22

En el St. Susan

Primer día en el trabajo. Las chicas tenían turno de mañana —yo siempre tendría turno de mañana— y me acompañaron, emocionadas todas como en el primer día de colegio. Llegamos a las siete y media y me presentaron a un montón de gente de la que ya me habían hablado durante todo el fin de semana, básicamente en qué tías confiar y en quiénes no, y lo más importante: solteros y casados.

Así que a las ocho menos cinco estaba frente al despacho de Ashley, quien me acompañó a Recursos Humanos. Firmé, me presentó a algunos de sus colegas de profesión, es decir, a los médicos a los que iba a detestar desde ya y que me dirían qué hacer en todo momento como si fuera una inepta a la que tutelar, y no fui libre hasta las nueve para ir a mi puesto de trabajo.

—¿Adónde vas? —Ashley me seguía.

—Contigo. —Fruncí el ceño. No quería llegar de la mano de un jefe de servicio médico. No sería bueno para mí—. Sé lo que estás pensando, y para tu información tengo fama de dejar trabajar a los fisios.

—Lo que tú digas, Ashley.

—Doctor Greenfield.

—Cuando tú me llames terapeuta Adams.

—¿En serio quieres que te llame terapeuta Victoria Adams?

Me detuve y puse los brazo en jarras.

—¿No tienes pacientes a los que molestar?

—Soy el jefe del servicio de Rehabilitación, y esta mañana los he derivado —se estaba divirtiendo. Cretino.

—No pretendas que te lo agradezca.

—Hace tiempo que aprendí a no pretender nada de ti.

Error. Ya podías empezar a pretender algo de mí. Y a querer algo de mí. Y a anhelar algo de mí. Y a suplicármelo. Llegamos al gimnasio.

—¿Y bien, quién es el jefe de servicio, doctor Greenfield?

—¿Qué más te da?

—¡Tendré que presentarme!

—Yo te presentaré.

—Ya, y me darás también un pijama blanco, ¿no? —No tendría ni idea de dónde se guardaba la colada.

—Desde luego. —Leches, pues sí lo sabía. Abrió un armario y me lanzó uno.

—¿Vestuarios?

—Sígueme.

¿Sabéis que los vestuarios del personal sanitario son mixtos? Pues ya lo sabéis. Borrad la sonrisita, listillas. Pero sí, lo hice.

Entramos en la sala alargada llena de armaritos, bancos y percheros de pared, y abrí una taquilla al azar, memorizando el número: 23, mi favorito. Aquél era mi día, el primero de muchos mis días.

—Háblame de mi jefe.

—Bueno, es un hombre de treinta y cinco, apuesto, carismático, moreno y de ojos verdes, muy inteligente…

—¿Moreno y de ojos verdes? —Torcí el gesto—. No es mi tipo. Lástima, él se lo pierde.

La carcajada hizo eco en el vestuario, vacío.

—Seguro que no es tu tipo. De acuerdo, es jefe —sería una novedad para mí— y se llama terapeuta Lame. Es muy estricta con la puntualidad… ¡¿qué estás haciendo?!

Me acababa de quitar el suéter y el sujetador.

—Me cambio.

Me miró con suspicacia, pero sobre todo me siguió mirando.

—¿El sujetador también?

Saqué de mi bolso tote, donde cabía un armario entero, otro sujetador blanco, pero deportivo.

—Sí, si quiero ir cómoda. Vamos, doctor Greenfield, no seas mojigato. Además —bajé la voz y me acerqué un poco con la excusa de que nadie me oyera, desnuda de cintura para arriba—, no es nada que no hayas visto ya. O tocado, o probado.

Y me di la vuelta y me pasé por la cabeza el otro, tipo camiseta, y después el suéter, como si su reacción me importara un pimiento. Me volví vestida de nuevo.

—Se te marcan los pezones, Victoria.

—Pues no mires.

—No seré el único que mire.

—¿Mirarás, entonces? Si miras cómo se me marcan se irá al traste tu coartada.

—Si estás haciendo esto por cabrearme…

Saqué del bolso dos cazoletas, o lo que vienen siendo dos rellenos de sujetador sueltos, y me los coloqué.

—Tranquilo, de momento eres el único tío que me ha visto las tetas.

No insistí en el «de momento», ni falta que me hizo. Me volví otra vez y me quité los pantalones. No me giré por pudor, sino porque llevaba tanga. Sí, soy un zorrón, pero tendríais que haber visto cómo me miró a pesar de que tengo estrías, el espejo de enfrente reveló lo que se suponía que no debía ver: a Ashley muy interesado en mi culo. Me subí el pantalón del uniforme y me volví hacia él haciéndome una coleta. Me miraba sin estar seguro de si lo había hecho a propósito o no. ¿Dudaba? ¿En serio?

