28

«Se hace saber»

El lunes llegó demasiado pronto. Como cada lunes. Y éste, después del precioso fin de semana, fue más tempranero que el resto.

No quise contarle a Monique qué tal me había ido con Ashley, pero me lo notó en la cara, y como una amiga de verdad por más roto que tuviera el corazón se alegró por mí y me pidió que le repitiera cada palabra de su declaración de amor. Y lo hice. Varias veces.

Pero llegó el lunes y la realidad, y de nuevo pasaría ocho horas haciendo como que no conocía a Ashley y soportando a saber qué al respecto. Porque el viernes nuestra relación en el hospital había dado un giro, y dudaba que los compañeros se lo tomaran a bien. No me equivoqué: cuando llegué al vestuario a ponerme el pijama blanco callaron todos, y James me dedicó una mirada socarrona que no me gustó nada, y que auguraba problemas. Mi jefe tampoco estuvo precisamente amable: me hizo ordenar todo el gimnasio. Pero, como he dicho, una jefe es una jefe, así que intenté no hablar, meter a todos los pacientes que pude en cabinas y evitar a todo el mundo.

A la hora del almuerzo fui a la cafetería de la primera planta. En esa planta no entra personal que no sea sanitario. Es nuestra zona de descanso y no queremos encontrarnos con familiares de pacientes. Los médicos son los que no quieren, en realidad, y permiten que otros que no somos tan listos comamos allí también, siempre y cuando no les molestemos ni nos sentemos con ellos. Compartimos camareros, pero supongo que es porque no han podido evitarlo. Sí, estaba enamorada de Ashley, pero como médico era la excepción que confirmaba la regla. ¿O pensabais que el amor me había cambiado tanto? De eso nada. Me había hecho más feliz de lo que nunca había sido, pero no me había centrifugado el cerebro. El corazón y el alma, sí, pero mi cabeza seguía en su sitio: yo era fisioterapeuta.

Así que cogí una bandeja y me puse a la cola. Nooo, James se puso detrás de mí. No me saludó, no dijo nada, pero me temía que se mascaba la tragedia, mi tragedia.

Llené mi plato con un filete de pescado y un poco de menestra de verduras a modo de guarnición —confesaré que no soy tan british, y que el fish-and-chips no me gusta nada— y arrastré la bandeja hacia la zona de postres con aquel capullo pegado a mi espalda.

Iba a coger un bol de macedonia, según mi costumbre, cuando vi una tarta sacher[24] y me entró el gusanillo. ¡Qué narices! Un día era un día, y había quemado calorías ese fin de semana para comerme el pastel entero, si quería. Así que pedí un trozo.

—Coge el que quieras —la camarera, Helen, era encantadora conmigo, y me sacó el pastel y me lo puso delante.

—Gracias —sonreí agradecida, e iba a coger la porción más grande cuando James pasó al ataque.

—¿Cómo, pastel? Creí que sólo comías pollas, Victoria. Pollas de jefes.

Lo dijo alto y claro, para que toda la cola lo escuchara. Lo oyó cualquiera que estuviera a menos de diez metros. Y por los cuchicheos que siguieron en cinco segundos todo el mundo lo sabía. Y entonces la cafetería entera calló.

Sentí el calor de las lágrimas en los ojos. Lágrimas de rabia, de frustración, pero no por Ashley y su silencio, sino por aquel gilipollas.

—¿Te importa, Helen? —le dije a la camarera.

Y cogí toda la tarta que me ofrecía y la estrellé con toda la parsimonia del mundo en la cara del capullo de James. No es que le borrara la sonrisa de golpe, es que le di una cobertura de chocolate.

Dios, qué bien me sentía. No podría detener los rumores, y eso desde luego los incrementaría, pero ¡¡a la mierda!! Estaba harta de ese crío, y ya era hora de que se fuera enterando de que tenía dos ovarios —enormes, os lo dije en el primer capítulo, y creo que a lo largo de estas páginas os he dejado claro que no necesitamos testículos para atestiguar que cuando tenemos las ideas claras somos inamovibles, ¿no?

Oí risitas de fondo, y de nuevo un silencio sepulcral, pero no me volví. Con toda la dignidad que mis padres me habían inculcado le pregunté a la camarera:

—¿Cuánto te debo por la comida y el pastel?

No llevaba dinero suficiente encima, pero no importaba, iría a mi taquilla y cogería la tarjeta.

—Permíteme.

Ashley estaba detrás de mí, entregando un billete de cincuenta libras en mi nombre.

James, que hasta el momento se había quedado a mi lado como un pasmarote, se largó sin decir nada.

