CAPÍTULO VII

—Mmm… ¡Buen golpe! —apreció el senador.

La pelota se había elevado a gran altura, y la estela de humo rojizo que había trazado persistía en el cielo. Wolf dejó el palo y reanudaron la marcha.

—Sí —dijo Wolf, indiferente—, estoy progresando. Si pudiera entrenarme…

—Nadie se lo impide —dijo el senador Dupont.

—De todas formas —respondió Wolf—, siempre habrá gente que juegue mejor que yo. Entonces, ¿para qué?

—Esto no tiene nada que ver —dijo el senador—. Es sólo un juego.

—Precisamente —dijo Wolf—, como es un juego hay que ser el mejor. Si no, es una estupidez y basta. ¡Oh!, y además hace quince años que juego al pluk… puedes imaginarte lo que debe seguir gustándome…

El carrito traqueteaba detrás del senador, y aprovechó una ligera pendiente para golpearle el trasero con socarronería. El senador se lamentó.

—¡Qué suplicio! —gimió—. ¡En menos de una hora tendré el culo pelado!

—No seas llorón —dijo Wolf.

—En fin —dijo el senador—, ¡a mi edad! ¡Es humillante!

—Pasear un poco te sienta bien —dijo Wolf—, te lo aseguro.

—Cómo va a sentarme bien una cosa que me aburre tanto —dijo el senador.

—Todo es aburrido —dijo Wolf—, y, sin embargo, se hacen cosas…

—¡Oh! Usted —dijo el senador—, con la excusa de que nada le divierte, se cree que todo el mundo está harto de todo.

—Bueno —dijo Wolf—, en este momento, ¿cuál es tu mayor deseo?

—Si le hicieran a usted la misma pregunta —dijo el senador—, se vería en un aprieto para contestar, ¿eh?

Efectivamente, Wolf no respondió en seguida. Agitaba su palo y se divertía decapitando tallos de petuflor burlona que crecían, aquí y allá, en el campo de pluk. De cada tallo cortado brotaba un chorro viscoso de savia negra que se hinchaba en un pequeño globo negro con monograma dorado.

—No me sería nada difícil —dijo Wolf—. Te diría simplemente que ya no me interesa nada.

—Esto es nuevo —se burló el senador—. ¿Y la máquina?

—Digamos que es más bien una solución desesperada —contestó Wolf en el mismo tono sarcástico.

—Vamos —dijo el senador—, todavía no lo ha intentado usted todo.

—Es cierto —dijo Wolf—. Todavía no. Pero ya llegará el momento. Antes hay que tener una visión clara de las cosas. Pero todo esto no me dice cuál es tu mayor deseo.

El senador se puso serio.

—¿No se reirá usted de mí? —preguntó.

Las comisuras de su hocico estaban húmedas y temblorosas.

—En absoluto —dijo Wolf—. Saber que alguien desea algo de verdad me levantaría la moral.

—Desde que tenía tres meses —dijo el senador en tono confidencial—, siempre he querido tener un uapití.

—Un uapití —repitió Wolf, ausente.

Y en seguida cayó en la cuenta:

—¡Un uapití!

El senador se armó de valor. Su voz cobró firmeza.

—Esto, por lo menos —explicó—, es un deseo preciso y bien definido. Un uapití es verde, tiene púas romas y hace «plop» cuando lo tiras al agua. En fin… para mí… un uapití es así.

—¿Y es éste tu mayor deseo?

—Sí —dijo el senador con orgullo—. Y mi vida tiene una finalidad y soy feliz así. Quiero decir, sería feliz sin esta porquería de carrito.

Wolf dio algunos pasos olisqueando el aire y dejó de decapitar petuflores. Se detuvo.

—Bueno —dijo—. Te voy a desenganchar el carrito y vamos a buscar un uapití. Así verás si tener lo que uno desea supone algún cambio.

El senador, se detuvo y relinchó de emoción.

—¿Qué? —dijo—. ¿Es usted capaz de hacer una cosa así?

—No te lo estoy diciendo…

—Déjese de bromas —jadeó el senador—. No se deben dar falsas esperanzas a un viejo perro cansado…

—Tienes la suerte de desear alguna cosa —dijo Wolf—, y te voy a ayudar, es normal…

—¡Caramba! —dijo el senador—. Esto es lo que en el catecismo se llama metafísica recreativa.

Por segunda vez, Wolf se inclinó y liberó al senador. Se quedó con uno de los palos de pluk y dejó los demás en el carrito. Nadie se atrevería a tocarlos, ya que el código moral del pluk es particularmente severo.

—En marcha —dijo—. Para el uapití hay que caminar agachado y hacia el este.

—Por mucho que se agache —dijo el senador—, seguirá usted siendo más alto que yo. Así que me quedo derecho.

Se pusieron en marcha, olfateando el suelo con precaución. La brisa agitaba el cielo, cuyo vientre plateado y movedizo bajaba, a veces, hasta acariciar las grandes umbelas azules de las cardavenas de mayo, aún en flor, que cargaban el aire de su olor especiado.