Al dejar a Wolf, Lil se apresuró. Una ranita azul se puso a saltar delante de ella. Una rana de zarzal sin pigmento complementario. Iba en dirección a la casa, y le sacó dos saltos de ventaja a Lil. La rana siguió su camino, pero Lil subió a toda prisa por la escalera para retocarse el maquillaje en su tocador. Una pincelada por aquí, una pasada de cepillo por allá, elixir en las mejillas, reconstituyente para las greñas, estuches para las uñas, y estuvo lista. No más de una hora, en total. Corriendo, se despidió de la criada y salió. Atravesó el Cuadrado y, por una pequeña puerta, entró en la calle.
La calle reventaba de aburrimiento en largas grietas originales; que le servían de diversión.
Sobre un fondo de sinuosas láminas de sombra resplandecían piedras de vivos colores, reflejos inciertos y manchas de luz que se apagaban al azar de los movimientos del suelo. El brillo de un ópalo; después, uno de esos cristales de las montañas que desprenden polvo de oro como los pulpos cuando uno quiere cogerlos; el fulgor chirriante de una esmeralda salvaje; y, de pronto, los tiernos regueros de una colonia de berilos degradados. Andando a pasos cortos, Lil iba pensando en las preguntas que haría. Y su vestido seguía a sus piernas, complacido, más bien halagado.
Había casas, las primeras brotando apenas, más adelante algo más crecidas, y al final era una calle de verdad, con sus edificios y su circulación. Cruzar tres travesías, girar a la derecha; la oliente vivía en una alta cabaña construida sobre grandes pies de madera llenos de callos, con una retorcida escalera de cuya barandilla colgaban repugnantes andrajos que daban todo el colorido local que podían. En el aire flotaba un perfume de curry, de ajo, y de pan de centeno, con matices, a partir del quinto peldaño, de col y de pescado de edad muy avanzada. En lo alto de la escalera, un cuervo con la cabeza prematuramente encanecida por la aplicación de agua oxigenada extrafuerte recibía a los visitantes tendiéndoles una rata destripada que sostenía delicadamente por la cola. La misma rata le servía para mucho tiempo, ya que los iniciados declinaban el ofrecimiento y los que no lo eran no iban.
Lil sonrió amablemente al cuervo y dio tres golpes en la puerta con la maza de recepción que colgaba de un cordón, por favor.
—¡Entre! —dijo la oliente, que había subido la escalera tras ella.
Lil entró, seguida por la especialista. En la cabaña había un metro de agua, y se circulaba sobre colchonetas flotantes para no estropear el encerado. Lil, prudente, se deslizó hasta el usado sillón de reps reservado a las visitas, mientras la oliente vaciaba febrilmente el agua por la ventana con una cacerola de hierro oxidado. Cuando estuvo más o menos seco, se sentó a su vez frente a su mesa de olisquear, sobre la cual reposaba un inhalador de cristal sintético. Bajo el inhalador había una gran mariposa beige, desmayada, clavada al envejecido tapete por el peso, del inhalador.
La oliente levantó el instrumento y sopló delicadamente sobre la mariposa. Luego, dejó el aparato a su izquierda, y se sacó del corpiño un juego de cartas que chorreaba humo y sudor.
—¿Le hago la lira completa? —preguntó.
—No tengo mucho tiempo —dijo Lil.
—Entonces, ¿media lira y el residuo? —preguntó la oliente.
—Sí, también el residuo —dijo Lil.
La mariposa empezaba a agitarse suavemente. Y dejó escapar un ligero suspiro. La baraja de tarots despedía un olor a zoológico. La oliente colocó con rapidez las seis primeras cartas sobre la mesa. Olió violentamente.
—Vaya, vaya —dijo—. No huelo gran cosa en su juego. Vamos, escupa por el suelo y ponga el pie encima.
Lil obedeció.
—Ahora ya puede retirar el pie.
Lil retiró el pie y la oliente encendió una pequeña bengala. La habitación se llenó de humo luminoso y de un olor a pólvora verde.
—Eso es, eso es —dijo la oliente—. Ahora se huele con más claridad. Bueno, barrunto para usted noticias de alguien a quien usted quiere bien. Y después dinero. No una suma considerable.
Pero, en fin, un poco de dinero. Evidentemente, nada extraordinario. Considerando las cosas de manera objetiva, podríamos casi decir que, desde el punto de vista financiero, su situación no va a cambiar. Espere.
Tiró seis cartas más sobre las primeras.
—¡Ah! —dijo—. Exactamente lo que le decía. Se va a ver obligada a desembolsar una pequeña cantidad. Pero, en cambio, la carta la afecta muy de cerca. Quizá su marido. Lo cual significa que va a hablar con usted, ya que, naturalmente, sería ridículo que su marido le escribiera una carta.
Sigamos. Elija una carta.
Lil cogió la primera que le vino a mano, la quinta del montón.
—¡Ajá! —dijo la oliente—. ¡He aquí la confirmación exacta de todo lo que le anunciaba! Una gran felicidad para una persona de su familia. Va a encontrar lo que ha estado buscando desde hace mucho tiempo, después de haber estado enfermo.
Lil pensó que Wolf había hecho bien en construir la máquina y que al fin sus esfuerzos iban a verse recompensados, pero que habría que tener cuidado con su hígado.
—¿De verdad? —preguntó.
—Lo más verídico y oficial posible —dijo la oliente—, los olores no mienten nunca.
—Ya lo sé —dijo Lil.
Momento en el que el cuervo oxigenado llamó a la puerta con el pico, imitando el canto de la despedida salvaje.
—Tengo que darme prisa —dijo la oliente—. ¿Insiste en lo del residuo?
—No —dijo Lil—. Me basta con saber que mi marido va a encontrar por fin lo que busca. ¿Qué le debo, señora?
—Doce pelucas —dijo la oliente.
La gran mariposa beige se agitaba cada vez más. De pronto, se elevó por los aires, en un vuelo pesado, incierto, más enfermizo aún que el del murciélago. Lil se echó atrás. Tenía miedo.
—No es nada —dijo la oliente.
Abrió el cajón y cogió un revólver. Sin levantarse, apuntó al bicho de terciopelo y disparó.
Se produjo un sucio chasquido. La mariposa, herida en plena cabeza, plegó sus alas sobre su corazón y cayó en picado, inerte. Al tocar el suelo hizo un ruido blando. Se alzó un polvo de sedosas escamas. Lil empujó la puerta y salió. Cortésmente, el cuervo le dijo adiós. Otra persona esperaba.
Una niña delgada, de ojos negros e inquietos, que apretaba en su sucia mano una moneda de plata. Lil bajó la escalera. La niña vaciló y la siguió.
—Perdón, señora —dijo—. ¿Dice la verdad?
—Claro que no —dijo Lil—. Dice el porvenir. No es lo mismo, ¿sabes?
—¿Y esto da confianza? —preguntó la niña.
—A veces da confianza —dijo Lil.
—El cuervo me da miedo —dijo la niña—. Esa rata destripada huele muy mal. No me gustan nada las ratas.
—A mí tampoco —dijo Lil—. Pero es una oliente modesta… No puede permitirse tener lagartos muertos, como las olientes de altos vuelos.
—Entonces voy a volver —dijo la niña—. Muchas gracias, señora.
—Adiós —dijo Lil.
La niña volvió a subir con rapidez los torturados escalones; Lil se apresuraba en su regreso a casa, y durante todo el camino granates rizados dieron reflejos luminosos a sus hermosas piernas, mientras el día empezaba a adornarse con las vetas de ámbar y los agudos cantos de grillo del crepúsculo.