21

Año nuevo, vida nueva

Y Ashley nuevo

Hogar, dulce hogar. Y así lo sentía mientras aterrizaba en Heathrow y la llovizna me esperaba paciente fuera del avión. Estuve, todos los pasajeros estuvimos, para ser más exacta, durante tres cuartos de hora esperando nuestras maletas. Pero no aparecieron. Finalmente se dio aviso de que el equipaje de nuestro vuelo se había extraviado, así que una hilera de personas bastante enfadadas fuimos a reclamarlas. Al parecer habían sido metidas en la bodega de otro Boeing que volaba a París.

—Una maleta angulosa de piel, blanco hueso, estilo vintage, con el asa negra, sin ruedas y un neceser a juego, todo ello de la marca Prada, no Miu Miu sino Prada. —La misma señorita del capítulo 3 levantó la vista reconociéndome, sorprendida. Decidí ser amable con ella; se lo debía—. Victoria Adams. Y tenías razón, conocí a un italiano que estaba en la ciudad por unas semanas.

Sonrió y habló bajito:

—Pues estás de suerte. Esta vez será francés.

Tomó mis datos para enviármelas, nos deseamos lo mejor para el año que comenzaba, y nos despedimos con dos besos.

Cogí el Heathrow Express hasta Paddington, dos paradas hasta Notting Hill, y de allí la línea roja hasta Holborn.

Subí las escaleras del metro feliz, con la sensación de que regresaba a casa. A pesar de la sensación de déjà vu del aeropuerto en el portal no me esperaría un crío con un montón de paquetes, ni llegaba obligada por las circunstancias. Había decidido ir allí: tenía la posibilidad de quedarme en España, podía hacer lo que quisiera, y lo que quería era estar en aquel lugar en aquel momento. Las finas gotas de lluvia no me molestaron mientras paseaba, pero no quería empaparme el pelo y constiparme, por lo que me cubrí con la capucha de mi parka de The North Face, que hacía mucho frío, y prefería el calor al glamur aunque la chaqueta era monísima, y me encaminé al portal. Al salir del metro y subir a la superficie el móvil inglés —el de España aún no lo había conectado— comenzó a dar avisos de mensajes. Eran apenas siete u ocho, y los revisé rápidamente, dejándome el de Ashley para casa. Quería leerlo tranquilamente, fuera lo que fuese. En un semáforo en rojo la curiosidad me superó —síii, sólo eran dos minutos caminando del metro al piso, pero vida nueva no significa que Ashley dejara de estar buenísimo— y lo abrí: «Llámame en cuanto llegues a Londres. Tenemos que hablar».

«Tenemos que hablar». Te-ne-mos-que-ha-blar. ¿Qué narices se suponía que significaba eso? Teníamos que hablar ¿para bien o para mal? Ni Felices Fiestas ni nada. «Tenemos que hablar». Suponía que teníamos que hablar de nuestro último encuentro. Ése en el que habíamos ardido juntos. Ése en el que no había querido pensar desde que ocurriera. Ese que ahora tenía que afrontar. Porque digo yo que era lo más inminente a hablar, ¿no?

Miré el reloj: las once. Una hora tonta. Mis compañeras habían ido de noche, ¿estarían despiertas? Definitivamente una hora tonta. Mejor me iba a la tienda de delicatessen cercana y hacía tiempo llenando mi parte de la nevera. Saludé con afecto al propietario, que finalmente había resultado ser bengalí y no indio, y cogí un carrito de la compra. Adoraba aquel súper.

Directa a la fruta, me dije. Después de los atracones de Navidades —había comido con los compañeros del hospital, con los vecinos, con alguna amiga que todavía me quedaba— necesitaba desintoxicarme y salir a correr de nuevo. Iba a coger la última curva para llegar a la frutería cuando otro carro se interpuso en mi camino. El ruido de un armazón metálico contra el otro fue considerable. Alcé la vista y mi corazón comenzó a latir de manera desenfrenada, abrí la boca y me llevé la mano al pecho en un acto reflejo, y os prometo que se me encogió el estómago tanto, tanto, que casi sentí dolor de puro placer. Fue un ramalazo de excitación puro y duro. El deseo crudo se me arremolinó en los intestinos y me punzaron también, y tuve que hacer un esfuerzo por mantenerme erguida. Sentí además que mi clítoris… no, eso mejor no os lo cuento, pero fue algo muy físico, muy real y muy tangible. Somático, absolutamente somático.

