La máquina tenía el aspecto filiforme de una telaraña vista de lejos. Lazuli, de pie, comprobaba su funcionamiento, que, desde la víspera, había sido normal. Se agachó para inspeccionar los delicados engranajes del motor. Muy cerca de él, tendida en la hierba recién cortada, Folavril soñaba despierta; con un clavel entre los labios. Alrededor de la máquina la tierra temblaba un poco, pero no era desagradable.
Lazuli se incorporó y se miró las manos llenas de aceite. No podía acercarse a Folavril con esas manos. Abrió el armario metálico, cogió un estropajo y se las limpió un poco. Luego se untó los dedos con jabón mineral y se los frotó. Los granos de piedra pómez le dejaron las palmas de las manos ásperas. Se enjuagó en un cubo abollado. Debajo de cada uña le quedaba una raya azul de grasa; aparte de esto, estaba limpio; Cerró el armario y se volvió. Folavril, alta y esbelta, se dejaba mirar, con sus largos cabellos rubios en punta sobre la frente, su mentón redondo casi voluntarioso y sus orejas finas como nácares de laguna. Su boca de espesos labios, casi iguales; sus senos que tiraban de su jersey demasiado corto, haciendo que quedara al descubierto la piel dorada de la cadera. Lazuli recorría con la mirada la conmovedora silueta de su cuerpo. Se fue a sentar al lado de ella y se inclinó para besarla. Y entonces advirtió una presencia extraña y, de un salto, se puso nuevamente en pie. Un hombre, a su lado, le estaba mirando. Lazuli se echó atrás y se pegó a la estructura metálica; sus dedos sintieron el frío del acero, se decidió a mirar a su vez al hombre; el motor vibraba en sus manos y le comunicaba su potencia. El hombre no se movía, se engrisecía, se fundía y, al fin, pareció disolverse en el aire, y no quedó nada de él.
Lazuli se secó la frente. Folavril no había dicho palabra, se limitaba a esperar, sin ni siquiera sorprenderse.
—¿Qué quiere de mí? —murmuró, como hablando consigo mismo—. Cada vez que estamos juntos, él está a mi lado.
—Has trabajado demasiado —dijo Folavril—, y estás cansado de la fiesta de anoche. No paraste de bailar.
—Mientras tú estabas fuera —dijo Lazuli.
—No estaba lejos —dijo Folavril—, estaba hablando con Wolf. Ven a mi lado. Cálmate. Necesitas descansar.
—Eso es lo que quiero —dijo Lazuli.
Se pasó la mano por la frente.
—Pero es que ese hombre está siempre ahí.
—Te aseguro que no hay nadie —dijo Folavril—. Si está, ¿por qué yo no lo veo?
—Tú no miras nunca nada… —dijo Lazuli.
—Y menos lo que puede molestarme —dijo Folavril. Lazuli se acercó y se volvió a sentar a su lado sin tocarla.
—Eres hermosa —murmuró— como… como un farolillo japonés… encendido.
—No digas tonterías —protestó Folavril.
—No puedo decirte que eres hermosa como el día —dijo Lazuli—, porque depende de los días.
Pero un farolillo japonés es siempre hermoso.
—Me da lo mismo ser guapa que ser fea —dijo Folavril—. Lo único que quiero es gustar a la gente que me interesa.
—Gustas a todo el mundo —dijo Lazuli—. O sea que los que te interesan seguro que están en el lote.
Vista de cerca, tenía el rostro salpicado de minúsculas pecas, y, sobre las sienes, hilos de cristal dorado.
—Deja de pensar en todo esto —dijo Folavril—. Piensa en mí, en cuando estoy contigo, y cuéntame un cuento.
—¿Qué cuento? —preguntó Lazuli.
—¡Oh! Pues nada de cuento, entonces —dijo Folavril—; ¿prefieres cantarme una canción?
—¿A qué viene todo esto? —dijo Lazuli—. Lo que quiero es tomarte en mis brazos y sentir el sabor a frambuesa de tus labios.
—Sí —murmuró Folavril—, es buena idea, mejor que los cuentos…
Folavril se dejó hacer e hizo a su vez.
—Folavril… —dijo Lazuli.
—Saphir… —dijo Folavril.
Y se besaron de nuevo. La noche se acercaba. Los vio y se detuvo antes de llegar a ellos, para no molestarlos. Mejor sería que fuera a acompañar a Wolf, que regresaba en aquel momento.
Al cabo de una hora, todo estaba a oscuras, menos un círculo de sol en el que había los ojos cerrados de Folavril y los besos de Lazuli, en medio del vapor que desprendían sus cuerpos.