—Sí, lo he hecho adrede. Y no me hagas creer que no te ha gustado: he visto tu cara a través del espejo. Pero si te sirve de consuelo tampoco serás el único que lo mirará.

—Victoria, si no vas a tomarte esto en serio dímelo ahora.

—Eres tú quien se ha metido aquí sabiendo que iba a cambiarme, así que déjalo ya. ¿Nos vamos?

Y salí sabiendo que me seguiría, pues no podía quedarse como un pasmarote en el vestuario, solo.

Al salir éramos dos profesionales y nada más. Me presentó a la terapeuta Lame, de la que tenía por cierto malas referencias, y ésta a mis nuevos compañeros, uno de los cuales era bastante mono. Y soltero, también tenía un informe suyo. James, que así se llamaba, se ofreció a explicarme dónde estaba el material.

—¿A qué esperas para irte? —dije entre dientes cuando vi que Ashley seguía pegado a mí.

—Antes de irme le presentaré a mis pacientes, Adams. A los que usted tratará. Mientras se aclimata llevará únicamente a los míos.

¿Iba a tratar exclusivamente a sus pacientes? Estaba cavando su propia tumba sin saberlo. Casi le compadecí. Casi.

Cuando al fin se fue eran las diez y media. Hasta la hora del almuerzo mi nueva jefe me estuvo explicando protocolos y normas no escritas que le gustaba que se respetaran en su gimnasio. Después de engullir un sándwich con Monique y Alberta y contarles que cierto médico no me dejaba en paz volví a mi sitio, y entonces sí pude empezar a ganarme el sueldo. Básicamente hombros y rodillas, y todo ello traumas, nada neurológico, y en realidad me pareció perfecto como inicio. Ashley me había visto trabajar con Maria, sabía de qué era capaz, y de momento hombros y rodillas estaba bien. Algunos casos eran un reto, otros un descanso.

Aquella noche no faltó a nuestra cita en la terraza, a pesar de que no hubiéramos quedado.

—¿Qué tal tu primer día? —No le oí entrar y me volví, sobresaltada.

Al parecer le hizo gracia asustarme.

—¿No irás a decirme que no me esperabas?

Le tendí su copa, apoyada en la barandilla, haciéndole saber que tenía claro que vendría.

—Sabes qué tal ha ido mi maldito primer día. Has bajado al vestuario a preguntármelo delante de todos mis compañeros.

—Bueno, me preocupo.

—Querías ver si me quitaba el sujetador.

Disimuló una sonrisa. También yo.

—¿Y lo has hecho?

—Desde luego. —Me miró suspicaz—. ¿No me crees? ¿Quieres ver el que llevo ahora, y comparar?

Ni siquiera me eché las manos a la chaqueta. Hacía demasiado frío. Pero era divertido comportarnos como críos.

—¿No me preguntarás qué tal me ha ido a mí?

—Ni que fuéramos un maldito matrimonio. Si trabajar contigo va a significar que estas conversaciones dejen de ser divertidas, dímelo ahora.

—¿Dejarías el puesto?

—No seas drástico: te mezclaría el vino con droga.

Se acercó a mi lado y miró a las luces de la City. Brindamos en silencio y bebimos, a gusto en la compañía del otro.

—Todavía no hemos ido al Jamie’s BBQ —pareció recordar de pronto, supuse que al ver la cúpula de la catedral de St. Paul, que era la vista principal desde los ventanales del restaurante. Pero yo le había invitado…

—No quisiste venir conmigo.

No sé si ignoró el tema o me redimió con sus siguientes palabras, pero definitivamente habíamos pasado página; si no de lo que ocurrió después de que se negara a cenar conmigo, sí de los motivos por los que no quiso cenar conmigo.

—Quizá podrías volver a invitarme con tu primera nómina.

—¿Tanto voy a cobrar?

—¡Tan agradecida estás!

Reímos los dos.

—¿Qué tal en España? —me preguntó después de otro cómodo silencio—. ¿Luis?

Se me escapó un gruñido. Luis.

—Dime algo: ¿salir con un imbécil me convierte a mí en una imbécil?

—No.

—Has respondido demasiado deprisa, Ashley. Piénsalo. Anthony era un imbécil y yo estaba loca por él, lo que debería convertirme en una imbécil.