Moreno, nariz un pelín desviada, orejas pequeñas, cejas rectas, ojos verdes y una boca… os juro que me dieron ganas de darle mordisquitos en los labios. Vaya boca.

Por lo demás, perfecto, cómo no. Treinta y ¿cinco?, alto, musculado, sin grasa; un cuerpazo.

¿Qué, os suena?

Año nuevo y vida nueva, pero algunas cosas no cambiaban, al parecer. Ashley seguía poniéndome a cien. Aunque él tampoco esperaba verme y su sonrisa fue cegadora.

—Tienes en regla el seguro de tu carrito, ¿no? —me dijo, riendo.

—Si te digo que no, ¿llegaremos a un acuerdo amistoso?

Y entonces se puso serio. ¿Pero qué le pasaba a ese tío? Yo no le entendía, ¿vosotras sí?

—Te pedí que me llamaras en cuanto llegaras.

—Creí que no nos hablábamos —la leche en bote, os lo he dicho tantas veces ya.

—Es obvio que nos hablamos. Y te dije que me llamaras nada más llegar.

—Acabo de llegar. —¿Por qué me explicaba? No tenía derecho a explicaciones, lo había dejado bien claro en el garaje—. Y feliz Año Nuevo a ti también.

Se relajó algo, pero no demasiado.

—Feliz Año, Victoria. Y si acabaras de llegar traerías tus maletas. Es obvio que ya has pasado por casa.

—Nada de obvio, Ashley: ¡¡las han perdido!! —contesté risueña—. ¿Te lo puedes creer? Ahora sólo falta un búlgaro en la puerta de mi casa con un montón de paquetes.

—Era montenegrino, y hoy es jueves, no domingo —dijo en tono bajo.

Que lo recordara me emocionó.

—Aquel día nos conocimos.

—Lo sé —se pasó la mano por el pelo. Algo ocurría. Y no iba a esperar a ver qué era. Ahora volvía a ser yo, y si no le gustaba lo que tenía que decir que le pusiera un lazo.

—Aquel primer día no tiene nada que ver con la última vez que nos vimos, ¿eh?

Alzó la cabeza rápidamente y me observó, creo que me midió, queriendo saber qué haría a continuación. Pero no pensaba hacer nada. Yo acababa de mover ficha, era su turno. Y de paso sabría de qué pasta estaba hecho aquel inglés y si tenía o no sangre en las venas. Cuando no estaba a cien, claro.

—¿Te apetece un café en el DDN?

—Estoy comprando, Ashley, pero gracias.

—No llevas nada en el carro y yo puedo dejar lo que llevo en el mío.

Y cogiéndome del brazo, y para mi sorpresa, me sacó de allí, diciéndole al dueño que teníamos que irnos por un asunto urgente, que lamentaba dejar su compra a medias.

Me arrastró hasta la cafetería en silencio. Vaya con el inglés, su reacción prometía. Una vez dentro nos sentamos, y vino el dueño a tomarnos nota.

—Charlie, por favor, ponme un café moka, y para ella…

—Sé pedir sola, gracias. —Me volví hacia el camarero y reconocí aquellos ojos. El tiempo habría pasado, la bondad de aquella mirada no—. ¡Charlie! —le susurré, enternecida.

¿Cómo era posible que no hubiera coincidido con él, cuando había ido varias veces a tomar café allí durante el ingreso de Maria?

Él me reconoció enseguida, y me respondió con afecto.

—Victoria, la pequeña Victoria. Han pasado años…

—Diez —respondí sin pensar—. Siento no haber vuelto. De veras que sí —ahora me daba cuenta, y él lo supo.

—Me enteré de lo de tus padres. Lo lamento. Hacían una gran pareja.

—Gracias, sí que lo eran —le respondí, sabiendo que lo decía de corazón—. ¿Sabes? Me instalé en la ciudad a finales de agosto, y desde entonces he estado pensando en ti, en las veces que subías a la terraza con un tazón de chocolate y te quedabas a mirar las estrellas con nosotros.

—¿Os conocéis? —preguntó Ashley, sorprendido.

