CAPÍTULO XII

Llegó a pesar de todo con algunos minutos de adelanto, y los aprovechó para examinar la máquina. En el hoyo quedaban aún decenas de elementos, y el motor, cuidadosamente revisado por Lazuli, funcionaba con toda regularidad. No había otra cosa que hacer más que esperar. Esperó.

El suelo, maleable, conservaba aún la huella del cuerpo elegante de Folavril, y allí estaba el clavel que había tenido, en sus labios, espumoso y dentado, ya unido a la tierra por mil lazos invisibles, hilos de blancas arañas. Wolf se inclinó para cogerlo, y el sabor del clavel lo golpeó y lo aturdió. Falló. El clavel se apagó y su color se confundió con el del suelo. Wolf sonrió. Si lo dejaba allí, los municipales lo aplastarían. Su mano corrió a ras del suelo hasta dar con el delgado tallo. Al sentir que lo cogían, el clavel recobró su color natural. Wolf lo cortó con delicadeza por uno de los nudos y se lo colocó en el ojal. Aspiraba su olor sin necesidad de inclinar la cabeza.

Tras el muro del Cuadrado se oyó un vago rumor de música, un estruendo de clarines y los recios golpes sordos de los tambores; luego, una pared de ladrillos se derrumbó ante el empuje del derribamuros municipal, pilotado por un ujier barbudo que vestía un uniforme negro con una cadena de oro. Por la brecha entraron los primeros representantes de la multitud, que se alinearon respetuosamente a ambos lados. La música, hueca y retumbante, hizo su aparición, Tuff, Tuff y Tzinn. Los coristas empezarían a berrear tan pronto como la gente se encontrara al alcance de sus voces. El tambor mayor, pintado de verde, encabezaba la marcha, agitando una avutarda con la que apuntaba, sin ninguna esperanza, hacia el sol. Hizo una enérgica señal, seguida de un doble salto mortal, y los coristas atacaron el himno: Aquí está el señor alcalde ¡Tuff, Tuff y Tzinn! De esta hermosa ciudad, ¡Tuff, Tuff y Tzinn! Que ha venido a verles ¡Tuff, Tuff y Tzinn! Para preguntarles ¡Tuff, Tuff y Tzinn! Si piensan ustedes ¡Tuff, Tuff y Tzinn! Pagarle algún día ¡Tuff, Tuff y Tzinn! Todos los impuestos ¡Tuff, Tuff y Tzinn y Tzinn y Ticoticotó! El ticoticotó fue producido por el choque de piezas metálicas talladas en forma de coco contra un tititó que las iba golpeando por partes. El conjunto constituía una marcha muy antigua que se tocaba un poco porque sí, ya que hacia mucho tiempo que nadie pagaba impuestos; pero no se podía impedir que la charanga tocara la única melodía que sabía.

Detrás de la música apareció el alcalde, que sostenía su trompetilla y se esforzaba por introducir en ella un calcetín, para no oír aquel espantoso alboroto. Su mujer, una señora muy gorda, completamente roja. Y completamente desnuda, apareció a continuación montada en un carro con un cartel publicitario del principal comerciante en quesos de la ciudad, que sabía de unos cuantos manejos turbios de la municipalidad y les obligaba a satisfacer todos sus caprichos.

La mujer tenía unos pechos enormes, que le iban golpeando en el estómago debido a la mala suspensión del vehículo, y debido también a que el hijo del comerciante en quesos iba poniendo piedras bajo las ruedas.

Detrás del carro del comerciante en quesos venía el del quincallero, que no disponía de la influencia política de su rival y tenía que contentarse con una gran litera de gala en la cual una virgen se abandonaba a los caprichos de un voluminoso mono. El alquiler del mono era muy caro, y no daba tan buenos resultados, ya que hacía diez minutos que la doncella se había desmayado y ya no chillaba; mientras que la mujer del alcalde se estaba poniendo violeta, y aunque no hubiera sido así, tenía cantidad de pelos, y muy mal peinados.

Seguía el carro del comerciante de bebidas, propulsado por una batería de tetinas a reacción; un coro de bebés entonaba una vieja canción de taberna.

El cortejo acababa aquí, porque los cortejos no divierten a nadie; y el cuarto carro, en el que se habían instalado los vendedores de ataúdes, se había averiado un poco antes, porque el conductor había muerto sin confesarse.

