Harto de esperar a que se despertara Lil, lo que muy bien podía no ocurrir hasta el anochecer, Wolf garabateó una nota, la dejó a su lado y salió de casa vestido con su traje verde, especialmente concebido para jugar al pluk.
El senador Dupont, ya con el arnés que le había puesto la criada, le siguió arrastrando el carrito en el que iban las pelotas y las banderuelas, la pala para cavar hoyos y el clavapuntas, sin olvidar el cuentagolpes y el sifón de bolas para cuando el agujero fuese demasiado profundo.
Wolf llevaba en bandolera un estuche con sus palos de pluk: un palo de ángulo abierto, otro de ángulo muerto, y el que no sirve para nada, pero brilla mucho.
Eran las once. Wolf no se sentía cansado, pero Lil había estado bailando sin parar hasta bien entrada la mañana. Saphir debía de estar trabajando con la máquina. Folavril también dormía, probablemente.
El senador blasfemaba como un verdadero diablo. No le gustaba nada el pluk, y se rebelaba en especial contra el carrito. Wolf insistía en hacerle tirar de él de vez en cuando para que, con el ejercicio, rebajara barriga. Un crespón negro enlutaba el alma del senador Dupont, quien, por más que se esforzase, nunca rebajaría barriga, pues tenía el vientre demasiado desarrollado. Cada tres metros el senador hacía un alto en el camino y devoraba una mata de grama.
El campo de pluk se extendía en el límite del Cuadrado, detrás del muro meridional. Allí la hierba no era roja, sino de un hermoso verde artificial adornado de bosquecillos y parterres de conejos bizcos. Se podía jugar al pluk durante horas sin necesidad de tener que recorrer dos veces el mismo camino, lo que constituía uno de los principales alicientes. Wolf andaba a buen paso, saboreando el aire fresco, recién ordeñado, de la mañana. De vez en cuando llamaba al senador Dupont y se burlaba de él.
—¿Aún tienes hambre? —le preguntó, al ver que se abalanzaba sobre una mata de grama particularmente alta—. Haberlo dicho, hombre. Ya te habríamos dado un poco de hierba de vez en cuando.
—Muy bien, muy bien —gruñó el senador—. Es muy divertido, burlarse de un pobre viejo al que apenas le quedan fuerzas para moverse y que, encima, se, ve obligado a arrastrar vehículos pesados.
—Favor que te hago —dijo Wolf—. Estás criando barriga. Se te va a caer el pelo, cogerás la escarlatina y quedarás hecho un asco.
—Para hacer de bestia como hago, qué más da —dijo el senador—. De todas formas, la criada acabará arrancándome los pocos pelos que me quedan, peinándome como me peina.
Wolf iba delante y hablaba sin volverse, con las manos en los bolsillos.
—De todos modos —dijo—. Supón que viene a vivir por aquí alguien que tenga, digamos… una perra…
—No me engañará tan fácilmente —dijo el senador—, estoy de vuelta de todo.
—Menos de la grama —dijo Wolf—. Qué gustos tan raros. Yo preferiría una linda perrita.
—Pues por mí no se prive —dijo el senador—. No soy celoso. Sólo que me duele un poco la barriga.
—Pues cuando te comías eso —dijo Wolf—, en ese momento, después de todo, bien que te gustaba.
—Ejem… —dijo el senador—. Aparte de la papilla de tierra y la mostaza en la oreja, lo demás se podía soportar.
—No tienes más que defenderte —dijo Wolf—. Podrías perfectamente enseñarle a tenerte respeto.
—No soy respetable —dijo el senador—. Soy un viejo perro maloliente y me paso el día comiendo. Beuh… —añadió, llevándose una de sus fofas patas al hocico—. Perdóneme un momento… La grama era de buena calidad… Hace su efecto… Desengáncheme el carrito, haga el favor, acabaría por molestarme.
Wolf se inclinó para liberar al senador del arnés de piel que lo mantenía sujeto al carro. El senador, con la nariz a ras del suelo, partió en busca de un matorral dotado de olor adecuado y capaz de disimular, ante los ojos de Wolf, la deshonrosa actividad que se desarrollaría a continuación.
Wolf se detuvo a esperarlo.
—Tómate todo el tiempo que quieras —le dijo—. No viene de un minuto.
Demasiado ocupado con sus hipos cadenciosos, el senador Dupont no respondió. Wolf se sentó en cuclillas, con los talones pegados a las nalgas, y empezó a balancearse de delante atrás, abrazándose las rodillas. Para que no decayera el interés de la acción, tarareaba una melodía llena de sentimiento.
Allí le encontró Lil cinco minutos más tarde. El senador no terminaba, y Wolf estaba por levantarse para darle unas palmaditas en la espalda. Le detuvieron los apresurados pasos de Lil; la reconoció sin necesidad de mirar. Llevaba un vestido de tela fina, y sus cabellos sueltos saltaban por encima de sus hombros. Se abrazó al cuello de Wolf, arrodillándose junto a él, y le habló al oído.