—Conozco a Victoria desde que era un renacuajo con mucho desparpajo que apenas medía lo suficiente para verme por encima del mostrador pero que tomaba tazones de chocolate sin nata y con nubes de merengue tamaño XXL. —Sonreí con nostalgia, los dos lo hicimos—. ¿Quieres uno?

—Por favor.

—Marchando una taza de cariño para la dama.

—Y no olvides un café moka normal y corriente para él —me burlé, y Charlie rio.

Ashley no.

—Tenemos que hablar —me soltó en cuanto estuvimos solos de nuevo.

—Eso me decías en tu mensaje. Pero si va a ser largo y no quieres interrupciones mejor te esperas a que nos sirvan. ¿O es que de repente te ha entrado la prisa por hablar de lo que sea? No veo el sentido a que no me escribas en casi tres semanas y ahora me traigas a rastras al DDN. Aunque te advierto que si has elegido este sitio creyéndolo zona neutral porque la conversación va a ser difícil tengo que informarte de que ahora mismo me siento como en casa.

Sus ojos parecían buscar algo en mí. ¿La mirada de corderito, tal vez? Pues que siguiera buscando. Me ponía, sí, pero ya estaba bien de dar vueltas sin sentido con él.

—Tampoco tú me has escrito.

—Fui yo quien se quedó medio desnuda, a cien, y con el tanga roto, suspirando porque me la metieras. —Oléeee. Él todavía no sabía que podía ser la leche en bote.

Me miró como si no me conociera.

—¿Se puede saber qué le ha ocurrido a la Victoria que conocía?

—Que estaba perdida, y esta que tienes delante es la que se ha encontrado y que piensa quedarse. Así que si no te gusta estás jodido, Ashley.

Charlie nos interrumpió. Si es que ya se lo había dicho yo, que mejor esperábamos. Ahora que estaba que me salía.

—Un café corriente y un chocolate lleno de cariño. Y bien, muchacha, ¿ya has encontrado a un hombre que te quiera como tu padre adoraba a tu madre?

—Me temo que no, Charlie, y dado que no me conformaré con menos empiezo a sospechar que me quedaré soltera.

—Eso, mi niña, sería una verdadera lástima.

—Bueno, entonces haremos que sea divertido. —Riéndose, el dueño del local se alejó, dejándonos solos—. ¿Y bien? —Bebí—. Mmm, debiste pedir una taza de cariño. ¡Está buenísimo! —Cambié de tema como si nada y volví a beber, como si hubiéramos estado hablando del tiempo.

Removió su café y le dio un sorbo, rehuyendo cualquier contacto visual.

—¿Le has contado a alguien lo que ocurrió en el garaje?

—¿No quieres hablar de Anthony?

Si las miradas matasen…

—No, ahora quiero saber…

—Ésta será tu última oportunidad de hablar de Anthony —ahora sí, estaba muerta. Pero si no le gustaban los ultimátums que me los evitara a mí—. Ahora o nunca, Ashley.

—Maldita… Victoria, ahora lo que necesito saber es si le has contado a alguien lo del garaje.

Bien, me libraba de la mentira de Anthony, culpable y sin juicio.

—¿A qué te refieres?

—Vic, no te pongas difícil.

—Ni tú británico. Las cosas tienen un nombre en todos los idiomas. ¿A qué te refieres exactamente?

—No estoy seguro de si me gusta esta Victoria.

—Para lo que harías con ella si te gustara…

¿Cuántas veces se podía morir en un día? Pero al menos logré una reacción: Ashley me miraba sin cortarse un pelo.

—Te preguntaba si le habías contado a alguien, a alguien que hable inglés ya que estamos, que aquella noche después de tirarte a otro casi te lo montas conmigo en el sótano. —Nop, definitivamente no se cortaba un pelo.

—No, lo cierto es que no. —Y volví a beber—. ¿En serio no quieres probarlo?

Dejó la taza con estrépito sobre la mesa y me cogió por los hombros. Vaya, al parecer Ashley Greenfield era de sangre caliente. Me soltó en cuanto se dio cuenta de que las mesas de alrededor nos miraban.

—¿Y crees que sería posible que olvidáramos el incidente?

—¿Incidente? Bueno, si quieres llamarlo incidente. Yo diría más bien accidente, pero bueno. —Se estaba exasperando, y yo necesitaba que le quedara cuerda—. Y sí, la respuesta es sí. No suelo hablar de mis conquistas, menos aún de mis fracasos.

