CAPÍTULO XIV

Y primero acudieron en tropel, como un gran incendio de olores, de luz y de murmullos.

Estaban los portabolas, cuyos frutos rugosos se ponen a secar para obtener la áspera pelusilla que se tira en el cuello de la gente. Hay quien los llama plátanos. Esta palabra en nada altera sus propiedades.

Estaban las hojas tropicales armadas de largos ganchos córneos y pardos, semejantes a los de insectos combatientes.

Estaban los cabellos cortos de aquella niña, en preparatorio de ingreso, y el delantal grisáceo del niño del que Wolf tenía envidia.

Los grandes jarrones rojos a ambos lados de la escalinata que la llegada de la noche transformaba en indios salvajes, y la incertidumbre de la ortografía.

La caza de lombrices con el palo de una escoba.

Aquella habitación inmensa cuya bóveda esférica podía vislumbrarse levantando una punta del edredón abombado como el vientre enorme del gigante que comía corderos.

La melancolía de las relucientes castañas que se veían caer todos los años, castañas ocultas entre las hojas amarillas, con su blando zurrón de espinas que apenas pinchaban hendido en dos o en tres, y que servían para jugar, talladas como máscaras, semejantes a pequeños gnomos, enhebradas en collares de tres o cuatro vueltas, castañas podridas que reventaban en un jugo nauseabundo, castañas lanzadas contra los cristales de las ventanas.

Esto fue el año que, al volver de vacaciones, los ratones habían roído sin miramientos las velas miniatura, guardadas en el cajón de abajo, que habían iluminado la tienda de comestibles de juguete y Wolf volvía a sentir la alegría que tuvo al comprobar, abriendo el cajón vecino, que habían dejado intacto el paquete de pasta de letras con las que se divertía, durante la cena, escribiendo su nombre en el plato mientras se comía la sopa.

¿Dónde estaban los recuerdos puros? En casi todos se funden impresiones de otras épocas que se les superponen y les confieren una realidad distinta. Los recuerdos no existen: es otra vida revivida con otra personalidad, y que en parte es consecuencia de esos mismos recuerdos. No se puede invertir el sentido del tiempo, a menos que se viva con los ojos cerrados y los oídos sordos.

En medio del silencio, Wolf cerró los ojos. Se sumergía cada vez más hacia adelante; y ante él se iba extendiendo el mapa sonoro, en cuatro dimensiones, de su pasado ficticio.

Sin duda, había ido bastante aprisa, porque en ese momento vio desaparecer la pared de la cabina que tenía delante.

Soltó los ganchos que aún lo sujetaban, y salió al otro lado.