Los médicos son idiotas
La noche se convirtió en día, el día en noche, y así llegó la hora de la cena del domingo y con ella regresé a casa. Evitando un interrogatorio de Monique, Alberta había salido, me excusé diciendo estar agotada, lo que era jodidamente cierto, nunca mejor dicho. Ashley se quedó sin condones el sábado por la noche e hice una incursión en el piso, sabiendo que las chicas saldrían, a por aquella caja olvidada en el fondo de un cajón que cogí del súper el día de nuestro primer accidente de carritos. Se había reído al leer lo de «sabores y estriados». Pero o poco le conocía o compraría más. No es que hubiéramos hablado de continuar, es que se sobreentendía: cuando has tenido el mejor sexo de tu vida con alguien repites sí o sí. Esperaba que lo nuestro fuera más allá del mejor sexo de nuestra vida, pero no iba a presionar.
El lunes fui a trabajar como siempre. A las once pedí a mi jefe, Lame, subir a hablar con el doctor Greenfield sobre una paciente. La mirada que me lanzó fue de órdago: aquella mujer me consideraba un peligro. El resto de compañeros se miraron, interrogantes. La respuesta fue un sí porque no podía decirme que no. Y no porque no pudiera ella cuestionar qué hablaba su personal con los médicos, que desde luego era su privilegio, sino porque éramos Ashley y yo. Pasando, me dije. Le echaba de menos.
Llamé a su puerta sintiéndome arder las orejas, con la sensación de que todo el mundo sabía que subía a pegar un polvo con él. «No seas ridícula, el viernes fue el último día que trabajaste y no había nada entre vosotros, la gente no sabe nada».
—Adelante. —Y entré.
Y se levantó al verme, y le besé y le senté en el escritorio y comencé a desabrocharle la bata. Me separó con brusquedad.
—¿Te has vuelto loca? —me chistó.
Obviando el rechazo, que me hizo sentir insegura, volví a sus botones.
—No seas mojigato, doctor Greenfield. —Mi voz dejaba claro que quería fiesta, y que la quería ya.
—Ni tú ridícula. ¿O acaso pretendes que nos pillen?
—Nadie entraría sin tu permiso.
—Aunque fuera el caso —recordé la entrada del doctor Harrison cuando nos conocimos, pero no quise pensar a ello—, la gente no es tonta, Victoria, y se te notaría en la cara al salir.
Le miré, ladina.
—Siempre puedo adelantarte el pago de lo que me harás tú esta noche. —Me daba morbo la idea de hacerlo allí, y me moría por tocarle. Un fin de semana no había sido ni de cerca suficiente para saciarme físicamente de él.
El muy idiota se echó a reír. Y me hizo sentir ridícula, como había vaticinado.
—Vic, cariño, esto no es una buena idea. Esta mañana me he cruzado a la terapeuta Lame y me ha mirado mal —así que no eran imaginaciones mías—. Y cuando he entrado se hacían bromas sobre lo buena que debías ser en la cama…
—Oh, pero lo soy —me volví a pegar a él, y me volvió a apartar.
—¿No lo entiendes? Lo buena que debías ser para hacerme cambiar de gustos.
Ahora sí, bajé las manos y le miré seria.
—¿Cómo era aquello que te dije de los rumores? Lo de los hipócritas y los idiotas.
—Ya, pero me temo que tenías razón.
Su rechazo iba más allá de lo físico, y dolía. Sabía lo que me iba a pedir, pero quería oírselo decir. Que me lo dijera en la cara.
—¿Y qué pretendes que haga?
Se pasó la mano por el pelo.
—Que no hablemos durante la mañana si no es de trabajo y delante de tu jefe o de algún paciente, que no nos saludemos a la hora de comer, que no coincidamos en la máquina de café. En el hospital, Victoria, no nos conocemos.
Mierda. En realidad no quería oírselo decir. Quería que me dijera que iba a decir a todo el mundo que éramos pareja. ¿Celos?
—Con Edward sí me saludo.
