

Salieron. Todo su entusiasmo se había esfumado.

—¿Por qué habremos tenido que encontrarnos con esos dos marineros? —dijo Lazuli.

Wolf suspiró.

—Hay tanta agua por todas partes… —dijo—. Y tan pocas islas.

Se alejaron a grandes pasos del barrio del juego, y ante ellos se alzaba la verja negra de la ciudad. Franquearon el obstáculo y volvieron a sumirse en la oscuridad tejida de hilos de sombra; tenían una hora de camino hasta casa.