CAPÍTULO III

Wolf eligió un hermoso hueso de su plato y lo depositó en el plato del senador Dupont, que estaba sentado frente a él, en el lugar de honor, con una servilleta elegantemente anudada en torno a su cuello sarnoso. El senador, en el súmmum del júbilo, esbozó un ladrido jovial que transformó en un maullido soberanamente modulado al sentir todo el peso de la mirada irritada de la criada. Ésta presentó su ofrenda a su vez. Una gran bola de miga de pan, amasada por dedos bien negros, que el senador engulló con un sonoro «glop».

Los otros cuatro hablaban, típica-conversación-de-mesa, pásame el pan, no tengo cuchillo, préstame la pluma, dónde están las canicas, tengo una bujía que no me funciona, quién ganó en Waterloo, más vale honra sin barcos que barcos sin honra, y las vacas serán ribeteadas al centímetro.

Todo ello en muy pocas palabras, pues, en definitiva, Saphir estaba enamorado de Folavril, Lil de Wolf, y viceversa para conservar la simetría de la historia. Y además Lil se parecía a Folavril, ya que ambas tenían el cabello largo y rubio, labios como para besarlos y el talle esbelto.

Folavril lo tenía más arriba, gracias a sus piernas perfeccionadas, pero Lil exhibía unos hombros más hermosos y además Wolf se había casado con ella. Sin el mono pardusco, Saphir Lazuli parecía mucho más apasionado: era la primera fase, bebía vino sin agua… La vida estaba vacía y no era nada triste, si se estaba a la expectativa. Para Wolf. Para Saphir, era desbordante e incalificable.

Para Lil, corolaria. Folavril no pensaba. Vivía, simplemente, y era dulce, merced a sus ojos de cierva-pantera con esos rabillos.

Alguien servía y retiraba los platos, Wolf no sabía quién. No podía mirar a un criado, le daba vergüenza. Sirvió vino a Saphir, que bebió, y a Folavril, que se rió. La criada salió y volvió del jardín con una lata de conservas llena de una mezcla de tierra y agua que intentó hacer tragar al senador Dupont para hacerle rabiar. El senador armó un jaleo de mil demonios, conservando sin embargo el suficiente control de sí mismo como para maullar de vez en cuando como un buen gato doméstico.

Al igual que la mayoría de las acciones que se repiten día tras día, la cena no tenía una duración perceptible. Transcurría, eso era todo. En una hermosa sala de paredes de madera barnizada, con grandes ventanales de cristal azul, con el techo cruzado por vigas rectas y oscuras.

El suelo, embaldosado de color naranja pálido, se inclinaba en una ligera pendiente hacia el centro, lo que daba más intimidad al ambiente. Sobre una chimenea de ladrillos que hacían juego con las baldosas campeaba el retrato del senador a la edad de tres años, luciendo un hermoso collar de cuero con incrustaciones de plata. Flores de espiral de Asia menor adornaban un jarrón transparente; por entre los tallos abollados nadaban pececillos de los Mares. Por la ventana se veían los largos regueros de lágrimas del crepúsculo en las negras mejillas de las nubes.

—Pásame el pan —dijo Wolf.

Saphir, sentado frente a él, alargó el brazo derecho, cogió la cesta y se la tendió con el brazo izquierdo.

—Por qué no.

—No tengo cuchillo —dijo Folavril.

—Préstame la pluma —repuso Lil.

—Dónde están las canicas —preguntó Saphir.

Luego guardaron silencio por unos instantes, pues lo dicho ya bastaba para mantener la conversación durante el asado. Además, aquella noche, como era noche de gala, no se comía asado; un gran pollo dorado a la hoja cloqueaba en voz baja en el centro de una bandeja de porcelana de Australia.

—Dónde están las canicas —repitió Saphir.

—Tengo una bujía que no me funciona —apuntó Wolf.

—¿Quién ganó en Waterloo? —espetó, sin previo aviso, el senador Dupont, quitándole la palabra de la boca a Lil.

Esto originó un segundo silencio, pues no estaba previsto en el programa. Hasta que se elevaron, en plan de exhibición, las voces conjugadas de Lil y Folavril.

—Más vale honra sin barcos que barcos sin honra… —afirmaron con gran calma.

—Y las vacas serán ribeteadas al centímetro, dos veces —respondieron Saphir y Wolf en canon perfeccionado.

Sin embargo, era evidente que pensaban en otra cosa, ya que sus dos pares de ojos habían dejado de hacer juego.

La cena prosiguió, pues, en medio de la satisfacción general.

—¿Seguimos con la fiesta? —propuso Lazuli a la hora de los postres—. No me apetece nada subir a acostarme.

Su habitación ocupaba la mitad del segundo piso, y la de Folavril la otra mitad. Cosas del azar.

A Lil le habría gustado acostarse con Wolf, pero pensó que quizá a Wolf le divertiría. Le relajaría. Le distraería. Le emocionaría. Ver a sus amigos. Le dijo:

—Telefonea a tus amigos.

—¿Cuáles? —preguntó Wolf, descolgando ya el aparato. Se enteró de cuáles se trataba, y éstos no se negaron. Lil y Folavril sonreían, mientras tanto, para animar el ambiente.

Wolf colgó. Creía haber complacido a Lil. Como ella, por pudor, no siempre lo decía todo, él no acababa de entenderla.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo—. ¿Lo mismo que otras veces? ¿Discos, botellas, baile, cortinas rasgadas, lavabo atascado? En fin, tú sabrás por qué te gusta, mi querida Lil.

Lil tenía ganas de llorar. De ocultar el rostro en un buen montón de plumón azul. Pero se tragó, no sin esfuerzo, su tristeza, y le dijo a Lazuli que abriera el mueble-bar, para estar contenta igual. Folavril entendía más o menos lo que pasaba y se levantó y, al pasar, le apretó la muñeca a Lil.

La criada, a modo de postre, llenaba a cucharaditas la oreja izquierda del senador Dupont de mostaza Colman domesticada, y el senador sacudía la cabeza por miedo a que un movimiento opuesto, de la cola, fuera interpretado como una muestra de afecto.

Lil eligió una botella de color verde claro de entre las diez que acababa de extirpar Lazuli y se sirvió un vaso lleno hasta los bordes, sin dejar espacio para el agua.

—¿Una copa, Folle? —propuso.

—Cómo no, amiga mía —dijo Folavril.

Saphir desapareció en dirección al cuarto de baño para dar un repaso a ciertos aspectos de su atuendo. Wolf miraba por la ventana del oeste.

Una tras otra, las franjas rojas de las nubes se iban apagando, con un murmullo ligero como el chirrido del hierro candente en agua. Durante un segundo, todo permaneció inmóvil.

Al cabo de un cuarto de hora llegaron los amigos invitados a esa fiesta tan divertida. Saphir salía del cuarto de baño, con la nariz roja de tanto frotársela, y puso el primer disco. Había música para hasta las tres y media o las cuatro. Allá abajo, en medio del Cuadrado, la máquina seguía gruñendo, y el motor perforaba la noche con su pequeña luz entumecida.