—Para ti, doctor Harrison —me pellizcó la nariz—. Y Edward saluda a todo el mundo, flirtea con todo el mundo, y todos saben que ése es su juego. Nunca repite cita y nadie sabe qué hace fuera del trabajo si no está con alguien del hospital.
—He salido con él. Dos veces. Y, por cierto, ni se te ocurra decirme que sería bueno salir con él de nuevo para acallar voces.
—No lo haré.
Me quedé callada, decepcionada. Había ido a echar un polvo y estaba hecha polvo. Tonto, pero cierto.
—Vic —me tomó por las mejillas— esto me gusta tan poco como a ti, pero entiende…
—Entiendo que el viernes a mediodía todo estaba permitido, por la noche fo… —no sería soez—… nos acostamos juntos y el lunes a primera hora ya no nos conocemos.
—Joder, Victoria, no eres tan obtusa como para no verlo. Mi coartada de diez años se está yendo por el retrete.
—¿Y eso es malo?
En cuanto lo dije deseé haberme callado. Era pronto. No había planificado mi siguiente meta: el fin de semana no había podido detenerme a reflexionar. Y además, ¿no había sabido que se revolvería, a pesar de que ya lo tenía en la red? Siendo optimista lo esperaba en mi cama en primavera, y aún no había acabado enero.
Suspiré.
—¿Podemos olvidar esto, por favor? ¿Hacer como que no he venido?
—Cariño —y me rodeó con sus brazos y me apretó fuerte contra él. Y sentí tanto en aquel pequeño espacio que me supe fuerte para sostener la caña mientras se resistía. O lo que sea que se hace mientras se pesca, lo que signifique moscas o gusanos no es para mí.
Sonó la puerta y nos separamos rápidamente. Entró el doctor Harrison sin esperar respuesta.
—Disculpad —dijo al notar la tensión del momento. Y la bata de Ashley a medio abrochar.
—No se preocupe, doctor, yo ya me iba.
Y me marché sabiendo que acabábamos de tener una conversación importante, conversación que se repetiría en algún momento y para la que necesitaba estar preparada.
Ese día Ashley tuvo guardia, así que el martes descansó y el miércoles, como habíamos acordado, él había acordado y yo no había tenido más narices que aceptar, me ignoró. No fue por tanto hasta el miércoles por la noche que nos volvimos a encontrar. En la terraza.
Subí sin saber qué esperar, pero lo encontré con una copa de vino para mí. Me recibió con un beso poco casto pero contenido. Al parecer todo estaba olvidado. Estábamos bien.
—Te he echado de menos.
Aquello lo dije yo, no suspiréis. ¿De veras creéis que iba a ser tan rápido? Calculaba como mínimo un par de meses. Con suerte antes de que acabara la primavera sería mío; tenéis razón, disculpad: él sabría que era ya mío.
—Yo también.
Eso no me lo esperaba. Sois más listas que yo.
—¿Qué tal ha ido el trabajo? —me preguntó.
Y le miré con sorna, brindando al aire, antes de beber un sorbo.
—Ya te dije una vez que aunque trabajáramos juntos no quería que estas charlas parecieran las de un dichoso matrimonio, Ashley. Tú mismo te quejaste de ello el día que quedamos con tus padres, donde por cierto sí parecíamos un matrimonio.
—¿Y crees que un no-matrimonio hace lo que hicimos este fin de semana?
—¿No? —Levanté una ceja, presumida—. Entonces no sé si preguntarte con cuántas mujeres te has casado.
Y volví a brindar y a beber.
—Ven aquí —me dijo, arrastrándome hacia él, y me besó como lo hiciera el fin de semana, como si hiciera tres décadas y no tres días que no me besaba. En apenas cuarenta y ocho horas nos habíamos aprendido nuestros cuerpos, a pesar de que cada vez nos volvíamos a sorprender de lo bien que encajaba cada parte del uno en el otro. La cosa combustionó rápido—. ¿Llevas condones?
—No —le dije entre beso y beso—. Venía a tomar una copa, no a follar.
