23

Mi primera no cita con el doctor Harrison

—¿Se puede saber qué te traes con el doctor Greenfield, Victoria?

La responsable de aquella pregunta tan directa fue Alberta. Estábamos viendo Vengeance, y en los anuncios me soltó semejante perla a bocajarro. Llevaban unos días rondándome, las dos, preguntándome por el servicio, por lo que hacía, omitiendo algo, curioseando pero no de manera inocente. Y al fin habían soltado la bomba. Monique no estaba libre de pecado tampoco, pues apagó la tele en cuanto la otra preguntó.

—Deberías poner el capítulo a grabar. —Me metí la última cucharada de yogur en la boca como si nada.

—Lo buscaremos en internet mañana. O veremos el resumen. O alguien nos lo contará.

—Ya veo —me levanté y me refugié en la cocina con mis cosas, esquivando la pregunta.

—Lo mismo podríamos hacer con ella, ¿no crees, Alberta? —La francesa gritaba para que la oyera—. Buscaremos mañana la respuesta por ahí. O pediremos un resumen diario de lo que se cuece en la planta de Rehabilitación. O alguien nos contará una nueva versión de la extraña relación entre el doctor Greenfield y la fisioterapeuta Adams.

No había escondite posible con aquellas dos, así que mejor regresaba. Me tiré en el sofá, suspirando. Abracé un cojín, sin saber qué decir.

—¿A qué viene esto?

—La gente habla sobre vosotros. Dicen que pasáis mucho tiempo juntos. Que se diría que os buscáis, incluso.

—Llevo a sus pacientes.

—No nos tomes por tontas, Victoria.

No quería mentirles, pero no sabía qué decir o cómo decirlo. Claro, que en realidad no había mucho que decir. Teóricamente.

—Sabéis que somos amigos. Pasamos tiempo juntos desde que nos conocimos, compartimos gustos y algunas aficiones, de ahí la confianza. Y sí, cuando nos vemos en el hospital nos detenemos un segundo a hablar, del mismo modo que hablamos cada noche. ¿O qué creéis que hacemos en la terraza?

—Empiezo a preguntármelo. —Monique era intuitiva, y me conocía más que la alemana. O digamos que la cabeza cuadrada de Alberta sumaba dos y dos y siempre le daban cuatro.

—El doctor Greenfield parece superar contigo lo que se considera amistad. Hay quien dice que flirteáis abiertamente. —Bien por la rubia. Así que a ella me dirigí.

—Sabéis que él es gay —lo que técnicamente no era una mentira. Ellas sabían, o creían saber, que era gay.

—Bueno, Monique, eso es cierto…

—¿Lo es?

Mierda. ¿Acaso era descendiente de Napoleón, o qué?

—Bueno, eso preguntádselo a él. Pero si la pregunta para mí es si me lo he tirado, o si él ha intentado acostarse conmigo, la respuesta es un no.

Lo que técnicamente también era cierto. No me había acostado con él; porque faltó poco y porque no estábamos acostados sino de pie. Y él nunca me había pedido nada; todavía no.

—La gente habla, Victoria.

—Es un hospital, en los hospitales se habla. —¿De qué iba aquello? Mejor preguntaba—. ¿De qué va todo esto?

Ahora se miraron ellas, dubitativas. Alberta parecía contrariada, como si hubiera programado todas mis posibles respuestas pero no se hubiera planteado siquiera su pregunta. La otra fue honesta. Monique, como yo, no mentiría. O diré mejor que, como yo, técnicamente no faltaría a la verdad.

—Sólo ve con cuidado, ¿de acuerdo? En el St. Susan el doctor Greenfield es una pieza codiciada, ya sea como hombre, gay o no —oh oh, la cosa estaba peor de lo que creía; tenía dudas reales sobre mi Ashley—, o como amigo de trabajo. Apunta a ser el próximo director médico en menos de cinco años, que es cuando se jubila Gingers. Y ese puesto es más importante que el de gerente a nivel interno. Sólo ándate con ojo. Las envidias pueden jugarte malas pasadas.

—Gracias.

Volvieron a darle el volumen a la tele justo cuando acababan los anuncios. Me levanté y me puse una chaqueta.

