24

Conociendo a los Greenfield

El viernes no quise llevarle yo los informes. Le pedí a James, mi compañero mono y cuatro años más joven, que se los pasara por mí. Y desde luego aquella noche no subí a la terraza. No tenía ni idea de si Ashley había acudido a nuestra cita diaria o no. No sabía qué hacer o decir después de lo del jueves, y mientras no tuviera clara una estrategia no pensaba acercarme a él. Sabía que le excitaba y que no quería que estuviera con otros. De lo primero ya había sido consciente, y lo segundo era una novedad después de que no hiciera nada cuando salí con Anthony Richardson. Pero yo no quería que me demostrara que quería meterme mano y que no quería que otros me metieran mano: lo que yo quería era que lo reconociera en voz alta, para mí y para él primero, y para el resto del mundo después. Bueno, de nuestro mundo, tampoco hacía falta que lo pintara en el cielo. Aunque estaría chulo, ¿no? En humo de avión rosa «Victoria: eres la mujer de mi vida».

Mientras tanto el doctor Harrison me había propuesto salir el viernes siguiente a cenar donde tanto quería ir, y aunque hubiera preferido que mi primera vez fuera con Ashley, y aunque todavía tenía la esperanza de que lo parara de algún modo, había dicho que sí. Y ahora iba a Harrods a dar una vuelta y a buscar algo bonito para esa cita a la que no quería ir. Estábamos en rebajas, yo ya trabajaba, y no había tocado nada de lo que gané aquel verano con el alquiler del apartamento en Benicàssim.

Así que me metí en el edificio y me dejé llevar por el lujo sin buscar ninguna marca en concreto, esperando ser tentada por algo que pudiera pagar y que fuera «ponible» después: no pensaba gastarme trescientas libras —siendo optimista— en algo que me cansaría de llevar en dos veces. Quizá un vestido blanco vintage asimétrico en falda lápiz. Sip, algo así no pasaba nunca, y siempre podía subir la altura de la falda cuando me cansara del recato. Además, un cinturón ancho podía convertirlo en algo totalmente distinto.

Así que casi sin querer me vino a la mente Karl Lagerfeld, pues era la definición exacta de un vestido blanco vintage, del estilo que fuera. Pero claro, los precios de Chanel eran elevados, tanto que llegaban hasta el cielo. Y aun así… Me probé un par, y uno de ellos me enamoró. Era como si estuviera cosido para mí y para nadie más. Dicen que con los vestidos de novia ocurre eso. Yo no tengo ni idea y la verdad es que no me veía casada con nadie, ni con Ashley. ¿Sería eso malo? ¿Creería él en el matrimonio? Por él… El vestido me devolvió al presente. Dios, aquel Chanel llevaba mi nombre. Lo colgué en la percha con pesar, sonreí a la vendedora y dejé la sala dedicada a Coco.

Mejor me reconfortaba con una taza de chocolate. O un té, que desde que empezara a trabajar salía menos a correr. Pregunté a una de las señoritas de esas que llevan una banda cruzada en el pecho que dice «Pregúntame, estoy aquí para ayudarte» cómo llegar a la cafetería, aquello es un laberinto en toda regla, y amablemente me dio un mapa y me puso en dirección a la planta de juguetes. En la cafetería que había junto a las muñecas y las pelotas tomaría mi premio de consolación. Las escaleras mecánicas me llevaron hasta el paraíso infantil. Olí la bollería recién hecha y me dejé atraer. Estaba por entrar cuando le vi: Ashley, mi Ashley, con otra, sentado tomando algo. Era una mujer más o menos de su edad, de melena larga y ondulada de color miel y unos ojos enormes y claros. Y yo vestida de vaqueros y polo, con bailarinas y la cara lavada; sofisticación cuatro sobre diez. Nooooo.