Nos ponía el lenguaje sucio. Y mucho. Nunca pensé que me gustaría, pero… Ufff…
—Date por advertida —me dijo mientras me metía la mano dentro del sujetador, me tomaba el pezón y me hacía retorcerme de deseo. Los tenía ya enhiestos, y él sabía cuándo y cuánto apretar para sensibilizarlos al máximo—. Siempre podemos acabarlo de otro modo…
—Mejor lo dejamos —dije, y no obstante le cogí por las nalgas y lo apreté contra mí—. Al final sólo querré que me la metas, y será peor.
—¿Estás segura? —Bajó la mano hasta el botón de mi pantalón y registró dentro de mis bragas.
—Estoy segura de que al final sólo me saciará tu polla, Ashley.
Me introdujo un dedo mientras me mordía el cuello, lo giró y acarició mi punto G haciendo que me retorciera.
—¿No quedan preservativos en tu piso?
Apartó la boca de mi cuello y la bajó por mi escote hasta colocarse entre mis pechos y alternar uno y otro.
—Te los volviste a llevar a tu casa. Baja a por uno.
—Monique está allí —me levanté el suéter, no estaba para sutilezas. Tres días de abstinencia se me habían hecho eternos.
—Dile que vas a por otra chaqueta, que tienes frío.
—No es tonta, ¿sabes? Y me conoce bien.
Se metió un pezón en la boca y succionó con deseo.
—Baja.
Y bajé. Joder, claro que bajé.
Intenté esquivar la mirada de la francesa, le dije que iba a por otra chaqueta, cogí la caja y vi que faltaban dos. ¿Cómo era posible? Y volví a subir las escaleras a toda prisa. Me temblaban las manos mientras intentaba separar un condón del otro. No, si aún me cargaría el envoltorio… Su boca ahogó mi grito de sorpresa: me estaba esperando al lado de la puerta.
—Ashley, nos oirán, la escalera hará eco —le dije con el último resquicio de conciencia.
Cerró de un portazo y se agachó frente a mí, bajándome los pantalones sin contemplaciones. Me encantaba sentir su lengua por encima de las braguitas, sentir su calor pero sin que me diera todo lo que quería, haciéndome esperar. Tanto como a él le encantaba saborear la humedad de mi sexo a través de la tela. Puse las manos sobre su pelo, estirándole a veces, empujándole hacia mí otras, gimiendo, moviendo las caderas porque no podía evitarlo, porque Ashley y su lengua me estaban volviendo loca de deseo.
—Ashley —medio susurré, medio supliqué. Bajó las bragas de un tirón y colocó su boca pero no se movió—. Ashley —repetí.
—¿Quieres que te lo coma, Vic? —lo dijo contra mí, y a cada movimiento de sus labios me retorcí.
—Sí. —Se mantuvo quieto un poco más y me agité—. ¡Ahora! —le exigí.
Pero poco más aguanté. Le aparté porque quería que se sumergiera en mí, porque como le había dicho llegaba un momento en que sólo tenerle dentro me llenaba y me calmaba. Supo lo que quería. Me miró con lujuria, se levantó poco a poco, se bajó los pantalones y se cubrió con el condón. Me dio la vuelta, me puso las manos contra la pared y me separó más las piernas. Acercó el glande y me acarició el clítoris con él.
—¿La sientes? —Asentí—. ¿La quieres?
Y sin esperar respuesta entró en mí. Intentó que durara lo más posible. Trató de marcar un ritmo lento, penetrando desde distintos ángulos para estimular cada parte de mi sexo al máximo. Cuando yo me revolví buscando mi propia satisfacción le hice perder el control y sus embestidas se endurecieron y poco después nuestro grito se dejaba escuchar en el silencio.
Había sido increíble. Con él siempre lo era.
Recompuestos, me dijo de guardar una pequeña reserva de preservativos en el armario del vino.
—Mis compañeras sabrán que vengo de pegar un polvo.
—Siempre podemos pegarlo primero y hablar después.
Debería haberme ofendido, pero no me pareció una mala idea. Y debería haberle dicho que trabajaban en el mismo hospital que nosotros, pero no me pareció una buena idea.
—Por cierto, faltan dos condones. ¿Cuántos bajé a tu casa?