—¿Por qué no me has esperado? ¿Es esto mi día de vacaciones?
—No quería despertarte —dijo Wolf—. Supuse que estarías cansada.
—Estoy muy cansada —dijo ella—. ¿Tantas ganas tenías de jugar al pluk esta mañana?
—Más que nada lo que quería era andar un poco —dijo Wolf—. El senador también, pero ha cambiado de opinión en el camino. Dicho esto, estoy dispuesto a aceptar cualquier proposición tuya.
—Muy amable de tu parte —dijo Lil—. Precisamente venía a decirte que había olvidado que tenía que hacer un recado muy importante y que puedes jugar al pluk de todas formas y sin remordimientos.
—¿Puedes quedarte diez minutos? —preguntó Wolf.
—Por supuesto —respondió Lil—. Pobre senador. Ya sabía yo que se pondría enfermo.
—De enfermo nada —acertó a decir el senador desde detrás de su arbusto—. Intoxicado, que es distinto.
—¡Eso es! —protestó Lil—. ¡Di que la comida era mala!
—La tierra era mala —refunfuñó el senador, y reanudó sus gemidos.
—Vamos a dar un paseo juntos antes de que me vaya —dijo Lil—. ¿Adónde vamos?
—Adonde queramos —dijo Wolf.
Se levantó a la par que Lil y arrojó sus palos de pluk dentro del carrito.
—Vuelvo en seguida —le dijo al senador—. Tómatelo con calma y no te canses.
—Descuide —dijo el senador—. ¡Dios mío! Me tiemblan las manos que es un horror.
Caminaron al sol. Extensos prados se adentraban, como formando golfos, en oscuras arboledas verdes. De lejos, los árboles parecían apretujarse los unos contra los otros, y daban ganas de ser uno de ellos. El suelo estaba cubierto de ramitas secas. A su izquierda, y un poco más abajo, ya que el terreno subía, habían dejado el campo de pluk. Dos o tres personas jugaban al pluk a conciencia, sirviéndose de todos los accesorios.
—Hablemos de ayer —dijo Wolf—. ¿Lo pasaste bien?
—Muy bien —dijo Lil dando un salto—. Estuve bailando toda la noche.
—Ya lo vi —dijo Wolf—, con Lazuli. Estoy muy celoso.
Giraron a la derecha para entrar en el bosque. Se oía a los pájaros carpinteros que jugaban al teléfono en morse.
—¿Y tú qué hacías con Folavril? —dijo Lil, pasando al contraataque.
—Dormir sobre la hierba —repuso Wolf.
—¿Y besa bien? —preguntó Lil.
—Qué tonta eres —dijo Wolf—. Ni se me había pasado por la cabeza.
Lil se rió y se apretó contra él, siguiéndole el paso, lo que la obligaba a problemáticas aperturas de piernas.
—Me gustaría que siempre fueran vacaciones —dijo—. Quisiera estar siempre paseando contigo.
—Te cansarías en seguida —dijo Wolf—. Ya ves, ya tienes que ir a un recado.
—No es verdad —dijo Lil—. Es una casualidad. Tú eres el que se cansaría. Prefieres trabajar. No puedes estar sin trabajar. Te volverías loco.
—No es el hecho de estar sin trabajar lo que me vuelve loco —dijo Wolf—. Lo soy por naturaleza. No exactamente loco, pero me siento incómodo.
—No cuando duermes con Folavril —dijo Lil.
—Ni cuando duermo contigo —dijo Wolf—. Pero esta mañana eras tú la que dormías, y preferí marcharme.
—¿Por qué? —inquirió Lil.
—Si no lo hubiera hecho —dijo Wolf—, te habría despertado.
—¿Por qué? —repitió Lil inocentemente.
—Por esto —dijo Wolf, haciendo lo que quería decir, y se encontraron tendidos en la hierba del bosque.
—Aquí no —dijo Lil—, hay mucha gente.
No tenía ningún aspecto de creer en su excusa.
—Después no podrás jugar al pluk —insistió.
—Este juego también me gusta —murmuró Wolf junto a la oreja, que por cierto era comestible, de ella.
—Me gustaría que estuvieras siempre de vacaciones —suspiró Lil, casi feliz.
Y, en seguida, feliz del todo, tras varios suspiros y alguna actividad.
Abrió de nuevo los ojos.
—Me gusta mucho, mucho, esto… —concluyó.
Wolf la besó dulcemente en las pestañas para atenuar el dolor que produce toda separación, aunque sea local.
—¿Qué es ese recado? —preguntó.
—Es un recado —dijo Lil—. Date prisa… Voy a llegar tarde.
Se levantó, lo cogió de la mano. Corrieron hasta el carrito. El senador Dupont, desplomado, con las cuatro patas en cruz, babeaba sobre las piedras.
—En pie, senador —dijo Wolf—. Vamos a jugar al pluk.
—Adiós —dijo Lil—. Vuelve pronto.
—¿Y tú? —dijo Wolf.
—¡Yo ya estaré allí! —gritó Lil, alejándose.