Pues me importaba un pedo. Le debía una y me la iba a cobrar. Si yo no tenía sexo, él tampoco. Me cuadré de hombros, me afiancé en lo que iba a hacer y fui directa a su mesa contoneándome, femenina. Me vieron antes de que llegara. Ella me miró interrogante, él sonriente.

—Ashley, cariño, ¿llego tarde? Lo siento, vengo de Chanel, y ya sabes lo que pasa cuando entro allí.

Y con toda la jeta, como si fuera lo más normal del mundo, agaché la cabeza, le rocé con suavidad los labios con los míos, en un beso suave que me extasió. Me encantaba cómo olía, cómo sabía. Adoraba su esencia.

—Victoria, creo que…

—Disculpe, por favor —llamé al camarero—, un té con leche.

Y me senté tranquilamente, como si hubiera quedado con él y fuera la otra la que molestara. Él por su parte cogió un periódico. La otra, que por cierto tenía una cara preciosa y unos enormes ojos verdes, me miró divertida.

—Hola —la saludé, y tomé a Ashley de la mano por encima de la mesa. Hurgué en mi bolso y saqué el móvil, para entremeterme. Era él quien debía hacer las presentaciones. Si es que se atrevía.

—Ashley —dijo ella—, ¿no vas a presentarnos?

—No —respondió malhumorado.

—De acuerdo. —Se puso en pie y me tendió la mano. Dejé el móvil y a Ashley, y se la estreché—. Soy Anne Evans.

—Hola, Anne, encantada. Yo soy Victoria, la novia de Ashley.

Incrédula le miró, entre horrorizada y enfadada. Vaya, vaya. Parecía una mujer de carácter. ¿Le cruzaría la cara de una bofetada?

—¿Su novia? ¿En serio?

—Sí —asentí, sentándome como si nada.

—Creo, Ashley, que sí deberías presentarnos formalmente. Ahora.

Éste dejó el diario tras el que se había refugiado de mala gana.

—De acuerdo. Victoria, permíteme presentarte a Anne Evans: mi hermana. Anne, ella es Victoria Adams.

¿Hermana? ¿¿Su dichosa hermana?? ¡Joder!

—Victoria Adams —insistió ella—. Victoria Adams ¿tu…?

—Victoria Adams —respondió él, esquivo, y volvió al periódico. Tras él le vi sonreír. Le di una patada por debajo de la mesa—. Ay —se quejó—, no te pongas así, tú solita te has metido en este lío, ahora sal de él sin mi ayuda.

—Lástima que me ayudes sólo cuando no lo necesito.

—Desgraciadamente lo hago porque no sabes lo que te conviene.

—Ashley, en serio, eres…

—¿De verdad te llamas Victoria Adams? —Anne, su hermana, su hermana, joder, su hermana, la que había liado, no sé si quería reírse de mí o mediar paz. En todo caso me vino bien la interrupción.

—Sí, lo cierto es que sí.

—Me encantaría tener una amiga que se llamara Victoria Adams.

Me gustó. Su voz, su sonrisa, su predisposición me gustaron.

—Entonces considérate mi amiga.

—Estupendo. Me encanta Chanel. De hecho Ashley se va a quedar con su sobrino, el demonio que tengo por hijo y que desde luego ha salido a su padre, mientras busco un vestido para la cena de esta noche. Quizá quieras venir.

—Me encantaría —me gustaba. Sí, me gustaba mucho, y más ahora que sabía que no intentaba ligárselo.

—Perfecto, pero no me refería a la tienda, eso lo daba por sentado, sino a la cena de esta noche. Me encanta que hayas dicho que sí. Ahora tú y yo nos compraremos algo, y lo pagará mi hermanito —eso llamó su atención—. Me sé su cuenta de Harrods.

¿Tenía una cuenta allí? Como es lógico no me creí nada de una cena. ¿¿Cuenta en Harrods??

—Dudo que me permita cargar lo mío.

—Lo hará. A fin de cuentas no ha negado que seas su novia. —Silencio—. ¿Ves? Y tendrás que estar perfecta esta noche.

