Mi segunda no cita con el doctor Harrison
Pasamos la semana más o menos bien. Las Greenfield me mandaron varios whatsapps animándome a hacerle la vida imposible a su hermano. Sentí envidia de aquella relación, y más que nunca quise estar con Ashley para poder ser parte de ello. Bueno, y para otras cosas.
No, no sólo para meterlo en mi cama. En serio: quería comer con él, quería salir a correr con él por el parque, quería poder dormir a su lado y despertar a su lado, quería cogerle de la mano mientras veía una «peli», quería pasar un domingo lluvioso en el sofá leyendo con él, quería hablar de él con las chicas, y quedar con vosotras y que le conocierais… Lo quería todo con él. Quería lo bueno, y poder compartir lo malo, como cuando ocurrió lo de Maria, o como a cada chasco había podido apoyar mi cabeza en su hombro. Estaba apostando el todo por el todo, pero dentro de mí sabía que estaba cerca, que casi lo tenía.
Aunque esa noche tenía un match ball. Uno en el que me había metido yo solita: una cita con el doctor Harrison. Técnicamente una segunda cita. Y los dos sabíamos qué esperaba él de aquella velada, que se suponía que era lo mismo que esperaba yo.
Así que a las ocho y media llegaba a las escalinatas de la catedral de St. Paul, donde había quedado con Edward. Ya estaba allí, con traje de chaqueta y corbata, muy formal y elegante. Yo llevaba mi vestido de Valentino rojo de cuero abotonado hasta la cintura y con un pequeño cinturón de piel del mismo color: una apuesta segura.
—Estás preciosa —me alabó, y depositó un beso en mi mejilla que me dejó igual. Ni frío ni calor, ya veis. Estar enamorada era un asco, otros tíos ya no te ponían. Ashley tenía razón, no era una «hombreriega», era fiel a mis sentimientos, y en cierto modo me sentía tonta porque me preguntaba si él se estaría quietecito.
—Gracias. Tú también. Se me hace extraño no verte con la bata.
Sonrió, y tengo que deciros que tenía una sonrisa increíble. ¿Por qué Monique no me había hablado de él? Si pillaba al tal Eric me lo cargaba.
—¿Vamos?
—Sí, claro —sonreí, sintiéndome más falsa que una moneda de cuero.
Y nos encaminamos hacia allí. Newgate[22] estaba cerca, así que en plan teatrero me dije que me iba a recibir mi merecida condena por jugar a lo que no debía.
—Nada de localizadas hoy —bromeé.
—No. Hoy no habrán sorpresas desagradables.
—Estupendo —me forcé a decir.
Maldito Ashley. Y tonta de mí, por exigírselo. Tenía que haberle dicho que sí cuando se quedó en calzoncillos. No, había hecho bien en negarme, no quería que fuera así, llamadme romanticona. Tampoco es que esperara velas, o rosas. Pero quería que fuera… no sé. Quería sentir que le importaba. Que se acostaba conmigo porque me deseaba, porque la idea de que fuera otro quien me tocara le volvía loco de rabia y de angustia. Que me sorprendiera pidiéndomelo y que lo hiciera de un modo original. O que me transiera de deseo como hice yo en el aparcamiento con él, o que me arrastrara de un modo psicológico: lo que fuera excepto un «si va de esto, entonces follemos». No era una puritana, ¿lo habéis notado, no?, ¿o alguna de vosotras cree todavía que soy tímida en la cama?, pero tampoco me iba ese rollo. No me arrepentía de lo de Jamie o Gary o como fuera, ni de lo del grunge, pero eran todo polvos post-Luis. Ahora no quería polvos pre-Ashley.
Y mucho me temía que el doctor Harrison llevaba una idea equivocada. Y que quizá en parte era culpa mía.
A ver, vosotras que sabéis más que yo de esto: ¿Se puede salir con un tío y no acostarte con él aunque le hayas dado a entender que te gusta? Digo yo que sí, ¿no? Te das unos mordisquitos y el buenas noches. Y a la siguiente vez que te pide salir, dando por sentado que éste repetiría, pues le dices que no, y si te pide explicaciones le dices que… le dices… ¡Ey!, ¿qué le digo? No me estáis ayudando en absoluto, ahí, cara al libro, sin decir nada.
—Espero que te guste el vino tinto. No hay nada mejor para un buen trozo de carne.
