Un primer San Valentín
Alberta pasaba cada vez más tiempo en casa de su chico. Por lo visto se había alquilado un piso él solo, y sospechábamos que era cuestión de tiempo que hiciera las maletas. Lo que significaba que Monique y yo pasábamos cada vez más tiempo solas. Y eso era malo. A ver, era bueno porque nos teníamos la una a la otra y éramos tal para cual, pero era malo porque nos teníamos la una a la otra y éramos tal para cual. Ella estaba hecha polvo por Eric… digo por el doctor Harrison —tanto tiempo pensando en Eric, nombrando a la madre de Eric, entendéis que era difícil cambiar el nombre—, y yo estaba destrozada por las negativas de Ashley a que nadie supiera de lo nuestro.
Había ido a comer con su familia el fin de semana anterior, una familia a la que ya conocía, y no me había invitado. Y cuando le había preguntado si podía ir me había besado y me había dicho que no era buena idea. Y en el hospital ya prácticamente ni nos dirigíamos la palabra.
Aquello era duro. Y no lo llevaba bien. Sí, comparada con Monique era la mujer más afortunada del piso —ya os he dicho que Alberta prácticamente no contaba—, pero era poco consuelo.
Sacó Diario de una doctora[23] de la funda del DVD y me preguntó si me apetecía.
—Un doctor guapísimo y encantador, pero un gilipollas, y un doctor guapísimo y que se lo monta que te mueres pero un cabronazo. Claro, ¿por qué no?
—¿Vas a celebrar San Valentín con Ashley?
Era aquel sábado, en tres días.
—No lo creo. Es pronto.
—Ya veo.
Metió el DVD y cogió el mando, quitó el volumen mientras se encendía y salía el menú.
—Monique…
—¿Qué?
—¿Crees que debería comprarle algo por San Valentín?
Suspiró.
—¿Quieres comprarle algo por San Valentín? —Lo pensé. Y al parecer lo pensé más de lo que ella consideraba necesario, porque atajó—: ¿Crees que se merece algo por San Valentín?
—No —respondí. Y supe por qué—. Estoy enfadada con él.
—Entonces no le compres nada.
—Es que no es justo que me ignore en público y en privado me…
—No me lo cuentes. Y no, no es justo.
—Pues no le compraré nada.
—Bien hecho.
Le dio al play y comenzó el capítulo. No duré ni cinco minutos. Apreté el stop.
—Es desconcertante. En privado es perfecto. Y lo digo en serio. Ha estado a mi lado cada vez que le he necesitado, incluso cuando no sabía que le necesitaba. Y estar con él es increíble, es un reto en todos los sentidos —corté cuando hizo como que iba a vomitar, riéndose de mí—. Pero en el hospital es tan frío, que temo que pueda ser así también después.
—¿Después? ¿Después de qué?
—Después.
—Victoriaaa…
—Después, cuando diga que estamos juntos.
—Y eso será…
—Cuando sea, ¿no crees que todavía es pronto?
—¿Quieres una respuesta sincera o de amiga?
—Eso ya es una maldita respuesta.
Me cogió el mando y volvió a poner la serie. No dijeron dos frases antes de que la parara.
—La sincera.
Pude ver en sus ojos cómo cogía mentalmente fuerzas. Cómo decidía la manera de planteármelo sin hacerme daño.
—Sabes que en el hospital hay rumores, ¿no?
Mierda. Sabía que se hablaba de mí, que había pasado de ser la favorita del futuro director médico a una apestada para Ashley.
—Rumores.
—Sí, rumores.
—¿Y?
—¿Quieres saber qué dicen?
¿Quería saberlo?
—No.
—De acuerdo. Pero te lo advertí: Ashley es una pieza codiciada, y estar cerca de él despierta envidia.
Fui yo quien le dio otra vez al DVD. No quería saberlo.
Porque lo sabía.
Y dolía.