—¿Has quedado con él?

—Sí. —¿Para qué negarlo?

—¿Se lo contarás?

—Supongo.

¿Iban a darme algún consejo? Porque no me vendría mal.

—Cierra al salir.

No, al parecer de momento no se metían. O no husmeaban más. Pero Monique se lo olía; Alberta, sin embargo, iba completamente perdida. Sabía que la francesa sería discreta, y que no intentaría nada con Ashley a pesar de que Eric le estaba haciendo más daño que nunca y las cosas con él parecían ir de mal en peor. No obstante no podía perder de vista que si Monique lo sabía aquello podía significar una aliada o una maldita voz de la conciencia.

Ashley ya estaba allí. Y con cara de pocos amigos. Me pasó una copa de vino: francés.

—Hoy he tenido suficiente de francesas, pero haré el esfuerzo.

—Yo he tenido de sobra de españolas, y aquí sigo.

No me ofendí, no le había hecho nada. Pero le pregunté, intentando cambiarle la cara.

—¿Alguna paciente de sangre caliente que ha intentado meterte mano? —No se rio—. Yo no recuerdo haberte atado a ningún sitio para cumplir mi secreta fantasía… —Tampoco—. Un mal día, ¿eh?

Se bebió la copa de un trago y la dejó sobre la barandilla.

—El doctor Harrison se ha pasado la mañana preguntándome por ti. —¿Celos? Yujuuuu—. Me ha pedido tu teléfono. Le he dicho que te lo consultaría primero.

—Dado que podría sacarlo del ordenador, es muy galante que te haya preguntado, ¿no crees?

Frase estúpida: que le hubiera preguntado no era un acto de galantería, sino consecuencia de los malditos rumores de los que me acababan de informar. ¿Sabría también él de esos rumores?, ¿sería ésa la fuente de su mosqueo, y no la posibilidad de que saliera con otro? Si jugaba bien mis cartas lo averiguaría.

—Sí, todo un detallazo, ha sido precioso. —Ironizó—. ¿Qué le digo?

Simulé pensarlo detenidamente mientras miraba la copa, como si la respuesta se hallara en su fondo.

—Creo, Ashley, que debería decirle que sí. Salir con él, me refiero.

Se volvió algo sulfurado.

—¿Crees? ¿Cómo que crees? Uno no «cree» que debe salir con alguien, le apetece. Déjame decirte que no le has mencionado en toda la semana, ¿y ahora vas a salir con él? ¿Y ni siquiera vas a preguntarme si es un buen tipo?

Tenía que ir con tiento. Despacio, Victoria; des-pa-ci-to.

—¿No te has preguntado por qué, en cierto modo, te ha pedido permiso? —No respondió—. Ashley. —Más silencio. Le volví hacia mí—. Te he hecho una pregunta.

—¡No, no me lo he preguntado!

—Ya —y una leche. Era médico pero no tonto—. La gente habla. Habla sobre nosotros.

—¿Y?

—No es bueno para ti, Ashley. No fue buena idea acompañarme en mi primer día. Pero no te responsabilizo sólo a ti. Tampoco yo debería referirme a ti como Ashley cuando te nombro, ni pararme a hablar contigo en los pasillos, ni en la máquina de café, ni saludarte, aun de lejos, en la cafetería. No debería tomarme tanta confianza con un médico, con el jefe de Rehabilitación, además.

Que me dijera que eran bobadas, por favor. Que me pidiera que no dejara de hacerlo. Si me pedía que mantuviera las distancias… no lo soportaría…

—Mamonadas.

Con palabrota y todo. Gracias, gracias.

—Quizá, pero Alberta y Monique me han interrogado hace un momento. Y Monique no es idiota. Sospecha algo.

—No hay nada que sospechar, Vic. No hay nada entre nosotros —ahora lo decía porque estaba cabreado, pero después de decirme que no quería que le ignorara en el trabajo y de rebotarse porque dijera que igual salía con Harrison aquel comentario me lo pasé por el arco del triunfo—. Así que déjate de rumores.

—«Los rumores son llevados por los hipócritas, difundidos por los tontos, y aceptados por los idiotas».