—Desde luego —no quería ir. No quería estar allí. No queríaaaaa.
Me sonó el móvil. Un sms. ¿Se me habría inundado el piso? Las chicas habían salido de cena y caza, así que dudaba que llegaran antes de que saliera el sol, eso si dormían allí. Adiós a mi fantasía de un piso inundado. Sonó otra vez: otro mensaje.
—Disculpa.
—Claro, cógelo. Las fisios no tenéis guardias localizadas, ¿verdad?
Sonreí y abrí el bolso. Y después el móvil.
Dos mensajes de Ashley. Me di la vuelta para que no viera mi cara, por lo que pudiera leer. Pulsé el que había entrado primero.
Estoy recién duchado, esperándote en el portal. Al lado de la barandilla. He comprado unas esposas. Y me muero por saber qué era eso que querías hacerme.
El estómago me dio un vuelco. Y el pulso se me aceleró. Con manos temblorosas marqué el otro.
Deja a Harrison y ven aquí. Cuando termines con tu fantasía subiremos a mi piso y comenzaremos con las mías.
El clítoris me hizo eso que ni os he contado ni os voy a contar ya. Lo leí un par de veces. No era la declaración más romántica jamás escrita. Ni siquiera era una declaración, en realidad. Pero era un primer paso hacia delante. Y no podía negarme, no cuando me venía justo respirar y el deseo rugía en mis venas.
—¿Todo bien?
Mierda, mi cita. Me había olvidado de él.
—Sí. Digo, no. Se me ha inundado el piso.
¿Oís los aplausos? Otra cosa no, pero original…
—¡Madre mía! Te acompaño.
—No, no. En serio, no te molestes. Mis compañeras ya están allí, y algunos amigos. No es necesario. De verdad que no.
—Parece que el destino no quiere que cenemos juntos —llámalo destino, llámalo tu jefe—. Quizá la próxima vez debamos prescindir de la cena.
—¡Taxi! —¿Sabéis lo complicado que es que pase un taxi por Angel Street? Dios me quería y estaba conmigo y con Ashley—. Gracias por todo, Edward. Y lo siento.
Sonaba a despedida definitiva, no sé si se dio cuenta, pero lo dije sin pensar. Cerré la puerta del coche y di mi dirección. Mi cabeza estaba en otro sitio.
Cuando llegamos pagué con la tarjeta y me di un minuto para serenarme. En ningún momento me había planteado que no estuviera allí. Aquello no podía ser como la broma de la cama de la semana anterior, cuando bajé al quinto y acabé enseñándole mi consolador. La idea me aterrorizó, tanto que me obligué a seguir caminando, temiendo no encontrarlo, temiendo que se hubiera reído de mí. No me enfadaría, me devastaría que me hubiera hecho ir para nada. Abrí la puerta, encendí la luz y subí el primer tramo de escaleras sin mirar hacia el fondo, forzándome a tomármelo con calma. Si estaba allí quería el cosquilleo de la anticipación. Y si no estaba quería creer lo contrario durante el mayor tiempo posible. Cuando puse el pie en el segundo tramo alcé la vista.
Y le vi.
Allí estaba, sonriente, con unas esposas en una mano y la otra apoyada de modo casual en la barandilla. Me cogí al pasamanos. Las piernas no iban a sostenerme.
—Te he estado esperando.
—Y aquí estoy.
No sabía qué hacer. Estaba bloqueada. Estaba muerta de miedo. Llevaba casi seis meses anhelando aquel momento, y ahora que llegaba temía que no fuera como esperaba. O que no fuera como él esperaba.
—¿Vic?
Su voz me condujo hasta él. Cuando lo tuve delante lo miré, alcé las cejas y le seguí mirando hasta que me lo creí, hasta que todo mi cuerpo supo que iba a ocurrir, y me convencí de que era imposible que no lo disfrutáramos. Lancé el bolso con descuido hacia atrás y me deshice de la chaqueta. No me quitó los ojos de encima. Le tomé las esposas.
—¿Te importa?
—Todas tuyas —su voz sonaba entrecortada, sus manos temblaban. Estaba tan nervioso, o tan excitado, como yo.
—Y todo mío —mientras respondía pasé la mano por su entrepierna y lo sentí ya preparado. No esperaba mi contacto y cogió aire porque le faltó de repente. Me hizo sentir poderosa, y sexy, y valiente.