Llegó el viernes. Último día de la semana. De una semana especialmente dura. Me moría de ganas de largarme de allí. Estaba cansada. Una hora y podría cambiarme y refugiarme en casa. O en el quinto, con Ashley.
Mi último paciente falló, así que estuve preparando informes a la espera de que el jefe de Rehabilitación, el que los fines de semana era mi chico y entre semana un verdadero desconocido, bajara para comentar los casos más importantes.
—Detesto hacer informes —suspiré de cara al ordenador.
—Bueno, ¿acaso creías que tu buen rollito con el doctor Greenfield te libraría de ellos?
James, el niño mono, había resultado ser un imbécil que seguro que la tenía pequeña. No me había fijado mientras se cambiaba si llenaba los calzoncillos, un fisio nunca se fija en eso entre compañeros, pero no necesitaba mirar para atestiguar lo que ya sabía: fijo que la tenía enana.
—No me agobies.
Nuestra jefe se acercó al momento. Me odiaba.
—Adams, no son modos de dirigirse a un colega.
Me tragué la respuesta: una jefe era una jefe, en España y en Londres. Y desde luego Fantasyland quedaba muy lejos de aquel lugar.
—Resulta que a la nueva no le gusta hacer informes. Supongo, señora Lame, que mientras Adams «gozaba del favor» del doctor Greenfield —hubo risas desde distintos puntos del gimnasio, hablaba alto y aunque otros no miraban porque estaban con pacientes, escuchaban con atención— creía que podría librarse, y ahora que es obvio que él la detesta, se queja porque tiene que hacer lo mismo que el resto.
—¡Eso no es cierto!
—¿No lo es? —me contestó altiva mi jefe.
Dios, los detestaba. Y detestaba a Ashley por aquello.
—¿Lo es, terapeuta Lame?
La voz de Ashley, alta y clara y mortalmente seria, hizo que todos los presentes se volvieran.
—¡Doctor Greenfield! No le esperábamos hasta las dos y media.
—Obviamente.
Más silencio. Yo me mantuve cabizbaja, tecleando, sabiendo que con él allí la cosa iba a empeorar.
Si no me defendía sería blanco de más burlas todavía. Y si me defendía… ¡y una leche lo haría! Antes me vilipendiaban que permitía que nadie pensara que entre él y yo…
—Victoria, venía a preguntarte si esta noche llevo vino blanco o vino tinto.
Muy bien. En mi mente le aplaudía con el mismo ímpetu que lo haría si Madonna acabara de cantar Like a Virgin. Olé, olé y olé, me cagaba en todo lo que se meneaba: ahora volvía a ser la mimada del jefe. Y la envidiada. A ver si me centraba: si Ashley me ignoraba me insultaban, y si Ashley me favorecía me insultaban. Al parecer hiciera Ashley lo que hiciese todo estaba mal.
¡Exacto! ¡Eso era! Ashley lo estaba haciendo mal porque dejaba que la gente especulara sobre unos revolcones, y no sobre lo que teníamos. E insinuar una cena, algo de noche, no ayudaba.
Si hubiera querido ser justa habría dicho que me acababa de defender delante de todos, que se lo había currado, que en parte se había delatado.
Pero ¿quién es justa? Yo cuando estoy enfadada no. Nunca.
Me levanté y salí toda digna por la puerta en la que él asomaba, dando por sentado que me seguiría a los vestuarios. Me siguió, claro.
—No vuelvas a hacer eso.
—¿El qué?
—No vuelvas a insinuar que estamos juntos.
Se puso serio como nunca le había visto.
—Creí que querías que supieran que estamos juntos.
—Ahí fuera no has dicho que estamos juntos. Lo que has dicho es que follamos juntos —sonaba mal, pero me daba igual.
—Genial, intento defenderte y así me lo pagas.
—¿Defenderme?
—Sí, defenderte de James.