Me miró, sorprendido.

—¿Algún filósofo griego o alemán?

—Un sobre de azúcar, en realidad.

Me sonrió con ternura y volvió a mirar la City, como si no hubiéramos hablado. Presioné. Era mi oportunidad.

—Creo que debería salir con el doctor Harrison igualmente. Sería bueno para todos.

—Sería bueno para Harrison, desde luego, y también para ti, si estás buscando un buen polvo…

—¿Así que es bueno en la cama? ¡Estupendo! Haberlo dicho antes…

—No seas impertinente. ¿Puedo saber en qué narices me beneficia a mí?

—Si le das mi número y con ello tu beneplácito, aunque me sigas tratando igual la gente se reafirmará en la idea de que eres gay.

No le gustó mi respuesta. No se movió, no hizo ningún gesto, pero nos conocíamos, y esa falta de reacción implicaba exactamente eso: que no le gustaba mi respuesta.

—No necesitas mi permiso para salir con quien quieras.

—Lo sé, y no soy yo quien te lo está pidiendo. —Declaré petulante—. Pero otros creen que sí. Así que sé un buen chico, dale mi número y dile que esta semana las chicas van de noche y que tengo vía libre. ¡Ah!, y recomiéndale que me lleve al Jamie’s. Eso sería sin duda un «Victoria Adams me importa una mierda».

Esta vez no disimuló su fastidio.

—Mañana madrugo. Buenas noches.

Y se marchó. Traviesa, pregunté a su espalda.

—¿Le dirás lo del Jamie’s?

Era jueves y salía a cenar con Harrison. La noticia había corrido por el hospital como la pólvora. Como lo mío con Ashley no saliera bien, como no lograra convencerle de que estábamos hechos el uno para el otro, es decir, como fuera tonto del culo, tendría que buscarme otro trabajo. Nunca me había gustado ser el centro de atención en lo profesional, prefería pasar desapercibida; pero parecía imposible con cierto doctor que estaba más bueno que comer con los dedos.

Harrison me preguntó dónde podía recogerme, pero preferí quedar directamente en el restaurante. Fue en un Jamie’s, sí, pero en un italiano. ¿Alguien se había picado? ¡Pues que reaccionara de una buena vez! Me arreglé, pero no demasiado: pantalones pitillo, camisa y tacones, y maquillaje discreto y pelo planchado; pero nada de vestidos o excesos. Era una primera cita y, honestamente, no quería acostarme con él. Estaba bueno, sí, pero sólo Ashley cabía en mi cama ahora. Me arruinaría la vida, al final sí sería la vieja de los gatos y los rulos en la cabeza…

—¡Victoria!

—Edward —le sonreí. Con unos vaqueros y una chupa de cuero iba muy sexy. Lástima de Ashley, en serio, porque este médico estaba un rato bien.

Me besó en la mejilla y me abrió la puerta para entrar.

—Ashley me dijo que te encanta Jamie Oliver[21].

—Sí, es cierto.

—Quizá algún día podríamos ir al BBQ…

Me volví sorprendida, algo decepcionada.

—¿Te ha dicho eso también Ashley?

—¿Qué? No, no, ¿por qué? ¿No es una buena idea? No me dijo que fueras vegetariana… Y yo que creí que Greenfield estaba jugando limpio.

—Oh, no —respondí, feliz—: soy carnívora.

Su sonrisa me dijo que él también era carnívoro: mucho, especialmente de carne femenina.

—Síganme.

El camarero habló en el mejor momento: nos entregó un busca —es muy curioso, en el Jamie’s Italian te dan un busca y cuando suena es que tu mesa está lista y alguien va a recogerte, y mientras esperas vas a una zona tipo snack a tomar algo; si sales de local pierdes el turno… ¡y ellos su busca!— y nos acomodó en una mesita.

—Greenfield jugaría limpio —dejé caer.

—Eso parece. Tengo que confesar que creí que entre vosotros… —esperaba que le interrumpiera pero me callé. Que siguiera hablando…—, bueno, los rumores sobre Ashley son los que son, pero no sé, tenía la sensación de que fluía cierta química cuando estabais juntos. Espero que no te molestara que le preguntara a él antes que a ti. Son cosas de tíos, ya sabes.