Ahora sí, Ashley soltó el periódico.

—Anne, no te pases… —advirtió. Pero a Anne le sonó el móvil.

—¿Mamá? ¡Qué bien, iba a llamarte ahora! Pon otro cubierto para cenar: Ashley vendrá acompañado. Su novia, sí. Bueno, ya la conocerás esta noche. No, yo tampoco sabía nada. Sí, es estupendo. De acuerdo, le diré a Mike que sea puntual, pero ya sabes cómo es. Sí, mamá, haré lo que pueda. Yo también. De tu parte. Hasta esta noche. —Y miró a su hermano—. Mamá te manda besos.

—Anne, te has pasado.

¿Qué acababa de ocurrir? ¿Iba a cenar con la madre de Ashley? ¿Pero iba en serio lo de la invitación? Oh, oh. Ahora sí que necesitaba aquel vestido blanco de ribetes satinados en negro. E irme a casa y ponerme una mascarilla; y hacerme las uñas; y plancharme el pelo; y escoger…

—¿Me he pasado? Vaya, pues lo siento. ¿Te quedas con el peque? Victoria —aquella mujer era de armas tomar—, ¿Chanel?

Y la seguí.

Íbamos en el coche, camino de la casa de sus padres. Llevaba mi vestido nuevo y estaba guapísima y él lo sabía aunque no me lo hubiera dicho. Tal vez tuviera que ver con que lo hubieran cargado a la cuenta de Ashley. Un Ashley que me miraba muy, muy enfadado.

—Te he dicho que te lo pagaré.

—Sabes que no es eso lo que me cabrea.

—¿Quieres que lo hablemos?

—No, joder, no quiero.

—En serio, deberíamos hablarlo antes de llegar a casa de tus padres.

—¡Mierda, Victoria, en estos momentos parecemos un matrimonio!

Tan enfadado como para no dejar de soltar tacos. Pero tenía razón, y molaba, ¿eh, chicas?

—Tu hermana no se ha creído ni por un momento que estamos juntos.

—Mi hermana es una fisgona.

—Ey, no hables así de ella. —Anne me gustaba. Me había metido en un buen lío pero me gustaba.

Y sí, no me hagáis reconocerlo, meterme en casa de Ashley era un gran paso adelante en mis planes, ¿no? Ahora sus padres sabrían de mí, y con suerte serían mis aliados. Claro, que para eso tenía que pasar el examen. Ahhh, ¡el examen! No lo iba a pasar, nunca lo pasaría. Noooooo. Era una familia de dinero, con recursos, todos ellos cirujanos según Anne. Vivían en Chelsea, por el amor de Dios. Me odiarían, me detestarían, le dirían a Ashley que si estaba mal de la cabeza… Finalmente sería la loca de los gatos…

—Es mi hermana; una de las tres que tengo y que vas a conocer. Y te he dicho que no quiero hablar del tema.

—Bueno, pues algo tendremos que decir, ¿no?

—Apáñatelas tú, que eres la que ha liado este embrollo.

—¿Yo? Empezaste tú con Edward.

—¿Edward?

—El doctor Harrison.

—Edward. Muy bien, Edward. Vale.

—No te pongas difícil. Y dime qué vamos a decir.

Llegamos a una casa impresionante en una típica calle de Chelsea: fachada palladiana blanca con valla alta y negra para separarla de la acera y columnas neoclásicas enmarcando una puerta impresionante de madera también negra con el número en dorado a juego con la aldaba.

—Espero que tengas algo preparado —me dijo mientras me abría la puerta del coche, una vez superada la verja con mando a distancia y aparcado dentro—. Y que sea bueno: mis hermanas van a hacerte pedacitos y a devorarte.

Él sí que sabía infundirme ánimos.