Le conté con algo más de detalle los dos últimos años de mi relación con Luis, ésos en los que consentí que se comportase como un gilipollas y que empezaba a pensar que por tanto me volvían a mí gilipollas.

—Tal vez. O tal vez estuviste luchando por aquello en lo que creías. Eres una luchadora, Vic, te vi trabajar con Maria. Estoy seguro de que le permitiste todo aquello con la esperanza de que él volviera a ser quien era: le dabas la oportunidad de ser el hombre de quien te habías enamorado, y a la vez se la dabas a tu relación.

—Quizá tengas razón. —Visto así me sentía mejor.

—Quizá no; seguro.

—¿Y con Anthony? ¿También tienes una buena respuesta para eso?

Negó con la cabeza.

—Me temo que con Anthony fuiste gilipollas, Victoria.

—Ya —negué con la cabeza con disgusto—: eso me temía.

—Pero ya te dije que nunca te lo reprocharía.

Era un amor. No se merecía que le derrumbara como terminaría haciendo. ¿Por qué no se rendía y punto? ¿Sería también un luchador? ¿O un imbécil? Se lo pregunté.

—¿Qué has dicho?

—¿Que qué hay de ti? ¿Que si eres un luchador o un imbécil? —Me sonrojé ante su escrutinio—. Me refiero a la doctora, a Laura. ¿Qué hiciste?

Me miró y después apartó la vista. Estaba cavilando, así que le di tiempo. Quería saber la respuesta. Mentira: quería que me dijera que por ella no luchó ni la mitad de lo que lucharía por mí. De vuelta a Fantasyland, pero esta vez con una oportunidad tangible.

—No lo sé. Creo que me dejé llevar por el momento, por mi momento, y me olvidé de que no era el suyo. Era yo el favorito del jefe, y por tanto ya no lo era ella; se me abría un futuro brillante por delante y Laura parecía querer afearlo todo con sus reproches. Siendo honesto, a pesar de sus celos e inseguridades, y ahora hablo tanto a nivel profesional como en lo personal, creo que ella luchó más que yo para que funcionara.

Me gustó la respuesta: por crítica, por dura, por sincera. Y a mi pesar, aun sabiendo lo que había hecho después, recordando que le acusó de hostigarla, entendí y compadecí a aquella mujer: yo también habría luchado con uñas y dientes por seguir a su lado si le hubiera tenido, aunque fuera una sola noche. Ver cómo se alejaba debía ser devastador.

—Tal vez ella tenía más que perder —dije, más para mí que para él.

Realmente era lo que sentía. Compartir la vida con alguien como Ashley, que siempre parecía estar cerca cuando algo iba mal, debía de ser maravilloso. La idea de no verle más, de que algo nos separara, me robó el aire de los pulmones y me dejó sin aliento. Por una milésima de segundo me sentí huérfana, desorientada. Así que sin pensar si debía o no me apoyé en su hombro sólo por el placer de tocarle, de saber que aquel instante lo vivía conmigo.

—Eso es precioso —me dijo con sentimiento, y me besó con cariño en la cabeza.

—Lo sé.

Y pasamos un buen rato así, medio abrazados, mirando la ciudad.

Afortunadamente para mí, como fisio, Ashley ya no volvió a aparecer por el gimnasio, o no más de lo habitual. Acudía todos los días al cambio de turno para hablar media hora con los que salíamos sobre sus pacientes, y otra media con los que entraban. Había bajado también algún día para ver la evolución de algún enfermo, ninguno mío, claro, mis casos no requerían de tal seguimiento; pero nada más. Bueno, aunque hablábamos en los pasillos cada vez que nos veíamos, nos parábamos en la máquina de café a comentar cualquier cosa, nos saludábamos en la cafetería —pero nunca comíamos juntos, en el bar existe una rigurosa jerarquía—, y desde luego comentábamos por las noches cualquier cosa divertida del día, cualquier cotilleo interesante, o inventábamos líos inverosímiles entre compañeros.

Sólo el viernes tuvimos una pequeña charla puramente profesional, o algo parecido, cuando me llamó a su despacho para comentar mis informes semanales. Supuse por su citación que no cumplían los estándares del hospital. De hecho estaba convencida de que eran poco profesionales, razón por la que los había «retocado» después de que mi jefe los leyera, y no antes.

—Vic, no estoy seguro de que sea conveniente dibujar en un historial clínico.

—Por si acaso están todos en lápiz, los puedes borrar, ya sabes.

—¿Sabe la terapeuta Lame de tu expresión artística?