—¿Así que me consideras un fracaso?

—¿No te gusta? Pues haber terminado lo que empezaste.

—Te recuerdo que comenzaste tú.

—¿En serio quieres rememorar con exactitud lo que ocurrió? Puedo narrártelo paso a paso, lo he recordado con frecuencia, y confieso que me he excitado al hacerlo, y que he terminado usando mi consolador y pensando en cómo pudimos acabar aquello. —Sus pupilas se dilataron—. Pero creí que querías olvidarlo.

Se puso en pie.

—Iré a la barra a pagar, y cuando vuelva olvidaremos todo esto. ¿Estamos de acuerdo?

Asentí y se marchó. ¿Se podía saber a qué estaba jugando yo? ¿Qué pretendía demostrar? Ya sabía que le ponía, y me había dejado claro, aquella noche y ahora, que no quería saber nada del tema. De mí. Así que ¿a qué jugaba? Pero ya que estaba, mejor zanjaba el asunto de una buena vez. Así que ataqué en cuanto se sentó.

—Creo que no quiero olvidar esto todavía.

Su voz sonó cautelosa:

—¿Qué quieres?

—Excelente pregunta, Ashley. Pero no serías capaz de dármelo. —Oh, oh, de nuevo hubiera muerto—. Ya que voy a tener un ataque de amnesia global, quiero saber la verdad. —Le miré a los ojos, dispuesta a afrontar de forma ineludible el tema por primera vez—. ¿Eres gay? —Apartó la mirada—. ¿Ashley?

—¿Importa, acaso?

—A mí sí.

—Victoria, no hay nada entre tú y yo.

—Eso lo dejaste muy claro en el garaje, y me alegro de que podamos olvidarlo. —Oírlo había dolido—. Pero no es eso lo que te he preguntado.

Se pasó la mano por el pelo, nervioso.

—Si no lo sabes no quieras saberlo, y si lo sabes, por favor, no me lo preguntes.

—No te pongas dramático, ya te he dicho que olvidaré la respuesta junto con nuestro «incidente» de aquella noche. —Insistí, sabiéndolo acorralado. No me mentiría—. ¿Eres o no eres gay?

Alzó los ojos y me miró, lo hizo durante unos segundos interminables. Y supe cuándo se vio derrotado, porque sonrió triste y bajó la mirada.

—No —susurró—. No lo soy.

Nunca sabremos cómo habría reaccionado. A lo mejor me habría puesto a saltar sobre mi silla, o a lo peor le habría arrojado mi tazón de chocolate… y una leche… su café en la cara. Pero «afortunadamente» un niño que apenas sabía caminar se cayó cuando pasaba por delante de nosotros y se puso a llorar como un energúmeno. Nos levantamos y lo pusimos en pie, y al momento estaban allí sus padres dándonos las gracias y consolándolo y marchándose.

Y aquel niño y su llanto me vinieron bien para no precipitarme. Cualquier cosa que hubiera hecho, reflexionaría después, hubiera sido un error: mostrar alegría me hubiera descubierto; mostrar enfado me hubiera descubierto. No es que la escena del garaje no fuera ya de por sí reveladora, pero una cosa era que Ashley supiera que estaba colada por él, y otra muy diferente que supiera que estaba enamorada de él.

—¿Por qué? —le inquirí en cuanto volvimos a sentarnos.

—¿Qué más da, ya?

—Tal vez nada, pero quiero saberlo. Merezco saberlo.

—¿Lo mereces? —me preguntó, incrédulo.

—Sí, lo merezco. Lo merezco por las miradas que me estuviste dedicando durante semanas y que me decían que no eras gay, por los roces no casuales que me decían que no eras gay, por todo el flirteo que me has mantenido y que me decía que no eras gay. Por haber salido del armario para pasearte por mi acera, y no por la de enfrente.

«Y por haberme dejado tirada en el garaje». Pero eso no se lo diría. Aunque quería gritarle que era un desgraciado. Pero claro, aquella noche yo venía de tirarme a otro, como bien había señalado, así que calladita estaba más guapa.

Al menos tuvo la honradez de no negarlo. Incluso sonrió con desgana ante mi sarcasmo sobre armarios y aceras.

