CAPÍTULO PRIMERO

El viento, tibio y adormecido, empujaba una brazada de hojas contra la ventana. Wolf, fascinado, contemplaba el pequeño rincón de luz que el retroceso de la rama descubría periódicamente. De pronto se estremeció, sin motivó, apoyó las manos en el borde de su mesa y se levantó. Al pasar, hizo crujir la tabla del parquet que siempre crujía, y, para compensar, cerró la puerta silenciosamente.

Bajó por la escalera, y, cuando se encontró afuera, sus pies se posaron en el camino enladrillado, bordeado de ortigas bífidas, que llevaba al Cuadrado a través de la hierba roja de la región.

A cien pasos, la estructura gris de la máquina desollaba el cielo y lo cercaba de triángulos inhumanos. El mono de Saphir Lazuli, el mecánico, se agitaba como un gran abejorro parduzco cerca del motor. Saphir estaba dentro del mono. Wolf le llamó desde lejos y el abejorro se incorporó y resopló.

Alcanzó a Wolf a diez metros del aparato, y terminaron juntos el camino.

—¿Viene a probarlo? —preguntó.

—Me parece que ya va siendo hora —dijo Wolf.

Miró el aparato. La cabina estaba levantada, y entre los cuatro sólidos pies se abría un profundo pozo. Contenía, dispuestos en buen orden, los elementos destructores que se irían ajustando automáticamente uno tras otro, a medida que se fueran desgastando.

—Con tal de que no tengamos averías —dijo Wolf—. Después de todo, también puede ser que no resista. Está calculado con poco margen.

—Si tenemos una sola avería con una máquina como ésa —gruñó Saphir—, aprendo brenuyú y no hablo otra cosa en toda mi vida.

—Yo también aprenderé —dijo Wolf—. Bien tienes que hablar con alguien, ¿no?

—Déjese de historias —dijo Lazuli, excitado—. El brenuyú no nos corre ninguna prisa. ¿Lo ponemos en marcha? ¿Vamos a buscar a su mujer y a mi Folavril? Esto tienen que verlo.

—Sí, tienen que verlo —repitió Wolf sin demasiada convicción.

—Cojo la vespa —dijo Saphir—. Estoy de vuelta dentro de tres minutos.

Se montó en el pequeño scooter, que partió gruñendo y traqueteando por el camino enladrillado.

Wolf se quedó solo en el centro del Cuadrado. Los altos muros de piedra se erguían netos y precisos a varios centenares de metros.

Wolf esperaba, de pie ante la máquina, en medio de la hierba roja; Hacía varios días que los curiosos habían dejado de venir; se reservaban para la inauguración oficial, y mientras tanto preferían ir al Eldorami a ver a los boxeadores locos y al exhibidor de ratas envenenadas.

El cielo, bastante bajo, relucía sin ruido. Por el momento, subiéndose a una silla se podía tocar con la mano; pero bastaba una ráfaga de aire, un cambio de viento, para que se retrajera y se elevara hasta el infinito…

Se acercó al cuadro de mandos, y sus manos laminadas comprobaron su solidez. Tenía, como siempre, la cabeza ligeramente inclinada, y su perfil duro se recortaba sobre la chapa, menos resistente, de la caja de control. El viento le ajustaba al cuerpo su camisa blanca y su pantalón azul.

De pie, un poco aturdido, esperaba el regreso de Saphir. Así, simplemente, empezó todo.

Era un día normal y corriente; sólo un observador avezado habría podido reparar en los hilos dorados que agrietaban el azul del cielo, encima mismo de la máquina. Pero los ojos pensativos de Wolf soñaban por entre la hierba roja. De vez en cuando se oía el eco fugitivo de un coche tras el muro oeste del Cuadrado, que bordeaba la carretera. Los sonidos llegaban lejos, porque era día de descanso y la gente se aburría en silencio.

Entonces se oyó jadear el motor de la vespa por el camino enladrillado; pasaron algunos segundos y Wolf, sin volverse, percibió a su lado el rubio perfume de su mujer. Levantó la mano y su dedo pulsó el contacto. El motor se puso a girar silbando suavemente. La máquina vibraba. La cabina gris volvió a su lugar encima del pozo. Nadie se movía. Saphir tenía cogida de la mano a Folavril, que ocultaba sus ojos tras un enrejado de cabellos dorados.