Detestaba eso de las cosas de tíos, porque significaba que no me contaría más.

—No te preocupes, me pareció muy considerado.

Nos trajeron un Martini y un agua con gas. Le miré, curiosa.

—¿Y eso?

—Estoy localizado.

—Vaya —no supe qué decir. ¿Por qué habíamos quedado si estaba localizado?

—Ha sido en el último momento. Brents ha tenido que irse por un asunto urgente. Moore se queda de guardia y yo localizado.

—Entiendo.

—Seguro que no suena. Nunca pasa nada.

—Claro que no.

Biiip-biiip.

—Nuestro busca —dije, levantándome, Martini en mano.

Negó con la cabeza.

—Me temo que es el mío, el del hospital. ¿Te importa si hago una llamada?

¿Cómo me iba a importar? ¿Y cómo me iba a importar que un minuto después cancelara la cita porque tenía que ir a Urgencias? Y no, tampoco me importaba volver sola. Claro que sí, repetiríamos. Sí, en el BBQ sería fantástico, me sentiría de lo más compensada.

Y volví a casa, sin cenar y algo mosqueada.

¿Casualidades? No, no cuando Ashley era el jefe de servicio. Pero bueno, él no podía inventarse un accidente de coche ni nada por el estilo, ¿verdad?

Estaba viendo la tele, un par de horas después, cuando dos cosas perturbaron mi paz.

Una fue un whatsapp. Educada le pregunté a Edward por su urgencia en cuanto acabé de cenar. Vaaleee, educada y desconfiada, ¡¡pero tenía razón!! Me respondía ahora, yo ya en pijama, diciéndome que había sido una tontería, que habían entrado dos casos a la vez y se habían excedido llamando también al localizado por miedo a un colapso. Al parecer la no tan joven ni inexperta enfermera se había deshecho en disculpas después, pero me explicaba que ya que estaba allí y el caso le había llevado más de una hora, fastidiándonos la noche, se quedaba a ayudar a Moore. Después de todo Ashley no podría inventarse un accidente de tráfico pero sí controlar quién llamaba a quién en su servicio.

Y por si esto fuera poco, preparaos para la otra cosa que no perturbó mi paz, no… ¡que me puso de los nervios! Apagué la tele para pensar y flipad en colores, chicas, en el piso de abajo escuché música: Bebo Valdés. La perfecta música de fondo para una cena o una copa o lo que fuera. ¡¡En qué mala hora le había dicho que mis compañeras no estaban esa noche!! Se cargaba mi cena y en cambio el muy desgraciado se montaba una cita justo debajo de mi habitación.

Me tapé bien con el edredón, deseosa de que me llegara el sueño. Las señoritas ignoraban esas cosas. Pero cuando la cama de abajo comenzó a hacer ruidos la señorita que había en mí se evaporó.

Me cambié, me puse un camisón cortito, me recogí el pelo rollo casual, todo ello cagando leches porque no me gustaba nada cómo sonaban los muelles abajo, y me encaminé al quinto.

Ni siquiera llamé al timbre: golpeé la puerta con fuerza. Dos veces porque a la primera no abrió. A punto de desbordarse mi paciencia Ashley apareció en el umbral, sonriente.

—Vic, ¿qué tal tu cita?

Le aparté y entré, directa a su dormitorio. Como hubiera alguien allí me lo cargaba. Abrí y, cómo no, la cama estaba hecha y la habitación vacía. Cabrón. E idiota de mí había caído como una tonta. Cabrón no, pedazo de cabrón.

—Victoria, cariño, ¿qué tal tu cita?

—Sabes perfectamente que mi cita se ha cancelado.

—¿En serio? Lo lamento mucho.

—Y una mierda lo lamentas. —Me fui directa a la microcadena y quité la alegre música cubana—. ¿Cómo te atreves?

—Bueno, si el objetivo era tener una cita con él, ya estaba cumplido. He querido ahorrarte el resto.

Uffff. Respiré. Conté hasta cinco. Hasta diez. Hasta quince. Y hasta veinte.

—¿Crees que tiene gracia?