—¿Ocho? —Se encogió de hombros, llenando las copas.
—Exacto, y era de doce. Sé que había cuatro y quedan dos.
—Quedaban. Ahora queda uno. No habrás hecho horas extras, ¿verdad?
—¡Como si me hubieras dejado con fuerzas!
—Bueno, es mejor que salir a correr, ¿no?
—Mañana iba a comprarme otras deportivas, las que uso están rotas. Visto así me gastaré el mismo dinero en condones.
—Cuenta con usarlos todos —y me besó con suavidad— conmigo.
¿Por qué hacerlo en una terraza y no en su piso? No lo sé, pero nos costó unos días darnos cuenta de que no podíamos ir a mi piso pero sí al suyo y de que éramos mayores para congelarnos el culo.
Cuando bajé, un rato después, Monique seguía cara a la tele. Me senté en el otro sofá y cogí un cojín, esperando que me entrara el sueño.
—He sido yo.
—¿Disculpa?
—Los dos condones que faltan en la caja a por la que has bajado. He sido yo. Lo siento, no me quedaban y me urgía. —Me quedé muda—. No sabía que fueras una viciosilla. Pero confieso que me encantaron.
Me costó entenderlo, y asimilarlo. Transcurrieron cinco minutos en silencio. Cuando mis pensamientos estuvieron ordenados me levanté y apagué la tele desde el botón.
—¿Me estás diciendo que has metido a un tío en este piso? ¿Que te lo has tirado en este piso?
—Alberta no lo sabe. Como tampoco sabrá con quién te lo estás montando tú.
—Mierda. Le he dicho que lo notarías.
—Lo supe el sábado. —Le pregunté con los ojos—. El ascensor estaba en el quinto. Dos veces. Y no es habitual. —Fuimos a comprar comida y cena—. Oí además ruidos abajo, y creí reconocer tu voz. No las tenía todas conmigo de que fueras tú, aunque honestamente no me imagino a Ashley con otra —aquello me llegó—, y hasta que no has bajado ahora y te he visto la cara no he estado segura. Pero hacía tiempo que tenía mis dudas sobre lo de que fuera gay: desde el día de la gala benéfica.
—Ya. Pero este fin de semana también pudo ser el doctor Harrison, en la terraza y no en el quinto.
—Pero no lo era.
—No, no lo era.
—Pues eso.
No me pude resistir a confirmarlo de nuevo:
—¿Te has tirado a un tío aquí?
—Si lo piensas tú no lo has hecho porque no has podido —jodidamente cierto—. Y te lo has montado en el quinto y en la terraza: la media hace el sexto, en realidad.
Solté una carcajada. Las dos lo hicimos.
—¿Fue Eric?
Se encogió de hombros.
—¿Cómo puedo ayudarte con Ashley? ¿Quieres que expanda el rumor?
De momento no insistiría sobre su relación. No en los próximos cinco minutos.
—No.
—¿No quieres que se sepa? Si pretendes hacerme creer, si uno de los dos va a decirme que lo vuestro es sólo cama, es que sois imbéciles, o me habéis tomado a mí por imbécil.
Aquello me sonó a música celestial. ¡¡No lo de imbécil, ya me entendéis!!
—Él no quiere que se sepa.
—No me hagas sacártelo con cuchara, estoy cansada y es tarde.
—Bueno, obviamente no es gay, pero… —le resumí la historia del St. Benedict—, y ahora no quiere que nadie sepa lo nuestro. Y me da miedo que para él solo sea un rollo de cama, y que por eso no quiera hacerlo público: porque no tenga intención de que dure mucho tiempo.
—Confío en que no harás nada estúpido como presionar o sacar el genio que no sacaste con los otros y alejar de ti a alguien que te adora, aunque sea un poco lento para darse cuenta.
—No, no sacaré el genio. Esta vez no la cagaré.
—Perfecto, porque si alguien merece ser feliz, esa eres tú.
Me emocioné.
—¿Y qué hay de…?
—¿Alberta? —Iba a decir de ella, no de la alemana—. Lleva año y medio con el mismo tipo, se son fieles, y dicen que sólo es cama. Ellos sí que son imbéciles y además nos toman por imbéciles.