Me acerqué a él, pegué mi cuerpo al suyo sin acercarme a su boca, y le llevé los brazos hacia atrás. Sólo había una esposa, así que creí que sólo podría atarle una mano. No caí en ninguna otra posibilidad, ni tampoco él.
—Quizá ha habido un pequeño error de cálculo.
—No lo pensé.
—Yo sí —confesé—. Yo llevo planeando esto desde que te conocí y te vi con aquel vaso de café en la mano y quise quitártelo y morderte los labios. Y comértela aquí mismo, justo aquí.
Estaba pegada a él y sentía su pecho subir y bajar con violencia. Tanto como suponía él hubiera sentido mis pezones si el sujetador no llevara push up. Me quité la pashmina blanca que me envolvía el cuello y pasé el brazo que todavía tenía libre hacia atrás. Le anudé la cachemira alrededor de su muñeca y el otro extremo a la barra de metal.
—Mío —repetí con lascivia.
La luz se apagó y nos quedamos en penumbra.
—Apenas te veo.
Acaricié con las yemas su pelo despacio, embelesándome con el contacto, tocándolo por fin como tantas veces había querido hacer. Me acerqué a su oído y le susurré con voz ronca.
—Sólo tienes que sentirme.
Y le pasé la lengua suavemente por la oreja antes de morderle el lóbulo. Puse mis manos a los lados de su cuerpo y apreté la barandilla con fuerza. No quería tocarle, todavía no. Ahora quería besarle, lamerle, chuparle, morderle. Quería saborearle. Bajé por su cuello con labios hambrientos, queriendo alcanzar cada centímetro. Mis manos se mantenían quietas, pero mi cuerpo se pegaba al suyo, mis pechos se frotaban contra su camisa desesperados. Mi pelvis friccionaba la suya buscando alivio. Le lamí la nuez y trepé por la barbilla con los labios abiertos hasta coronar su boca. Y allí terminó cualquier control. Mis manos volvieron a su cabeza, le tomé por las mejillas ladeando un poco su cuello y agredí su boca con codicia. Su lengua salió al envite de la mía y antes siquiera de que los labios se rozaran ya estábamos húmedos el uno del otro. Me pegué más a él, flexioné una pierna colocando la rodilla sobre la baranda y me lancé otra vez, muerta de sed. Nos besábamos, nos mordíamos con suavidad o con deseo, nos lamíamos los labios antes de atacar con la lengua de nuevo. Gemíamos porque no teníamos suficiente el uno del otro, nos alejábamos para poder respirar porque nos quedábamos sin aliento, y volvíamos a descubrirnos con más hambre. Mis manos se movían desorientadas por su cuerpo, su cuello, sus hombros, su pecho, su espalda… sondeando de manera frenética. Tenía que desabotonar la camisa, pero estaba demasiado impaciente por tocarle para entretenerme con los botones.
—Me vuelves loca de deseo.
Se meció contra mí, cadera con cadera.
—¿Me deseas?
—Estoy tan mojada…
Mis manos buscaban a tientas los botones, pero cada vez que lo intentaba me desviaba hacia los hombros, o la espalda. Todo iba a un ritmo enardecido, pero parecía que entre nosotros no podía ser de otro modo.
—Muéstramelo.
Aquellas palabras, su petición, de algún modo me contuvieron. Quería jugar, los dos queríamos jugar, recordé, relamiéndome ante la idea. Me aparté medio metro de él y le miré a los ojos. Ardían, expectantes de cualquier cosa que quisiera hacer. Me quité los zapatos y sin perderle de vista metí las manos bajo el vestido y tiré de mis shorty de encaje negros y me los quité. Miró mis bragas con deseo. Relegando lo que quería, pero dejándolas alrededor de mi muñeca, me apliqué en sus botones despacio, agasajando cada trozo de carne que descubría, respirando cada vez con más fuerza.
—Tienes la piel ardiendo.
—Y tú, ¿estás ardiendo?
Me aparté de nuevo.
—¿Quieres saber cuánto te deseo? —Asintió, y le acerqué la tela, mojada, para que pudiera olerla.
Sacó la lengua y la lamió.
—Me muero por saborearte a ti. Esta noche voy a hacer que te corras en mi boca.