Wolf, medio ensordecido por la charanga, vio a los oficiales que avanzaban a su encuentro escoltados por hombres de la guardia armados de grandes fusiles sardónicos. Los recibió como debía; los especialistas, mientras tanto, levantaron en pocos minutos un pequeño estrado de madera con gradas, que fue ocupado por el alcalde y los tenientes de alcalde, mientras la alcaldesa seguía paseándose en su carro. El comerciante en quesos ocuparía su lugar oficial.

Hubo un gran redoble de tambores, tras el cual el pífano se volvió loco y salió disparado por los aires como un cohete, sujetándose las orejas con las dos manos; todas las miradas siguieron su trayectoria, y todo el mundo escondió la cabeza, entre los hombros cuando cayó, la cabeza por delante, con un ruido de babosa que se suicida. Después de lo cual todos respiraron, aliviados, y el alcalde se puso en pie.

La charanga había dejado de tocar. Un polvo espeso subía por el aire azulado a causa del humo de los cigarrillos de droga dominical, y olía a muchedumbre, y a todos los pies que el término implica. Algunos padres, enternecidos por las súplicas de sus hijos, se los habían subido en hombros; pero los mantenían cabeza abajo para que no adquirieran el vicio de la curiosidad.

El alcalde carraspeó en su trompetilla y tomó la palabra por el cuello para estrangularla, pero ésta resistió.

—Señores —dijo—, y queridos coadjúpilos. No insistiré en la solemnidad del día, no más puro que el fondo de mi corazón, porque como vosotros sabéis tan bien como yo, por primera vez desde el advenimiento al poder de una democracia estable e independiente, los turbios manejos políticos y la vil demagogia que marcaron con sus sospechas las pasadas décadas, ejem, joder, no se puede leer, esta mierda de papel, el texto está todo borrado. Quiero añadir que si os dijera todo lo que sé, y especialmente lo que respecta a ese otro animal embustero que se hace llamar comerciante en quesos…

La multitud aplaudió estruendosamente y el comerciante se levantó a su vez. Empezó a leer el detalle de los generosos sobornos recibidos por el Concejo Municipal de parte del mayor traficante de esclavos de la ciudad. La charanga se puso a tocar para acallar su voz, y la mujer del alcalde, queriendo salvar a su marido con una maniobra de diversión, redobló su actividad.

Wolf sonreía con una sonrisa vaga. No escuchaba ni una palabra. Estaba en otra parte.

—Nos sentimos orgullosos —prosiguió el alcalde— de poder hoy aclamar, con colérica alegría, la notable solución ideada por nuestro gran coadjúpilo aquí presente, Wolf, para eliminar totalmente las dificultades que resultan de la superproducción de metal para la fabricación de máquinas.

Y como no puedo deciros más, ya que, personalmente y como ya es habitual, no sé nada en absoluto de lo que se trata, puesto que soy miembro de la Administración, cedo la palabra a la banda de música, que va a interpretar una pieza de su repertorio.

Con gran agilidad, el tambor mayor dio un puntapié a la luna, seguido de medio salto mortal hacia atrás, y en el preciso momento en que tocó el suelo, el tuba soltó una gruesa nota de obertura que se puso a revolotear graciosamente. Y luego los músicos se fueron introduciendo subrepticiamente por los intervalos, hasta que pudo reconocerse la melodía tradicional. Como la muchedumbre se acercaba, demasiado; los hombres de la guardia hicieron una descarga general que dedesanimó a la mayor parte de los presentes, mientras que los cuerpos de los demás quedaban hechos jirones.

El Cuadrado se vació en pocos segundos. Quedaban en él Wolf, el cadáver del pífano, unos cuantos papeles grasientos y un pedazo de estrado. Las espaldas alineadas de los hombres de la guardia se alejaban marcando el paso, hasta que desaparecieron.

Wolf suspiró. La fiesta había terminado. De detrás del muro del Cuadrado, allá a lo lejos, llegaba aún el ruido de la charanga, que se iba alejando a sacudidas con súbitos rebrotes. El motor acompañaba la música con su inagotable ramoneo.

Vio a lo lejos a Lazuli que venía a su encuentro. Folavril le acompañaba, pero se separó de él antes de que se reuniera con Wolf. Inclinaba la cabeza al andar y, con su vestido de dibujos amarillos y negros, parecía una salamandra rubia.