—No me hagas sacártelo con cuchara, estoy cansada y es tarde. —La imité. Me miró, triste—. ¿Fue Eric?
—Sí.
—¿Está casado?
—Lo estaba.
—Monique, ¿qué pasa con Eric? No me puedo creer que un tío te putee sólo porque sí, cuando puede estar contigo y tomar todo lo que tienes para ofrecer.
Sollozó. Me mantuve donde estaba por no abrumarla, pero me moría por darle un beso. Cuando recuperó la compostura continuó hablando.
—¿Qué importa ya? Me ha dejado. Y de todas formas en ti puedo confiar.
—Siempre podrás hacerlo.
—No es Eric. —¿Cómo que no era Eric? ¿Entones quién había pasado la noche aquí?—. Lo que quiero decir es que Eric no existe. Es Edward. Edward Harrison.
—¡Joder!
—Amén. Por eso te pidió una cita. Era la forma de dejarme bien claro que lo nuestro había acabado: tirándose a mi compañera de piso.
—Pero estuvo aquí el sábado noche, por lo que dices. Después de romper, volvió aquí.
—A despedirse, supongo.
Malnacido. Y no porque me utilizara a mí. Porque la había utilizado a ella.
Nos mantuvimos calladas un rato. Sabía que ahora que había comenzado no callaría. Sólo tenía que esperar a que encontrara el modo de soltarlo.
—Al principio era sexo. Comenzó hace como tres años y medio. Pero bueno, luego la cosa fue volviéndose íntima, ya sabes. Hace dos años nos veíamos siempre que su agenda se lo permitía, y no le pedí exclusividad porque supe que cuando no estaba conmigo estaba donde fuera que estaba, pero siempre en el mismo sitio.
—¿Casado?
—Eso pensé —negó con la cabeza—. Su mujer le abandonó. Dios, Victoria.
—A la mierda. Suéltalo.
—Le dejó hace cuatro años con un niño con síndrome de Down de tres años.
—¿No era hijo del matrimonio, era sólo del doctor Harrison? ¿O también era hijo de ella? ¿Lo era? —La vi asentir—. Será hija de puta.
—Edward pasa mucho tiempo con él —sonrió con amargura—: con Eric; así se llama su hijo. Así que no tiene tiempo para una relación.
—Monique, sé que es difícil, y que voy a sonar no apta para diabéticos, pero si le quieres, si estás enamorada de él, deberíais intentarlo. No es tu hijo, y es un escollo importante, pero forma parte de lo que él es y…
—No soy yo quien no quiere intentarlo. Es Edward. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero su voz se mantenía firme—. Dice que soy joven y guapa y que no merezco semejante lastre, y que no lo soportaré y que no puede permitir que nadie se acerque a Eric para partirle el corazón después.
—¿Y es cierto? ¿Crees que no lo soportarías?
—¡Mierda, Victoria! Llevo más de tres años sin acostarme con otro que no sea él —me confesó—, más de tres años soportando que me diga que no soy lo bastante buena para su hijo. ¿Tú qué crees?
—Creo que es idiota, y que una de dos: o le obligas a dejarte entrar en su vida o le echas de la tuya para siempre.
Duro, pero no iba a mentirle.
—Un poco tarde para eso, ¿no? Ya ha decidido él por los dos.
—Bueno, yo creí que Luis había elegido por los dos, y la vida me trajo a Ashley.
—Todavía no lo has cazado. —Di un respingo—. Disculpa, soy una arpía, ya lo sabes. Desde luego que lo tienes. El día de la fiesta, con tu Cavalli dorado, cuando te miró… Ese tío besa el suelo que pisas, Victoria. Y no te mereces menos. Pero no todas tenemos la misma suerte. O quizá sencillamente no la merecemos.
Me acerqué a su lado y le pasé el brazo por los hombros y Monique hizo lo propio con los suyos. Pasamos un rato así, abrazadas, sin decir nada. Finalmente se separó y dijo que necesitaba una ducha.