—Entonces deberías defenderme de ti.
—¿Qué tengo yo que ver con esto?
—¡Todo! —estallé—. Desde que llegué hasta que nos acostamos juntos éramos uña y carne, hasta el punto de que hubo quien dijo que habías cambiado de idea respecto a las mujeres. Y ahora que estamos enamoramos —oh, oh, se me había escapado, pero no dijo nada y yo seguí hablando sin detenerme por si acaso— me ignoras, y el rumor es que no me soportas y que en cuanto puedas me largarás de aquí.
—¡Me estás culpando! —No preguntaba—. Eres increíble. Sólo porque no quiero que mi vida privada…
—No —levanté la mano y la interpuse entre ambos, pidiéndole que se detuviera, que dejara de hablar—. No quiero discutir contigo. No sobre esto. No aquí. No ahora.
Se pasó la mano por el pelo.
—¿Desde cuándo ocurre, Vic? ¿Desde cuándo te insultan?
—En serio, olvídalo.
—Victoria, por favor, dime qué quieres que haga. —Su voz sonaba derrotada.
Si tenía que decírselo yo… No, no repetiría aquella frase: él no era Luis; él no era Anthony. Él era Ashley y yo ya no era la otra Victoria, sino la Victoria que quería ser y a la que aquel hombre que me miraba con cara de preocupación respetaba, quería y admiraba.
Tiempo. Mañana era San Valentín y se cumpliría un mes de nuestra relación. Porque aquello era una relación, y me sentía más unida a él de lo que nunca me había sentido a nadie. Y había dicho «enamorados» y no había salido corriendo.
No me escondía, no intentaba hacer que las cosas fueran mejores de lo que eran: las cosas eran muy buenas e iban a mejorar.
Suspiré y le acaricié la cara.
—Trae champán. Rosé. Y que sea francés.
Salí del vestuario y volví al trabajo como si nada.
Bajé a su piso con un vestido de Pepe Jeans azul cobalto brillante y cortísimo con el nombre de Andy Warhol escrito en cobre y unos tacones de vértigo. Me abrió y me lancé a su boca en un beso húmedo que nos dejó a los dos sin resuello.
—Buenas noches a ti también —le guiñé el ojo y entré. No quería que pensara que había malos rollos entre nosotros.
Me miró de arriba abajo.
—Bonito vestido.
—Entonces me lo dejaré puesto toda la noche.
Rio.
—De repente ya no me gusta tanto.
Volví a besarle, con suavidad esta vez, y volví la vista a la mesa porque un destello llamó mi atención: no estaba puesta, no, estaba engalanada. Bajomantel blanco de hilo, sobre mantel negro y servilletas blancas, copas con ribetes y pie dorados, cubiertos dorados a juego con los bajoplatos, una cubitera del mismo tono con mi marca de champán favorita y un candelabro estilo rococó en oro viejo que le daba el toque vintage al conjunto.
—Ashley —suspiré.
—Señorita —y ofreciéndome el brazo me guio a mi silla, que me separó hasta que me senté. Sirvió algo de champán en nuestras copas—. Por ti.
—Por nosotros.
Brindamos, y al coger mi copa para rellenarla me acarició los dedos y me miró con ternura.
Y cenamos y nos besamos y todo lo demás.
¡No seáis cotillas! ¡Es que todo lo queréis saber!
Horas después estábamos en la cama. Me había acordado de que una vez me contó que sabía decir «orgasmo» en ocho idiomas, y le pedí que lo hiciera. Y él me prometió que me lo traduciría en un idioma distinto cada vez que me corriera: inglés, francés, español, italiano, alemán, portugués, danés y checo. Mi chico era bueno en lo que a lenguas se refería —eeehhh, ésa es buenaaaa—. No creáis que también él llegó ocho veces: era médico, pero no Dios por más que lo creyera. Él, contando toda la noche, llego al alemán.
