CAPÍTULO XVI

—El plan —dijo el señor Perle— es sencillísimo, Nos movemos sobre la base de dos factores determinantes: usted es occidental y católico. De ello se deduce, que debemos adoptar el siguiente orden cronológico: 1.°) relaciones con su familia; 2.°) etapa escolar y estudios posteriores; 3.°) primeras experiencias religiosas; 4.°) pubertad, vida sexual en la adolescencia y, si es el caso, matrimonio; 5.°) actividad en cuanto célula de un cuerpo, social; 6.°) si han existido, inquietudes metafísicas posteriores, nacidas de una toma de contacto más estrecho con el mundo, y que pueden estar relacionadas con el punto 2.° en caso de que usted, al contrario de la mayoría de los hombres de su especie, se hubiera mantenido en contacto con la religión en los años siguientes a su primera comunión.

Wolf reflexionó, sopesó, ponderó y dijo:

—Es un plan posible. Naturalmente…

—Claro —atajó el señor Perle—. Podríamos abordarlo desde otro punto de vista que no fuera el cronológico, e incluso invertir el orden de algunos puntos. En lo que á mí se refiere, estoy encargado de hacerle preguntas sobre el primer punto, y solamente sobre ése. Relaciones con su familia.

—Es una cuestión obvia —dijo Wolf—. Todos los padres son iguales.

El señor Perle se levantó y empezó a andar de un lado para otro. Los fondillos de su viejo bañador colgaban sobre sus delgadas piernas como una vela en calma chicha.

—Por última vez —dijo—, le ruego que deje de comportarse como un niño. Ahora va en serio.

»¡Todos los padres son iguales! ¡No me diga! Así que como los suyos le trataban bien, para usted es como si no existieran.

—Mis padres eran buenos, es cierto —dijo Wolf—, pero con padres malos se reacciona más violentamente, lo que, a fin de cuentas, es beneficioso.

—No —dijo el señor Perle—. Se gasta más energía, pero al final, como se ha recorrido el camino más largo, se llega al mismo punto; es un despilfarro. Evidentemente, cuantos más obstáculos ha vencido uno, más tentado se siente de creer que ha llegado más lejos. Eso es falso. Luchar no significa avanzar.

—Lo pasado, pasado está —dijo Wolf—. ¿Puedo sentarme?

—Vaya —dijo el señor Perle—, veo que tiene usted ganas de ser insolente conmigo. En todo caso, si es mi bañador lo que le hace reír, piense que también podría no llevarlo.

A Wolf se le ensombreció el semblante.

—No me río —dijo, prudente.

—Puede sentarse —terminó el señor Perle.

—Gracias —dijo Wolf.

Se dejaba influenciar, a su pesar, por el tono grave del señor Perle; Ante sus ojos, el rostro bonachón del viejo se recortaba sobre un fondo de hojas oxidadas por el otoño, como finas virutas de cobre. Cayó una castaña, y las perforó con un ruido de pájaro que emprende el vuelo. El fruto y su zurrón aterrizaron con un suave crujido.

Wolf reunía sus recuerdos. Se daba cuenta ahora de que el señor Perle tenía razón de no preocuparse en exceso del plan. Las imágenes acudían en desorden, al azar, como números extraídos de una bolsa. Se lo dijo:

—¡Se va a mezclar todo!

—Ya me las apañaré —dijo el señor Perle—. Venga, dígalo todo. El abrasivo y el aglomerante.

»Y no olvide que es el aglomerante el que da forma al abrasivo.

Wolf se sentó y ocultó su rostro entre las manos. Empezó a hablar con voz neutra, sin matices, indiferente.

—Era una casa grande —dijo—. Una casa blanca. No me acuerdo bien del principio, veo las caras de los criados. Muchas mañanas iba a la cama de mis padres, y de vez en cuando mi padre y mi madre se besaban en la boca delante mío, y me resultaba muy desagradable.

—¿Cómo se portaban con usted? —preguntó el señor Perle.

—Nunca me pegaron —dijo Wolf—. Era imposible hacerles enfadar. Había que hacerlo adrede. Había que hacer trampas. Cada vez que tenía ganas de encolerizarme, no tenía más remedio que simularlo, y lo hacía bajo pretextos tan fútiles y vanos que ya no puedo recordarlos.

Cogió aliento. El señor Perle no decía palabra, y su vieja cara se arrugaba por la atención.

—Siempre estaban temiendo que me pasara algo —dijo Wolf—. No podía asomarme a las ventanas, no podía cruzar la calle solo, bastaba con que hiciera un poco de viento para que me envolvieran en mi piel de cabra, y ni en verano abandonaba mi chaleco de lana, uno de esos jerseys amarillentos y deformes que nos hacían con lana de la región. Y en cuanto a mi salud, era una cosa espantosa. Hasta los quince años no me dejaron beber otra cosa que agua hervida. Pero lo que evidenciaba la cobardía de mis padres era el hecho de que ellos no se cuidaban, de que con su conducta hacia ellos mismos contradecían su actitud hacia mí. Por fuerza tenía yo que acabar sintiendo miedo, y pensando que era muy frágil, y casi me alegraba salir a la calle en invierno, sudando bajo una docena de bufandas de lana. Durante toda mi infancia, mi padre y mi madre asumieron la tarea de apartar de mí todo lo que pudiera lastimarme. Moralmente, sentía un vago malestar, pero mi débil carne se regocijaba hipócritamente.

Se rió con sorna.

—Un día encontré a unos muchachos que paseaban por la calle con el impermeable colgado del brazo, mientras que yo iba sudando enfundado en mi pesado abrigo de invierno, y sentí vergüenza.