—Victoria, aquello pertenece a mi pasado.

—¿Y qué? A fin de cuentas lo voy a olvidar en cuanto salgamos de aquí…

Suspiró sonoramente, bebió algo más de café, y se acomodó en la silla.

—De acuerdo. Empecé la residencia[20] en el St. Benedict, y me enamoré de la doctora Allen, diez años mayor que yo y mi adjunta. —Deduje que debía ser la mujer de rojo en la gala benéfica, aquélla con la que discutió. Diez años mayor; a aquella tía le tocó la lotería—. Así que mantuvimos la relación en secreto. Y durante casi ocho años no salí con nadie. Tuve ofertas…

—No lo dudo.

Me miró ceñudo.

—Pero estaba enamorado de Laura. —Ufff, aquello se me clavó en el corazón como una daga—. La gente comenzó a cuchichear sobre mis negativas a cualquier cita y la discreción con que llevaba mi vida privada. No me importó: era cuestión de tiempo que se supiera, y evitaba escenas de celos. Ella no llevaba bien que médicos más jóvenes se me acercaran. —Lo que no me extrañaba; era diez años mayor que él, por el amor de Dios, ¿en qué estaba pensando Ashley?—. Al acabar la fase de senior comencé a tener ofertas de otros hospitales para la especialidad.

—Tampoco lo dudo.

—Gracias. Y el St. Benedict me ofreció hacerla con ellos a cambio de un buen contrato. Tan bueno que cobraba poco menos que un especialista. Estuve valorándolo, porque había otros hospitales con buenos médicos rehabilitadores aunque quizá con menos prestigio, y de ese modo podríamos dejar atrás tanto secretismo; pero la especialidad es absorbente y apenas nos hubiéramos visto. Así que finalmente me quedé y fui el residente mejor pagado de todo Londres. En el último año dijimos de comprar algo juntos. Finalmente elegimos el de debajo de tu casa, que me quedé yo cuando rompimos, planeando hacer pública nuestra relación en cuanto me colegiara. Pero mientras, en aquel último año, también me convertía en el médico de confianza del jefe de planta…

—Tampoco lo dudo.

—¡Ya podrías haber dudado de otra cosa!

—¿De tu heterosexualidad? Ni de cerca. —Me llevé la taza a los labios, pero antes le invité a seguir confesando.

—Y llegaron los celos profesionales. Lo dejamos un mes antes de que terminara, un mes antes de poder trasladarnos —su voz sonó triste. Y se me entristeció el corazón.

—¿Y qué pasó?

—Que ella se volvió loca cuando siendo el adjunto más joven comencé a tener los mejores pacientes, y finalmente sacó unas cuantas cartas que le había enviado, cartas subidas de tono que le dejaba en la bata, o en algún expediente, ya sabes, donde le decía lo que quería hacerle por la noche, y se las entregó al gerente del hospital, culpándome de acoso sexual.

—Zorra.

—Tal vez, pero sembró la duda. Allí estábamos, en el despacho del gerente, el jefazo del hospital, mi jefe, ella y yo. Y fuera un montón de personal cotilleando. El St. Benedict quería evitar un escándalo a toda costa, así que el trato fue el siguiente: yo dejaba que se confirmara el rumor de mi homosexualidad y Laura decía haber confundido al remitente de las cartas, quedando todo en una broma pesada de algún imbécil anónimo que se quería reír de ambos, de ella por engreída y de mí por gay.

—Serán hijos de…

—Lo que sea, pero funcionó. Sobre mi currículum no quedó mácula y ambos pudimos seguir allí. Pero en cuanto me llamó el St. Susan me largué. Sería un hospital menor, pero me ofrecían ser jefe de planta. Y con los pacientes adecuados tendríamos los recursos adecuados. Fue mi apuesta: dejar un servicio de prestigio para crear uno nuevo todavía mejor.

—Es obvio quién ha ganado —había visto las salas de rehabilitación de aquel hospital y eran magníficas. Había incluso zonas de agua. Y también una buena cantidad de terapeutas.

—Todavía no, Vic. Pero llegará —sonó a vendetta, y me pregunté si todavía sentiría algo por la tal Laura.

—¿Y por qué seguir con el rumor?