—Increíble —estaba exhausta, no podía moverme. Sentí sus dedos bajar por mi ombligo—. No te molestes, no sacarás nada más de mí.
Se echó a reír.
—¿Ducha?
—Por favor.
Y me llevó al baño en brazos, y resultó que todavía me quedaban ganas por ahí.
Cuando volvimos a la cama vi un brillo en sus ojos, algo diferente, algo que me hizo preguntar.
—¿Qué?
—Nada.
—Ashley —lo maravilloso de conocernos bien era que no hacían falta palabras cuando estábamos cansados.
—De acuerdo —salió de la cama y abrió un armario, y sacó algo envuelto y volvió a mi lado—. Técnicamente hace un buen rato que pasan de las doce y por tanto ya es San Valentín.
Y me tendió un paquete que por tamaño y forma tenía dentro algo de ropa. Y por su cara de pillo debía ser lencería fina, o lencería soez, o lencería comestible, o lencería a secas.
Yo no le había comprado nada, me dije. Claro, que si era lencería era para los dos. Y además estaba segura de que lo había comprado aquella tarde, después de la conversación —no discusión— del vestuario, para hacerme sentir bien.
Animada, lo abrí. Y cuando lo vi me cayó una lágrima. Era una tontería, pero significaba mucho para mí, y me emocionó. Para vosotras no será nada, pero si me conocéis sabréis que aquello me llegó. Era una camiseta de manga corta y cuello de pico gris claro, de las que ofrecían para personalizar en la tienda donde yo las encargaba, y en letras negras de estilo gótico se leía: «Dama en la calle, “fisioteraputa” en la cama». ¡Me encantaba! Había encargado aquello para mí: una camiseta. No las consideraba ridículas, o absurdas; o si lo hacía no importaba porque igualmente me estaba regalando una. Y la había tenido que encargar hacía como mínimo una semana, pues era el tiempo que tardaban en servir cualquier pedido… Lo que significaba que no tenía nada que ver con la conversación —no discusión, insisto— de aquella mañana.
Oh, oh. Y yo no le había comprado nada.
—Victoria, me estás asustando. La lagrimita me ha parecido emocionada, pero tu cara de ahora me preocupa…
—No es nada.
—¿Vic?
Y me cayó otra lágrima. Leches, parecía tonta, ¿estaba ovulando o qué?
—No te he comprado nada.
—No importa.
—Sí, sí importa.
—Cariño, en serio, no pasa nada.
—Sí pasa.
De nuevo una conversación adulta, como podéis ver.
—Victoria —me cogió las manos—, hace un mes exacto que estamos juntos, es nuestro primer San Valentín… el año que viene me comprarás algo y me encantará, estoy convencido.
Sabía que hacíamos un mes ese día, y hablaba de estar juntos y enamorados el año que viene. Me cayó otra lágrima.
—Victoria, de verdad, estás exagerando —ahora estaba empezando a exasperarse.
—No es por eso. Sabía que hacíamos un mes, y quería comprarte algo por San Valentín…
—Bueno —me interrumpió—, tal vez has temido que creyera que era pronto.
Y encima era maravilloso.
—No te he comprado nada porque no he querido comprarte nada.
Se quedó parado. Iba a secarme las lágrimas, pero se quedó quieto un momento y después retiró la mano.
—Ah. Vale.
¿Por qué no le había comprado un regalo previendo esto? Algo impersonal, como una corbata, o una pluma. Siempre podía haberlo guardado para otro momento si él no me daba nada. ¿Y por qué me sentía en la obligación de ser honesta?
—No te he comprado nada porque estaba enfadada contigo. Porque en el trabajo me hacen la vida imposible porque primero me hacías demasiado caso y ahora ninguno, y porque te niegas a hacer público lo nuestro. Sé que no es tu culpa que los demás sean unos cretinos, Ashley, pero no es a ti a quien insultan.