Estábamos cenando. La casa era opulenta, la vajilla, la cristalería, la mantelería, la cena, eran opulentas. La gente y la conversación, en cambio, eran sencillas y agradables. Siempre quise sentarme a una mesa llena de hermanos y tener una conversación así: mundana. Se hablaba de niños, de los planes para vacaciones, y de trabajo: el señor Greenfield era cirujano plástico, sus tres hijas, Eve, Anne y Agnes eran cirujanas plásticas, sus esposos, John, Mike y Kenneth, eran cirujanos no sabía de qué. La señora Greenfield, Mildred, había sido secretaria; Ashley era rehabilitador; yo fisio. Sin embargo nadie hablaba de más, nadie presumía, todo era familiar, cordial, y dejaba entrever el cariño y el respeto que todos se tenían. Sí, me habían dirigido muchas miradas curiosas, pero no me habían preguntado, ni a Ashley, abiertamente nada. Parecían aceptarlo. Ashley estaba relajado y hablaba también. En algún momento se había dirigido a mí sonriente, pero tenía la insidiosa sensación de que estaba esperando que ocurriera algo.

¿Qué era? Tardé dos platos en averiguarlo. En cuanto un sirviente recogió la mesa y sacó unas bandejas con dulces mi tranquilidad se fue al traste.

—Bien —dijo Eve, la mayor—, los postres. Se acabó la buena educación.

—Eve —la amonestó su madre.

—Eve tiene razón, mamá —corroboró Anne.

—Victoria, lo lamento —me dijo Mike, sonriéndome con empatía. También John parecía alentarme. Miré a Ashley y su cara de diversión me dijo qué había estado esperando: sus hermanas me habían dado una cena de tregua, y ésta había cesado.

—Anne nos ha dicho cómo te conoció. Y que Ashley no ha negado ni llegado a confirmar lo vuestro. —Callé—. Pero que te ha pagado el vestido de Chanel que llevas puesto.

Vaya. Pero algo en su tono era jovial, a pesar del hachazo. No tenía una familia, y la de Luis era corta y se llevaban a matar. Evalué la situación: parecía una especie de ritual, y se suponía que tenía que ser gracioso. ¿De quién querían reírse, de su hermano o de mí? Desviar la atención hacia él era un camino seguro.

—Bueno, ya sabéis cómo es vuestro hermano. Es tan discreto con su vida privada…

—Ashley no es discreto, se supone que es gay. —El tono de su padre no era alegre en absoluto. No censuraba, pero desde luego no le gustaba.

¿Lo sabían? ¿Todos sabían que Ashley se hacía pasar por gay? Bueno, eran médicos, y se relacionaban con otros médicos, a fin de cuentas.

—Papá, era eso o una demanda —argumentó Agnes, conciliadora.

—Eso le pasa por liarse con una mujer que ni siquiera es médico de verdad.

Dios. Aquello empeoraba.

—Laura es rehabilitadora —advirtió Mildred—. Y tu hijo también.

—Un médico que no sabe coger un bisturí no es un médico de verdad.

Si pensaba eso de su hijo, ¿qué pensaría de mí? Si una rehabilitadora no era lo bastante buena, ¿qué sería una fisio? Pasando de lo que creyera de mí: Ashley era médico, y muy bueno, además. ¡¿Cómo se atrevía a hablar así de su hijo?! Defendí a Ashley. Me salió. Sabéis que lo hice sin querer, ¿verdad? Defender a los médicos no era lo mío. La culpa de todo la tenía Ashley por ser como era.

—Ashley no opera y es médico. Y un médico excelente, por cierto.

Su padre pareció sorprenderse ante mi vehemencia. Y aprobarla. Aun así insistió.

—Debería operar.

—Bueno, podría ser peor: podría ser cirujano ortopédico —conjeturé.

—¿Qué pasa con los de orto? —preguntó Agnes.

—Son carpinteros, no cirujanos —respondimos Ashley y yo a la vez. Y yo rematé—: Son Picassos de brocha gorda.

—Gracias, Victoria. —Era Kenneth, el marido de Agnes—. ¿Te he comentado cuál es mi especialidad?