—Dicen que de los escarmentados nacen los avisados. No pienso volver a enredarme con nadie del trabajo. Jamás. Y ese rumor me ayuda a no caer en la tentación. —Su determinación me encogió el estómago. Fue como si me pusiera sobre aviso—. Y hablando del St. Susan, hay una vacante en fisioterapia.

Mierda. Lo sabía. Maldito fuera mil veces.

—¿En serio? —Aparenté desgana.

—En serio. Y te he recomendado. Y no sólo yo; también el resto del equipo médico de Maria. Empezarías el lunes.

—Así que es o el trabajo o tú.

—¿Cómo dices? —Me miró, genuinamente desorientado, como si no entendiera de qué hablaba.

—Jamás mantendrías una relación con una compañera de trabajo, acabas de decírmelo. Así que si acepto el puesto de fisioterapeuta…

—Victoria, te estoy ofreciendo un trabajo, y eso es todo. No te estoy ofreciendo ninguna relación.

Escucharlo así, tan directamente, me mató. Creo que me mantuve impávida, pero fue por la sorpresa mezclada con decepción y no porque lo pretendiera. En todo caso el silencio se prolongó. Él no iba a decir nada más, eso estaba claro, y yo no tenía ni idea de qué decir. Pero siempre tenía alguna salida estúpida al rescate.

—Vaya por Dios, el móvil. Disculpa, pero me llaman, y tengo que cogerlo.

Metí la mano en el bolso y lo saqué, levantándome.

—Victoria, no te ha sonado el maldito móvil, no seas ridícula y siéntate.

Jodidamente cierto.

—Bueno, pues haz como si hubiera sonado. Disimular se te da de miedo.

Y salí del local, en busca del frío.

Chicas, allá voy.

Así que no era gay, después de todo. Si es que mi clítoris sabía más que mi cerebro, para que luego critiquemos a los tíos por pensar con la polla. Y lo mejor es que sólo yo lo sabía, así que no tenía que temer por la competencia. ¿En serio creía que se lo iba a contar a alguien? Alma de cántaro. Nada de mosconas rondándole, y menos mosconas que estuvieran más buenas que yo: silencio absoluto. ¿Y cómo que no quería una relación conmigo? Una relación sentimental podía ser que no, pero ¿una relación sexual? ¡¡Anda yaaa!! Ashley se ponía conmigo, como que lo había sentido bien duro contra mí, y lo había visto con mis propios ojos. Dios, qué grande la tenía. Pero mejor no pensaba en ello ahora. A ver: él sabía que yo sabía que no tenía que disimular ni resistirse a mí, así que explotaría eso. ¿Y pensaba que por trabajar juntos estaría a salvo? ¿Que su determinación de no liarse con colegas era mayor que la mía de meterlo en mi cama? Pobrecito. No sabía nada de mí. Había conocido a la Victoria perdida cuyo novio se la pegó y dio tumbos como una imbécil para llegar siempre al mismo lugar: a la terraza a buscarle. Ahora había mandado a Luis a la mierda: mi pareja durante catorce años. Y había asumido y superado lo que no tuve con Anthony: un actor por el que había suspirado durante cinco años.

Ahora sabía lo que quería: quería a Ashley. Y pobre de quien intentara arrebatármelo. El mismo Ashley incluido.

Empezaba la guerra, y el doctor Greenfield no tenía ninguna oportunidad de ganarla. Se revolvería, contaba con ello, pero lo bueno es que ya lo tenía en la red. Lo supiera él o no, estaba tan hasta el cuello en esto como yo. ¿Sería celoso? Ni me molestaría en recordar sus reacciones con Anthony: pensaba comprobarlo en cuanto empezara en el hospital.

Entré de nuevo, pero ni siquiera me senté. Sólo recogí mi parka.

—Perfecto. El lunes nos vemos. Y ahora mejor me voy, tengo muchas cosas que hacer y aún no he visto a las chicas. Y seguro que tienen mucho que contarme. Y yo a ellas. Porque por cierto me encontré con Luis y tuvimos una despedida a lo grande —sí, no necesitaba más confirmación que su cara en aquel preciso momento: definitivamente Ashley era celoso—. A ver si quedamos una noche en la terraza, todo muy inocente, claro, y te lo cuento con pelos y señales.

Y me largué sin mirar atrás.

Como dirían mis Hombres G: sufre, mamón.