—Después de ti —le prometí, solté los shorty y le mordí un pezón.
Ninguno de los estábamos ya para demasiadas sutilezas, así que me arrodillé y apoyé la mejilla contra él, acariciándolo y acariciándome contra su erección, sintiéndolo tras el vaquero, esperándome. Después le pasé la lengua sobre los pantalones. Nunca había tenido tantas ganas de tener a nadie en mi boca. Mis manos exploraron por las ingles, por el ombligo, las introduje hasta sentir el dobladillo de su ropa interior y su glande, caliente y suave, esperándome.
Sin poder resistirlo más le despasé los pantalones y la cremallera y se lo aparté todo de un tirón, quedándome frente a él, desnudo, erguido de deseo. Soplé con suavidad y sentí que su piel se encogía.
—Victoria.
Me desabroché los botones del vestido y me acuclillé y la tomé entre los dedos y la pasé por mi escote, la encerré entre mis pechos, la lamí, me acaricié el pezón con su punta por encima del suave encaje negro.
—Dios, Victoria…
—Ashley. —Le contesté, mirando hacia arriba. No sabía si podría ver mi mirada apremiante o no, pero mi voz sí reflejaba mi necesidad de él.
—Hazlo, Victoria. Cómemela.
Y obediente me arrodillé y me la metí en la boca poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que no me cupo más, y sorbí. Su gemido me encendió. Comencé a meterla y a sacarla cada vez más rápido, pulsando rítmicamente con la mano su tronco con fuerza, usando los labios, la lengua, aspirando, mientras con la otra le sostenía los testículos y presionaba con las yemas detrás de éstos, aumentando su placer. Jadeaba contra él, y él suspiraba y me pedía que siguiera, que no me detuviera. Me decía que le estaba volviendo loco. Y a cada frase, a cada gemido, perdíamos más el control y nos acercábamos más al abismo.
Supe que estaba al límite antes de que me avisara.
—Para —me dijo—. Victoria, para. Estoy a punto.
No quería parar. No era la primera vez que no me detenía y no quería hacerlo ahora. Sabía que lo disfrutaría muchísimo más si eyaculaba dentro, que intentaría contenerse al máximo y estallaría cuando no pudiera más. No me lo tragaría, pero no pensaba apartarme. Chupé con más fuerza.
—Victoria. Joder, Vic, para. Vic… Vic…
Y gritó. Y saboreé el líquido caliente, dulzón, en mi paladar, y seguí con la mano, manteniéndola en mi boca un poco más para recoger las últimas sacudidas de su orgasmo. Y no dejé de acariciarle con fuerza hasta que sentí que su cuerpo se relajaba por completo. Sólo entonces me levanté, busqué en mi bolso los pañuelos de papel, saqué un par y me vacié la boca en ellos, volviendo a meterlos en el paquete. Lo tiraría todo.
Estaba caliente, pero en cierto modo su orgasmo me había calmado. Dudaba que hubiera tenido muchos de ésos en su vida, y eso me hacía sentir segura. Desde luego puedo deciros que yo nunca había disfrutado tanto con una mamada.
Cogí el bolso, recogí las braguitas y las metí dentro, me calcé y le miré. Me miraba con una mezcla de deseo, satisfacción y suficiencia que me encantaron.
—Debiste decirme aquel día que ibas a darme el mejor orgasmo de mi vida. Hubiera echado al montenegrino y te hubiera puesto al mando.
Sonreí, engreída.
—Debiste preguntar.
Me acerqué a él y le quité las esposas y los nudos, soltándolo.
—¿Te importa? —me preguntó una vez liberado.
Y antes de que supiera qué iba a hacer me esposó una mano.
—Ashley, no. Subamos.
Ignorándome, ató la otra mano con la pashmina y me miró.
—Voy a hacerte suplicar, Victoria.
Y me besó. Y como él ya estaba sereno, y yo no, se lo tomó con calma. Así que para cuando metió la mano dentro del sujetador apenas me sostenía en pie. Y cuando me pellizcó los pezones creí que no lo resistiría. Y cuando los chupó grité su nombre y sí, le supliqué que me dejara correrme.
—¿Cómo quieres llegar, Victoria? —dijo, arrodillándose frente a mí y subiéndome la falda, enganchándola al fino cinturón del vestido.
—Ashley, sólo hazlo.
