CAPÍTULO XVII

Lazuli tiritaba. La noche había caído de golpe, compacta y ventosa, y el cielo aprovechaba para acercarse al suelo, abrigándolo, con su mórbida amenaza. Wolf no había vuelto aún, y Lazuli se preguntaba si no habría que ir a buscarlo. Quizá Wolf se ofendiera. Se acercó al motor para robarle un poco de calor, pero el motor apenas calentaba.

Desde hacía algunas horas, las paredes del Cuadrado se habían fundido en la masa algodonosa de las sombras, y se veían parpadear, no muy lejos, los ojos rojos de la casa. Seguro que Wolf había avisado a Lil de que volvería tarde, pero, a pesar de ello, Lazuli estaba esperando a cada momento verla aparecer con una linterna.

Así, como no se lo esperaba, se dejó sorprender por la llegada de Folavril, sola en la oscuridad.

La reconoció cuando estuvo muy cerca de él, y sintió calor en las manos. Ella, amable y flexible como una liana, se dejó abrazar. Él le acarició el grácil cuello, la estrechó contra su cuerpo y murmuró, con los ojos entornados, palabras de letanía; pero ella, de repente, lo sintió contraerse, petrificarse.

Fascinado, Lazuli veía a su lado a un hombre de tez pálida, vestido de oscuro, que les estaba mirando. Su boca dibujaba una barra negra en su cara; sus ojos parecían venir de muy lejos.

Lazuli jadeaba. No podía soportar que alguien escuchara lo que decía a Folavril. Se apartó de ella y apretó los puños hasta que se le blanquearon los nudillos.

—¿Qué quiere usted? —dijo: Sintió, sin verlo, el asombro de la muchacha rubia, y, durante una fracción de segundo, volvió la cabeza. Sorprendida, con una media sonrisa de sorpresa. Aún no inquieta. Miró de nuevo al hombre… ya no había nadie. Lazuli se puso a temblar, el frío de la vida le helaba el corazón.

Permanecía junto a Folavril, anonadado, viejo. No decían nada. La sonrisa había desaparecido de los labios de Folavril. Ella le pasó el brazo en torno al cuello y le mimó como a un bebé, acariciándole el corte preciso de sus cabellos detrás de la oreja.

En ese momento oyeron el choque sordo de los tacones de Wolf contra el suelo y éste cayó pesadamente a su lado. Quedó de rodillas, encorvado, sin fuerzas, con la cabeza entre las manos.

Se apreciaba en su mejilla un gran reguero negro, espeso y viscoso, como una cruz de tinta sobre unos deberes mal hechos; sus doloridos dedos digerían a duras penas la larga atadura a que habían estado sometidos.

Olvidando su propia pesadilla, Saphir descifraba en el cuerpo de Wolf las huellas de una inquietud distinta. La tela de su traje protector brillaba de microscópicas gotitas, como perlas, y él permanecía abatido, casi como un cadáver, al pie de la máquina.

Folavril se deshizo de Saphir y se acercó a Wolf. Le cogió las muñecas con sus cálidos dedos y, sin intentar separárselas, las estrechó amistosamente. Al mismo tiempo, hablaba con voz envolvente y cantarina, le decía que volviera a casa, donde se estaba caliente, donde había un gran círculo de luz sobre la mesa, donde Lille esperaba; y Saphir se inclinó hacia Wolf y le ayudó a levantarse.

Le guiaron, paso a paso, por entre las sombras. Wolf andaba con dificultades. Arrastraba un poco la pierna derecha, un brazo apoyado en los hombros de Folavril. Saphir le sostenía del otro lado. Hicieron el camino en completo silencio. De los ojos de Wolf caía sobre la hierba de sangre una luz hostil y fría que difundía ante ellos la tenue huella de su doble haz, que se iba esfumando de segundo en segundo; cuando llegaron a la puerta de la casa la masa opaca de la noche acababa de cerrarse sobre ellos.