Seguían los cuatro mirando la máquina cuando se produjo un chasquido duro, en el momento en que el segundo elemento, sujeto por los garfios del elemento de cabeza, lo sustituyó en la base de la cabina. El balancín, rígido, oscilaba sin choques ni sacudidas. El motor había alcanzado su régimen óptimo y el escape abría una larga ranura en el polvo.
—Funciona —dijo Wolf.
Lil se apretó contra él, y él sintió, a través de la tela de su pantalón de trabajo, el elástico que ceñía las caderas de ella.
—Bueno —dijo Lil—, te tomas unos días de descanso, ¿no?
—Tengo que seguir viniendo —dijo Wolf.
—Pero ya has hecho el trabajo que te encargaron… —dijo Lil—. Ahora, se acabó.
—No —dijo Wolf.
—Wolf… —murmuró Lil—. Entonces… Nunca…
—Luego… —dijo Wolf—. Primero…
Titubeó, y después continuó:
—En cuanto haya hecho el rodaje —dijo—, la probaré.
—Qué demonios quieres olvidar —dijo Lil, irritada.
—Cuando no se recuerda nada —dijo Wolf—, todo debe ser muy distinto.
Lil insistió.
—Pero tienes que descansar… Me apetecen tanto dos días de mi marido… —dijo a media voz, con una buena dosis de sexo en la entonación.
—Mañana me quedaré contigo —dijo Wolf—. Pero pasado mañana ya estará bastante acelerada y tendré que regularla.
A su lado; Saphir y Folavril, abrazados, permanecían inmóviles. Por primera vez, Saphir se había atrevido a posar sus labios sobre los de su amiga, y conservaba su sabor a frambuesa. Tenía los ojos cerrados, y el ronroneo de la máquina bastaba para transportarlo a otra parte. Y luego miró la boca de Folavril y sus ojos rasgados, con los rabillos hacia arriba, como ojos de ciervapantera, y de repente sintió la presencia de alguien más. Ni Wolf ni Lil… Un extraño… Miró. A su lado, un hombre les observaba. El corazón le dio un brinco, pero no hizo ningún ademán de moverse.
Esperó, y luego se decidió a restregarse los ojos. Lil y Wolf hablaban. Oía el murmullo de sus palabras… Se apretó con fuerza los ojos hasta ver manchas luminosas, y los volvió a abrir. Nadie.
Folavril permanecía apretujada contra él, casi indiferente… ni él mismo tenía conciencia clara de lo que estaban haciendo.
Wolf alargó el brazo y cogió a Folavril del hombro.
—De todos modos —dijo—, tú y tu pollito venís a cenar a casa esta noche.
—¡Oh, sí…! —dijo Folavril—. Y, por esta vez, dejará usted que el senador Dupont cene con nosotros… ¡Siempre está en la cocina, el pobre!
—Reventará de la indigestión —dijo Wolf.
—¡Magnífico! —dijo Lazuli, esforzándose por parecer alegre—. Quiere decir que será una comilona.
—Contad conmigo —dijo Lil.
Le gustaba Lazuli. Tenía un aspecto tan juvenil.
—Mañana —dijo Wolf a Lazuli— tendrás que venir tú a vigilar todo esto. Yo me voy a tomar un día de descanso.
—De descanso no —murmuró Lil restregándose contra él—. De vacaciones. Conmigo.
—¿Podré acompañar a Lazuli? —preguntó Folavril.
Saphir le apretó con dulzura la mano para expresarle su agradecimiento.
—Ah —dijo Wolf—, de acuerdo, pero nada de sabotajes.
Otro chasquido brutal y la pestaña del segundo elemento extrajo el tercero de la reserva.
Dieron media vuelta. Cansados como después de una gran tensión. En el aire del crepúsculo distinguieron la silueta gris y velluda del senador Dupont, que, recién liberado por la criada, corría a su encuentro maullando a pleno pulmón.
—¿Quién le ha enseñado a maullar? —preguntó Folavril.
—Marguerite —repuso Lil—. Dice que le gustan más los gatos, y el senador no sabe negarle nada. Y eso que maullar no le hace ningún bien a su garganta.
Por el camino, Saphir cogió de la mano a Folavril y se volvió dos veces. Había tenido de nuevo la sensación de que un hombre les seguía para espiarles. Seguro que eran los nervios. Restregó su mejilla contra los largos cabellos de la muchacha rubia que caminaba a su mismo paso.
Lejos, a sus espaldas, la máquina seguía murmurando en el cielo inestable, y el Cuadrado estaba muerto y desierto.