—¡Anda ya! —respondí. Pero sí, la había cagado: era traumatólogo y ortopédico.

Todos rieron. Al parecer meterse los unos con los otros, dentro de unos límites, era la clave. Tal vez el padre de Ashley había bromeado, después de todo. Tal vez aún me daría una oportunidad.

—Bueno, al menos sabemos algo: si Victoria ha defendido a Ash, que es insufrible, entonces es que definitivamente están juntos.

Miré a Ashley a la espera de que lo desmintiera. Le di un pisotón. Y una patada.

—¡Ay! Victoria, deja de agredirme. No, no estamos juntos. —Me taladró con los ojos—. ¿Satisfecha?

—¿Le preguntas si está satisfecha por tu confesión o si está satisfecha porque no estéis juntos? —Eve. En serio que a pesar de todo me estaba divirtiendo, porque era Ashley el blanco de las bromas. Yo desaparecería; él volvería.

Una parte de mí se entristeció ante la idea de no volver. Me gustaba estar allí, me gustaba ser la novia de Ashley y formar parte de aquello.

—Pregúntale a ella —me pasó la pelota—. Fue ella quien se presentó como mi novia.

—Y te besó, también.

—¿Le besó? —se preguntó a coro, y nos miraron.

Muy bien, él se lo había buscado.

—No, no estamos juntos. No estamos juntos porque Ashley no mezcla trabajo y placer y prefirió ofrecerme un puesto en el hospital a una cena. Y no obstante se pasa el día cerca de mí y me ha fastidiado una cita con otro médico.

—¡Ashley! —Le riñó su madre.

—¡No te fastidié la cita! ¡Hubo una emergencia! —Ahora sólo me miraba a mí.

—Le pusiste una localizada ese día sin previo aviso y casualmente una enfermera experimentada y de tu confianza le llamó por una tontería —y yo sólo le miraba a él.

—Quizá. Pero no soy el único que tuvo un ataque de celos aquella noche. ¿O quieres que cuente qué pasó después?

—No te atreverías —me sulfuré.

—Por favor, cuéntalo —pidió Anne.

La miramos de un modo tal que se disculpó.

—No puedes no dejarme salir con otros.

—¿No? Pues resulta que sí puedo.

—No, no puedes.

—Sí, sí puedo. —Como veréis éramos de lo más adultos, allí, delante de una familia a la que me había propuesto impresionar.

—Quizá sea una pregunta tonta, pero —Eve— ¿por qué no la invitas a cenar?

—Porque trabajamos juntos —respondimos los dos a la vez.

—Despídela —respondió Kenneth.

—No lo haré porque es una magnífica profesional.

Aquello me llegó al alma.

—Pero si sólo es una fisio —respondió su padre.

Y Ashley se cabreó. Mucho. Me dio la impresión de que tuvo que ver más con él que conmigo, y que lo de no ser médico de verdad no era del todo guasa.

—Es la mejor fisio que he tenido en el servicio. Es una profesional implicada. Muchos médicos debieran tomar ejemplo de ella.

—Ashley, cariño…

—Gracias por la cena, mamá, pero tenemos que irnos.

Y tirando de mí me sacó del comedor, y de la casa, obviando el coche.

Caminamos en silencio menos de un minuto, tiempo en el que me pregunté por la manía troglodita de los tíos de sacarnos a rastras. Bueno, o la manía troglodita inglesa: Anthony y Ashley lo habían hecho; Luis no. A ver si al final iba a ser Luis quien no tuviera sangre en las venas. Porque aquel morbo mío sobre cómo eran los ingleses megaeducados en la cama con Ashley alcanzaba cotas máximas. Cuando ocurriera iba a ser legendario. Y obsceno, y pecaminoso, y pornográfico.

Me metió en la que supuse sería su otra casa y me llevó hasta una cocina enorme con una isla al medio con los fogones y un montón de ollas y sartenes y cazuelas colgadas sobre barras y al aire. Lanzó su chaqueta de malos modos sobre el banco. La mía se había quedado en casa de sus padres.

