El senador Dupont alargaba el paso porque Wolf andaba deprisa; y si bien el senador tenía cuatro patas, las de Wolf eran dos veces inferiores en número, pero tres veces más largas; de ahí la necesidad en que se encontraba el senador de sacar la lengua de vez en cuando y hacer ¡uff!, ¡uff!, para manifestar su cansancio.
El suelo era ahora rocoso, y estaba cubierto de un musgo duro lleno de pequeñas flores, como bolas de cera perfumada. Por entre los tallos volaban insectos que destripaban las flores a golpes de mandíbula para beber el licor de su interior. El senador no cesaba de tragarse bichos crujientes, y se sobresaltaba cada vez. Wolf caminaba a grandes zancadas, con el palo de pluk en la mano, y sus ojos escrutaban los alrededores con el mismo cuidado con que habrían intentado descifrar el Kalevala en el texto original. Entremezclaba lo que veía con cosas que ya estaban en su mente, y buscaba el lugar en que encajaría mejor la hermosa figura de Lil. Una o dos veces intentó, incluso, incorporar al paisaje la efigie de Folavril, pero una vergüenza a medias formulada le hizo desechar el montaje. Haciendo un esfuerzo, consiguió concentrarse en la idea del uapití.
Por indicios de diversa índole, tales como excrementos en espiral y cintas de máquina de escribir mal digeridas, advirtió la proximidad del animal y ordenó al senador, profundamente emocionado, que conservara la calma.
—¿Vamos a encontrar alguno? —susurró Dupont.
—Claro —repuso Wolf en voz baja—. Y ahora, basta de bromas. Cuerpo a tierra los dos.
Se pegó al suelo y avanzó lentamente. El senador refunfuñaba «me estoy desollando la entrepierna», pero Wolf le obligó a callarse. A tres metros, divisó de repente lo que buscaba: una gran piedra enterrada en sus tres cuartas partes, horadada en su cúspide por un pequeño agujero perfectamente cuadrado, que se abría en su dirección. Al llegar a ella, le dio tres grandes golpes con su palo.
—¡Al cuarto golpe, será la hora exacta…! —dijo imitando la voz del Caballero.
Dio el cuarto golpe. En el mismo momento, el uapití salió como enloquecido del agujero, haciendo grandes contorsiones.
—¡Piedad, monseñor! —gimió— devolveré los diamantes. ¡Palabra de gentilhombre…! ¡Yo no he hecho nada…! Se lo aseguro…
Los ojos relucientes de codicia del senador Dupont le miraban chupándose los dedos, si se me permite decirlo así.
Wolf se sentó y miró al uapití.
—Te he engañado —dijo—. No son más que las cinco y media. Vas a venir con nosotros.
—¡No, no y no! —protestó el uapití—. Esto no vale. No forma parte del juego.
—Si hubieran sido las veinte horas y doce minutos —dijo Wolf—, y si nos hubiéramos encontrado allí, estabas listo de todos modos.
—Se aprovecha usted de la traición de un antepasado —dijo el uapití—. Eso es de cobardes. Usted sabe bien que somos de una extremada sensibilidad horaria.
—No es razón que puedas alegar en tu defensa —dijo Wolf para impresionarlo con un lenguaje adecuado.
—Bueno, pues voy con usted —dijo el uapití—. Pero mantenga a distancia a esta bestia de mirada torva que parece querer asesinarme en este mismo instante: Al senador se le arrugaron los hasta el momento hirsutos bigotes.
—Pero… —farfulló—: Si he venido con las mejores intenciones del mundo…
—¡Y a mí qué me importa el mundo! —dijo el uapití.
—¿Vas a soltarnos el rollo, ahora? —preguntó Wolf.
—Soy su prisionero, señor —dijo el uapití—, y me someto a su voluntad.
—Perfecto —dijo Wolf—. Dale la mano al senador y vámonos.
Sorbiéndose los mocos de la emoción, el senador Dupont tendió su enorme pata al uapití.
—¿Puedo subirme a la espalda del señor? —preguntó éste señalando al senador.
El senador asintió y el uapití, muy contento, se instaló sobre su espalda. Wolf inició la marcha de regreso. Le seguía el senador, feliz y emocionado. Por fin, su ideal se materializaba… se había hecho realidad… Una untuosa serenidad le invadió el alma, Y ya no sentía los pies.
Wolf caminaba, triste.