Se levantó de la cama. Dios, qué bueno estaba. Ahora mismo me daba igual si ponía un pregón con lo nuestro o no lo contaba nunca. Aunque un pregón en el hospital estaría bien, ¿no? «Se hace saber, que Victoria y Ashley…».
—Victoria, lo siento. Lo siento de veras. Esto no tiene nada que ver contigo, es sólo que no quiero volver a pasar por lo que pasé en el St. Benedict si por lo que fuera lo nuestro no funcionara.
—¿Me crees capaz de demandarte por acoso?
Sonrió triste y se pasó la mano por el pelo. Mala señal.
—Tampoco creía capaz a Laura.
Ahora sonreí yo, desencantada.
—Supongo que te robó toda la confianza. Ven aquí —señalé la cama, justo a mi lado—. Me has hecho un regalo precioso y no quiero estropearlo. Ven.
Se sentó a mi lado y le besé el hombro. Me besó la mejilla. Pero el ambiente estaba falto de ilusión. Me la puse y le señalé las letras.
—¿Sabes que quise decirte esto el primer día que te conocí? Me hubiera encantado ver tu reacción. Ahora que lo pienso no sé cómo no se me ha ocurrido hacérmela a mí. Definitivamente nos complementamos, doctor Greenfield —y alcé las cejas como si lo de doctor me diera morbo.
Pero no rio.
—Sólo dame un poco más de tiempo, Vic.
—El que necesites.
—Nos queremos, y lo que tenemos es increíble.
Le miré fijamente.
—¿Nos queremos?
Era el «te quiero» menos romántico que había oído en mi vida.
—Sí.
—Perdona, pero que yo sepa nunca me lo has dicho —y me puse digna—, y no seas engreído. Yo a ti tampoco.
—Tal vez, pero lo sabes. —Alcé la ceja, insolente, y me pellizcó el puente de la nariz—. Lo sabes y por eso esta mañana has dicho «estamos enamorados».
Joooo. Había sido yo quien había estropeado nuestro primer «te quiero».
—Cariño, te lo he dicho, lo que tenemos es increíble. Y lo digo en el sentido más literal: lo que siento cuando estoy contigo, lo que me haces vivir cada día, es lo mejor que he tenido nunca. Soy idiota, lo soy, debería querer gritarle al mundo que una mujer como tú quiere estar con alguien como yo. Eres la mujer más valiente que conozco: has sido capaz de reponerte de un golpe como el que Luis te dio y volver a ser tú misma, con más ganas de ser feliz, y más Victoria que nunca. Necesito de tu optimismo, de tu ilusión, de tu fuerza, de tu alegría. Sólo con tenerte cerca soy mejor, tú me haces mejor persona. Por favor, dame un poco más de tiempo. Tal vez no lo merezca, quizá tampoco te merezca a ti, o tal vez tú merezcas a alguien mejor, pero te necesito, así que te lo ruego, Vic: dame algo más de tiempo. Los del trabajo se arrepentirán cuando sepan que lo nuestro no es de una noche; que es para siempre.
Aquello me traspasó el corazón. Era el mejor «te quiero» no dicho que no me habían dicho nunca.
Le besé. Profundamente.
Y es entonces cuando él llegó al alemán y yo al checo.
Poco antes de dormirnos, mientras le acariciaba el pelo, le dije mi «te quiero».
—Desde que llegué a Londres siempre has estado cerca en mis peores momentos, cuando estaba asustada, o equivocada, o triste, o enfadada, siempre estuviste ahí y nunca me juzgaste, ni me aleccionaste. Te has convertido en alguien imprescindible en mi vida, Ashley. Por ti esperaría siempre.
Se volvió con cuidado y me rozó los labios.
—Te quiero, Vic.
Y se quedó dormido.
Y yo le abracé y me quedé dormida mirándole, queriendo despertarme a su lado por siempre jamás, como en Fantasyland.