Me introdujo un dedo despacio. Intenté hacerme hacia delante, pero al mismo tiempo se retiró. Él estaba saciado y yo ardía. Tenía todo el control ahora.
—¿Quieres que sea con los dedos? —E introdujo otro mientras con el pulgar tanteaba mi clítoris lo justo para enardecerme pero no para satisfacerme—. ¿O prefieres la boca?
Y sacándolos abrió los labios y me besó con lascivia entre las piernas, chupando, lamiendo, mientras cada vez me sentía más hinchada y mojada.
—Ashley, por favor, por favor…
—O tal vez quieras un poco de las dos cosas…
Volvió a introducir un dedo y lo giró dentro de mí mientras seguía lamiendo, tomando el clítoris y sorbiendo suavemente. Sollocé de placer. Y de desesperación.
Suavizó el ritmo y le supliqué. Sin dejar de mirarme se levantó y soltó mis brazos, cautivos. En cuanto lo hizo mis dedos volaron donde su boca acababa de retirarse, caliente. Necesitaba un orgasmo y lo necesitaba ya. Cuando vio lo que iba a hacer me apartó las manos y me dio la vuelta, apoyando mi estómago contra la barandilla e inclinándome.
—Otro día —me susurró al oído detrás de mí— cogerás tu consolador y te correrás para mí, y me pondrás tan caliente que yo mismo me haré una paja mientras te miro. Pero ahora mismo no es eso lo que necesitas.
—Ashley —estaba desesperada como nunca. Su voz, su cuerpo pegado al mío—. Ashley, necesito correrme.
—Oh, y te vas a correr, cariño. Te correrás. Varias veces.
Se bajó los pantalones y oí el inconfundible sonido de un condón. ¿Estaba duro otra vez? ¿En serio? Ojalá fuera cierto porque lo necesitaba. Necesitaba…
—Lo que tú necesitas es mi polla enterrada en ti.
Y la metió con fuerza hasta que no cupo más. Estaba mojada y me sentí llena, prieta. Se quedó quieto, no sé si intentando que me acomodara a su tamaño o por hacerme sufrir. Me moví yo. Y se movió él: fuerte, duro, inclemente. Gemí su nombre mientras me acercaba, lo grité cuando llegué, y lo sollocé después. Se volvió a detener, dentro, más duro que nunca, mientras me acariciaba la espalda, el pelo, y me susurraba cosas que no escuchaba.
Al poco volvió a moverse. Y volví a tensarme. ¿Otro? Joder, iba a correrme de nuevo si seguía moviéndose así.
—¿Estás segura de que no te queda otro orgasmo ahí dentro, esperándome?
Y la sacó casi toda antes de volver a entrar en mí.
—¿Vic?
Como respuesta me tiré hacia atrás, apretándome contra él, y comencé a moverme con frenesí. Al poco los dos jadeábamos, y nos buscábamos y nos encontrábamos y queríamos más. Solté una mano de la barra y le apreté contra mí desde las nalgas, intentado guiar sus movimientos.
—Más fuerte, Ashley —le insté.
Gimió. Me cogió por las caderas y embistió con ímpetu, tanto que volví a cogerme a la barandilla y abrí más las piernas.
—¿Así? —Asentí, sollozando de placer—. ¿Así, Victoria? —repitió en un gruñido, sin dejar de entrar en mí con fuerza.
Nos corrimos a la vez. Y nos desplomamos agotados. De nuevo me acarició con mimo durante un minuto o dos. Después salió de mí y se quitó el preservativo. Yo ni me moví, estaba saciada, llena, deshecha y rehecha.
Oí su cremallera y sentí cómo me bajaba la falda. Me dio la vuelta y me pasó el bolso. La pashmina y las esposas estaban dentro. Me abrazó con ternura.
—Ha sido increíble —le susurré.
—Tú eres increíble —me susurró, besándome en la coronilla.
Entramos en el ascensor abrazados.
—¿Al quinto? Un buen baño y mi turno. He estado pensado mucho en qué haría si te tenía en mi cama.
Asentí, mi estómago cosquilleando de nuevo.
—Al quinto.
Y joder cuánta imaginación tenía Ashley. Y cómo disfrutamos.
En fin, como reza el dicho, «los expertos en rehabilitación lo repetimos mientras no duela». Tengo una camiseta que lo pone.