—Nop —chasqueé la lengua—. Se me ocurrió después añadir viñetas sobre cómo podrían los pacientes haberse lesionado.

Abrió un expediente y lo miró; puso lo de abajo arriba y siguió mirando. Me venía justo disimular mis risitas.

—Entiendo. —Él en cambio mantenía una actitud profesional, lo que para mí lo hacía más hilarante.

Cogió otro, y otro más, y todos ellos los observaba con detenimiento, girándolos, fingiendo estudiarlos.

—¿Estás segura de que ésta —me enseñó uno de mis dibujos— es una causa probable de rotura de cruzado anterior?

—Creo que el señor Abberton podría habérselo hecho así, sí.

—Con ochenta y ocho años —no preguntaba.

—Hay cosas que no tienen edad —confirmé.

—Ya —asintió, tratando de mantenerse serio—. Y por una mera cuestión de estadística, ¿no crees que es poco probable que todos ellos se hayan lesionado haciendo lo mismo?

—Sigues teniendo problemas para hablar de ello, ¿eh, doctor Greenfield? —Me mofé de él.

—De acuerdo, Victoria Adams. ¿Crees probable que todos estos pacientes hayan acabado en el hospital por practicar el kamasutra?

Reí. Reí como una niña. Aplaudí, incluso. Todos los dibujos eran posturas del libro del comedor que al fin había hojeado, el del juramento de «hombres fuera». Me lo había currado para conseguir una postura por lesión.

—¿Quieres decir que podrían habérselo hecho de otro modo? Es posible, pero menos divertido.

También rio, y me invitó a acercarme a él.

—Mira este hombro, por ejemplo. —Sacó el expediente que tenía apartado. Al parecer se había divertido con mis elucubraciones, y las había clasificado—. Es imposible luxarse un hombro así.

—No, no lo es. Si te fijas en la postura de la cabeza del húmero, el acromion y la escápula en el momento en que tiene que hacer fuerza…

—A eso me refiero. Esta postura no es viable.

—Sí lo es. Mira, si te cogen desde aquí mientras… —su mirada me calló. Ahora ya no parecía tan divertido—. Bueno… o eso me han contado.

—¿Seguro que te lo han contado?

—Segurísimo. En realidad yo soy muy aburrida en la cama. Mucho. Muchísimo.

Recibí una palmada en el trasero a modo de broma. Y me encantó ese toque de confianza. Tuve la sensación de que en una semana nos habíamos vuelto íntimos.

—¿Por qué será que no te creo?

—Bueno, tiene que haber un modo de que sepas de manera fehaciente qué tal me lo monto sobre el colchón. —Simulé pensarlo detenidamente, mientras él me miraba con una sonrisa cegadora en los labios—. Claro, que si no conoces la postura que practicaba el señor Abberton, de ochenta y dos años, cuando se lesionó, no estoy segura de querer dejarte que lo averigües por ti mismo. A lo mejor deberías llamar a Anthony Richardson y preguntarle. ¿Tienes su número?

—Te recuerdo que me confesaste que no te acostaste con Tony.

—No le llames Tony. Y aun así deberías llamar, por si acaso.

La puerta sonó.

Me aparté de su lado rápidamente, al tiempo que un doctor algo mayor que Ashley, con el pelo entrecano, ojos azules y muy atractivo entraba con un informe en la mano.

—Ashley, ¿has visto las…? —Me miró y se detuvo en seco—. Disculpa, no sabía que estabas ocupado.

—No lo estoy. Ella ya se iba —y me devolvió el expediente—. Te veo luego.

¿A qué venía eso? El otro médico debió preguntarse lo mismo, pues me miró, evaluándome. Tendí la mano con educación, ruborizada sin motivo.

—Soy Victoria, fisioterapeuta, y es mi primera semana en el St. Susan.

—Doctor Edward Harrison —me la estrechó—. Ah, eres la chica nueva. He oído hablar mucho de ti.

—No creas todo lo que dicen. En realidad es mejor conocerme de primera mano a cotill…

—Gracias, Victoria, eso es todo.

Me volví a mirarle con sumisión, aunque mis ojos delataban que me seguía divirtiendo.

—Entonces, doctor Greenfield, ¿qué hago con los expedientes?

—Regresa el próximo viernes con los nuevos y los repasaremos.

—De acuerdo, gracias. —Cuando llegué a la puerta, me volví—. Doctor Harrison, ha sido un placer.

—Desde luego que lo ha sido.

Y mientras cerraba le escuché preguntar a Ashley.

—¿Quién es ese bombón?

Desgraciadamente o no contestó o no le oí yo.