—Supongo que la misma que hacerte creer que había una mujer aquí. —Lo mataba. Hoy lo mataba—. De todas formas te he hecho un favor: Harrison es un capullo.

—También lo era Anthony, y me dijiste que no podías evitar que saliera con él, pero que me consolarías después. ¿Por qué te metes ahora?

Me pellizcó la nariz. ¡¡Se permitió pellizcarme la nariz!!

—Porque ahora sí puedo evitar que salgas con él. ¿Quieres una copa, ya que estás aquí?

—¿Entiendes que esto parece un maldito ataque de posesividad?

—Supongo que te refieres al hecho de que hayas bajado al creer que estaba con otra, y no al hecho de que una enfermera se haya visto superada y haya cometido el error de llamar al médico localizado, ¿no?

Le di un pisotón. Iba descalza y no le dolió, pero le di un pisotón. Y se rio de mí.

—Me importa una mierda con quien te acuestes, doctor Greenfield.

—Ya lo veo. Lo has dejado clarísimo.

—Es más: me importa tanto como te importa a ti con quién me acueste yo.

—Yo no subiría a tu casa si oyera ruidos de cama.

Ahhh, encima quería tener razón. Lo mataba. Lo-ma-ta-ba. Y después me arrepentiría. Mejor me largaba de allí.

—¡¡Me voy!!

Estaba desquiciada. Desquiciada. Me dirigí a la puerta furiosa.

—Las señoritas no dan portazos.

¡¡Plam!! Le interrumpió el sonido seco y enérgico cuando cerré con violencia.

Subí a mi casa maltratando cada escalón, fuera de mí. Llegué a mi piso, abrí con las llaves, y di otro portazo. Me metí en la cama. Apagué la luz. Pensé un microsegundo. Ahora verás. La volví a encender, abrí el primer cajón, lo saqué del envoltorio y volví a bajar, pisoteando cada escalón. Golpeé a la puerta. Y un Ashley engreído abrió.

—Victoria, no te esperaba.

—¿Ves esto? —Le enseñé mi consolador violeta a pilas. Su cara fue un poema. Desde luego que no me esperaba. O no así. ¿Acaso creía que me conocía tan bien? Le quedaba mucha Victoria Adams por ver. Mucha. Estaría loca por él pero no me gustaba que me hiciera sentir estúpida—. ¡¿Lo ves?!

—Sí. —Sus pupilas se dilataron, seguro que imaginando lo que hacía con él cuando estaba sola.

Esto es mi consolador. Con esto me lo monto en la ducha y en la cama cuando tengo ganas y no tengo con quién. —Tragó saliva. Bien—. Y esta noche tenía ganas. Muchas ganas. Y tú me has jodido el plan.

—Si es por eso… —no quería oírlo. Ni de coña se libraría de mí jugando a esa mierda. Había perdido el control, y con él la paciencia y la educación, de ahí las palabrotas. Pero no había para menos, ¿no?

—Sí, es por eso. Y sí, tú vas a arreglarlo. —Me miró, dispuesto, todo su cuerpo en tensión—. Subiré a mi cama y usaré esto, y me voy a tocar, y voy a imaginar que eres tú quien me roza, quien me acaricia, quien me lame —se estaba excitando, sin duda—. Y en mi imaginación te ataré a la barandilla del portal y te haré todo aquello que siempre he querido hacerte y que no me has dejado porque eres un capullo. Y cuando esté tan mojada que no pueda más encenderé el vibrador —lo encendí— y me lo meteré hasta donde pueda y creeré que es tu polla, tu enorme polla la que me llega al útero.

—Victoria —intentó tocarme, su mano temblaba, pero estaba enfadada y se la aparté de un manotazo.

—Así que si esta noche oyes gemidos y suspiros de placer ahí arriba —señalé a mi piso— que no te quepa duda de que me estoy corriendo. Y que me estoy corriendo contigo, sólo que tú te lo estarás perdiendo. Buenas noches, Ashley.

Y esta vez cerré su puerta sin hacer ruido.

Las señoritas no daban portazos.

Ni tampoco enseñaban sus juguetes eróticos a nadie. ¿Tendrían las señoritas juguetes eróticos?