—Gracias, después te lo doy —le dije, contrita. Me sabía mal que también él se viera afectado por aquello. ¿Cómo era el dicho? «En dos que se amen, con uno que se joda basta». Pues eso.

—No hace falta. Lo del pastel en la cara era tu derecho. Pagarlo, si me lo permites, será mi privilegio.

Y asentí. Quería besarle, pero no debía. Y debió saberlo, me conocía bien, porque me acarició los labios con los suyos y le pidió a Helen que guardara mi bandeja. Me cogió de la mano y me llevó al centro del comedor.

¡Y se subió a una mesa!

—Sube —me tendió la mano. Ni de casualidad. Las señoritas no se subían a las mesas. Ni lanzan pasteles a nadie—. Sube.

Así que, usando una silla a modo de escalera, subí.

—Bueno, creo —hablaba a todos los presentes: médicos, enfermeros, técnicos, terapeutas, celadores…— que habréis adivinado que Victoria y yo estamos juntos. Creo que lleváis tiempo especulando al respecto.

Ay, madre. Mi pregón, que iba a tener mi pregón.

Prosiguió, sin soltarme la mano.

—Como creo que habéis estado, también, teorizando sobre mi condición sexual. Supongo que a estas alturas para todos es obvio que no soy homosexual. Nunca lo he sido. —Un silencio expectante reinaba en la cafetería. Todos querían saber—. Sé que el rumor viene del St. Benedict. Allí pasé ocho años sin salir con ninguna mujer, o eso se dijo. La verdad es que pasé toda la residencia acostándome —ufff, mis orejas pitaban cada vez que oía eso— con mi adjunta.

Hubo risitas generales. Un residente de «cardio» de sexto año preguntó divertido:

—¿Significa eso, doctor Greenfield, que la norma no escrita de que los adjuntos no deben enredarse con residentes está exenta en el St. Susan?

—Lo que significa es que si vas a liarte con un adjunto tienes que asegurarte de que nadie se enterará. —Ahora hubo una risotada general—. La relación con la doctora Allen se rompió cuando faltaba menos de un mes para que me colegiara, y en un acto infantil pero de atroces consecuencias, un par de meses después me acusó ante el gerente de acoso sexual.

Se escucharon algunos lamentos.

—Así que de ahí el rumor, ¿no? —¡Monique estaba allí! Me alegraba tanto de que viviera aquello conmigo—. Para que no saltara el escándalo usted hizo un trato con gerencia en el que ambos quedaron libres de culpa. Se largó de allí y desde entonces llevó a rajatabla el dicho sobre la olla y la polla.

Ashley me miró y me encogí de hombros: sí, se lo había contado cuando ella adivinó que de gay tenía lo que yo de puritana. No pareció enfadarse, menos mal.

—Exacto. —Prosiguió con una sonrisa deslumbrante—. Pero no contaba con que Victoria fuera a aparecer en mi vida. Ni que fuera a vivir con la enfermera Funk y con usted. Ni que fuera a ser una de las mejores fisioterapeutas con las que he trabajado.

Era un amor. Era el amor de mi vida.

—Ni que fuera a poner su mundo patas arriba. —Monique también era un amor.

Ashley me abrazó por la cintura y besó mi mejilla con ternura.

—No, con eso tampoco. Más que patas arriba, creo que ha centrifugado mi vida entera y sin pedirme permiso siquiera. Usted vive con ella, ya sabe que esta mujer haría perder la paciencia a un santo. —Monique asintió encantada—. Pero no puedo evitar amarla, así que mejor claudico y me rindo a ella.

Algunas mujeres suspiraron. Yo suspiré. Estaba muerta de vergüenza, pero estaba disfrutando de aquello. Ni en mi novela favorita, A un beso del pasado[25], era tan bonito. Carraspeó y volvió a dirigirse a todo el mundo.

—Así que ahora que conocen la verdad, agradeceré que dejen de murmurar sobre nuestra vida privada. Muchas gracias.

Y la gente aplaudió. Supongo que lo hicieron porque es lo que se hace cuando alguien termina un discurso, pero se escuchó un aplauso cerrado.

Ashley saltó de la mesa, extendió los brazos, y me dejé coger. Me bajó y me pegó a él, abrazándome. Sus ojos verdes ardían. Quizá ahora sí podría subir a su despacho y…

—Bésela, doctor Greenfield —dijo alguien.

—Sí, eso, bésela —se coreó.

Bromeaban, ¿no? Ashley era británico. De Chelsea. Alguien de Londres no besaría en público ni aunque le fuera la vida en… Ahí va, pues sí, pues me besó. Y aquel quizá no fuera el mejor beso de mi vida, pero sí el que más promesas contenía.