—¿A qué coño ha venido lo de esta noche?

—Debiste decir que no era tu novia.

no debiste decir que lo eras.

—Tú empezaste esto cargándote mi cita. Y me has sacado a rastras de allí. Me hubiera gustado despedirme, al menos. Tu familia parece maravillosa.

—Mi familia es una metomentodo.

—Entonces está claro de dónde te viene a ti.

No simuló no saber a qué me refería.

—El doctor Harrison no te conviene. Es un mujeriego.

—Y yo una… una… bueno, una «hombreriega» o como se diga.

—No es cierto.

—Sí lo es, no pienses que me conoces tan bien, Ashley.

—De acuerdo, entonces eres un zorrón.

Creo que aquello no lo entendí bien, porque al llegar a casa y repasar la escena me di cuenta de que me había defendido de lo que no tocaba.

—Sí lo soy. Me tiré a Jamie o Gary o como se llamara, y lo intenté por todos los medios con Anthony, y desde luego que me lo monté con el niñato grunge cuyo nombre ni siquiera sé —contaba con los dedos—. Y si no te hubieras metido incluiría también al doctor Harrison.

—¿Así que va de eso? ¿De echar un polvo? Muy bien. Follemos.

—¿Qué has dicho?

—Que follemos —se quitó la camisa. Qué bueno estaba. En el sótano no le había visto a pecho descubierto—. ¿No se trata de eso? Pues adelante. Quítate el vestido. Mi vestido, que lo he pagado yo.

—No.

—¿No?

—No.

Se quiso acercar a mí y le di la vuelta a la isla de la cocina, huyendo en un acto sin precedentes. Pero la precaución era mi lema en aquel momento.

—Llevas queriendo meterme mano desde el día en que me conociste. Ésta es tu oportunidad. Así que ¿a qué esperas ahora?

—Tú llevas queriendo meterme mano a mí. Yo lo que quiero es atarte —puntualicé—. Y lo haré. Pero no así.

—Dime cómo es así, entonces. Dime qué es lo que quieres. ¿Prefieres que me quite también los pantalones? Sólo tenías que pedirlo.

Se los quitó. Se quedó en calzoncillos. Y, como sospechaba, no estaba excitado. Estaba cabreado, como yo. Bueno, más que yo, en realidad.

—Quiero acostarme contigo, Ashley, pero quiero hacerlo un día en que vayamos a pasarlo bien, en que lo estemos pasando bien. No así, no cabreados, no intentando demostrar no sé muy bien qué.

Se apoyó sobre el banco de la isla, justo al otro lado, y me miró. No bajé la mirada, y mis ojos se mantuvieron tan firmes como mi resolución. Finalmente claudicó, dándose cuenta de que se había pasado.

—Dios, Victoria, lo siento.

Con eso me bastaba. No sabía muy bien qué narices había ocurrido, pero me bastaba.

—Olvídalo —susurré—. Voy a ir a refrescarme, y cuando vuelva tú estarás vestido y me llevarás a casa y nos olvidaremos de esto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —comenzó a ponerse la camisa.

—Te he dicho que te vistas cuando me vaya al baño. Y todavía sigo aquí —le sonreí, pícara. El ambiente se relajó del todo.

—De acuerdo —asintió, soltando la prenda. En serio, chicas, teníais que verlo. Qué bueno estaba.

—Mañana recogerás mi chaqueta de casa de tus padres y me disculparás.

—De acuerdo.

—Y no cambiarás los turnos del doctor Harrison para el viernes. Tenemos una cita y no te meterás.

—De acuerdo.

Vaya, a eso tenía que haber dicho que no.

—Hoy estás muy facilón, Ashley.

—Para una vez que lo estoy tú te haces la estrecha, Vic.

Jodidamente cierto.

—Mejor me voy al baño.

Y cuando volví me llevó a casa como si nada.