»Me miré en el espejo, y vi a un patoso hinchado, amordazado y encasquetado como una larva de abejorro. Dos días más tarde llovía: me quité la chaqueta y salí a la calle. Lo hice con toda la calma, para que mi madre tuviera oportunidad de intentar retenerme. Pero había dicho “voy a salir” y tuve que hacerlo. Y a pesar de que mi miedo a resfriarme me enturbiaba la alegría de haberme librado de lo que me avergonzaba, tuve que salir porque me daba vergüenza tener miedo de resfriarme.

El señor Perle carraspeó.

—Hum, hum —dijo—. Todo esto está muy bien.

—¿Es eso lo que me preguntaba? —dijo Wolf recobrando bruscamente la conciencia.

—Más o menos —dijo el señor Perle—. Ya ve lo fácil que es, una vez que se empieza. ¿Qué ocurrió cuando regresó a casa?

—Fue una escena terrible —dijo Wolf—. Guardando las debidas proporciones.

Reflexionó, con la mirada perdida.

—Se mezclan varias cosas distintas —dijo—. Mi deseo de vencer mi debilidad y el sentimiento de que debía esa debilidad a mis padres, y la tendencia de mi cuerpo a abandonarse a esa debilidad.

»Es curioso, sabe, mi lucha contra el orden establecido empezó como un acto de vanidad. Si no me hubiera visto tan ridículo en aquel espejo… Fue lo grotesco de mi aspecto físico lo que me abrió los ojos. Y lo ostensiblemente grotescas que resultaban ciertas diversiones familiares me acabó de asquear. Sabe, íbamos de picnic y llevábamos nuestra propia hierba, para poder sentarnos en la carretera y no ser importunados por los bichos. En un desierto, me habría gustado… la ensaladilla rusa, los caracoles, los macarrones… Pero bastaba con que pasara alguien para que todas esas formas humillantes de la civilización familiar, los tenedores, los vasos de aluminio y todo eso, me hicieran hervir la sangre, me encolerizaran, y entonces dejaba el plato y me alejaba para que pareciera que yo no tenía nada que ver, o me instalaba al volante del coche vacío, lo cual me confería una especie de virilidad mecánica. Y mientras tanto mi yo débil me iba soplando al oído: “Con tal de que quede ensaladilla rusa y jamón…”, y entonces sentía vergüenza de mí mismo, vergüenza de mis padres, y les odiaba.

—¡Pero si los quería mucho! —dijo el señor Perle.

—Desde luego —dijo Wolf—. Y, sin embargo, la imagen de un cesto con el asa rota, del que sobresalen el termo y el pan, basta aún hoy para ponerme fuera de mí, me da ganas de matar.

—Lo que le molestaba era la posibilidad de que hubiera observadores —dijo el señor Perle.

—Desde ese momento —dijo Wolf—, mi vida exterior se ha desarrollado en función de esos observadores. Es lo que me ha salvado.

—¿Se considera usted salvado? —dijo el señor Perle—. Resumiendo: usted reprocha a sus padres que hayan alentado en usted una tendencia a la pusilanimidad que usted, por debilidad, se sentía inclinado a satisfacer, pero que, moralmente, le disgustaba soportar. Lo que le indujo a intentar dar a su vida un esplendor del que carecía, y, como consecuencia, a dar más importancia de la debida a la actitud de los demás hacia usted. Se encontraba usted en una situación dominada por imperativos contradictorios, y la decepción era inevitable.

—Y el sentimiento —dijo Wolf—. Estaba abrumado por el sentimiento. Me querían demasiado; y como yo no quería a nadie, llegaba a la lógica conclusión de que los que me amaban eran estúpidos… incluso perversos; y, poco a poco, me fui construyendo un mundo a mi medida… un mundo sin bufandas ni padres. Un mundo vacío y luminoso como un paisaje boreal, un mundo por el que yo vagaba, infatigable y duro, con la nariz atenta y el ojo avizor… sin parpadear ni una sola vez. Me entrenaba durante horas, detrás de una puerta, y los ojos me lloraban lágrimas dolorosas que yo no vacilaba en derramar sobre el altar del heroísmo; inflexible, dominante, despreciativo, vivía intensamente…

Rió alegremente.

—Sin darme cuenta ni por un instante —concluyó— de que no era más que un niño gordinflón, de que la mueca de desprecio de mi boca, encuadrada por mis rollizas mejillas, me daba aspecto de tener ganas de hacer pipí.

—Bueno —dijo el señor Perle—, los sueños de heroísmo son frecuentes en los niños. Además, esto ya me basta para calificarle.

—Es curioso… —dijo Wolf—. Esa reacción contra la ternura, esa preocupación por la opinión ajena eran un primer paso hacia la soledad. Porque tuve miedo, porque pasé vergüenza, porque me sentí decepcionado, quise jugar al héroe indiferente. ¿Hay alguien más solo que un héroe?

—¿Hay alguien más solo que un muerto? —dijo el señor Perle, con aire indiferente.

Quizá Wolf no lo oyó. No dijo nada.

—Bueno —dijo el señor Perle—, le doy las gracias, es por allí.

Señaló con el dedo el recodo del camino.

—¿Nos volveremos a ver? —dijo Wolf.

—No lo creo —dijo el señor Perle—. Buena suerte.

—Gracias —dijo Wolf.

Vio cómo el señor Perle se enrollaba en su barba y se tendía cómodamente en su banco de piedra blanca. Luego se dirigió hacia la curva del camino. Las preguntas del señor Perle habían hecho surgir en él mil rostros, mil días que danzaban en su cabeza como las luces de un calidoscopio demente.

Después, de pronto, la oscuridad.