Cosas que nunca te dije…
pero que te diré ahora
El avión aterrizó en el aeropuerto de Castellón[19] a la hora prevista. Esperé a que la cinta transportadora me devolviera la maleta de Prada y me dirigí a la salida, donde cogí un taxi y le di la dirección de mi piso, volviendo de nuevo a usar mi idioma después de más de cuatro meses.
Cuando el taxista me dio el equipaje y me deseó felices fiestas saqué las llaves y me invadió la nostalgia. Curiosamente eran imágenes felices con mis padres, y no el infierno con Luis, lo que me venía a la mente. Creo que mi cerebro era más sabio que mi corazón y sabía qué debía guardar y qué desechar.
Al llegar al rellano oí música dentro de mi casa. Sé que debí haber llamado a la policía por si era un ladrón, y más con la imaginación que tenía, pero sonaba Bon Jovi: era Luis. Y temía, y deseaba, idiota de mí, verle.
Entré con sigilo, dejando la maleta en la entrada, y efectivamente lo encontré llenando una caja con cedés. ¿Todavía no había recogido sus cosas? Le miré. Sentí algo de tristeza al verlo allí, empacando, sin ser consciente de que le observaba. Cuánto le había querido, y ahora mi estómago no se encogía, ni mi corazón se enfadaba. Era una anécdota. Después de todo había acertado marchándome a Londres: Luis era un recuerdo más de España que se había desvanecido junto con el idioma, el sol y las paellas de los domingos.
Si recogía música es que aún vivía allí. Era un melómano, no dejaría sus cedés lejos de él. ¿Me sentaba mal que viviera en mi casa después de romper? Un poco, pero bueno… estaba en el paro, no tenía dónde ir si no era con sus padres, y su madre y mi exsuegra era insoportable. Tampoco era el fin del mundo. ¡Qué fácil era ser generosa cuando te daba igual! Recordé las acusaciones de Monique sobre esconder la cabeza y huir: que fuera generosa no significaba que fuera a dejar pasar todo lo ocurrido. Íbamos a hablar y no sería una conversación agradable.
Debí hacer algún ruido porque se volvió y me descubrió. Y sus ojos sí mostraron lo que yo ya no sentía. Y me dio lástima.
Y me arrepentí de haber viajado con la camiseta que me hice el día en que todo acabó entre nosotros: llevaba la fecha en purpurina.
—Victoria. —Susurró, llevándose la mano al pecho.
—Luis.
Nos miramos unos segundos sin saber qué hacer. Me acerqué y, sintiéndome falsa, extraña por la situación, le di dos besos. No recordaba haberle dado nunca dos besos.
—Bonita camiseta —señaló, intentando romper el hielo. Adelanté el bolso y tapé la fecha. No quería liarla. Él estaba intentando ser amable—. He estado aquí algún tiempo. No te esperaba, la verdad. Había venido a recoger cosas.
Estaba cohibido, se le veía incluso culpable. Preferí no entrar en eso todavía, y empezar por el principio, por cuando empezó a abusar de mi confianza, de mi bondad, para terminar poniéndome los cuernos. Que siguiera abusando era normal dado que nunca me había plantado. Hasta hoy.
—Ya veo. Bueno, supongo que en parte lo puedo llegar a entender. Mira, iré a… a refrescarme —era llegar a casa y sentir a mi madre decirme que las señoritas no orinaban— y hablamos.
—Claro. Te espero. Siéntete en tu casa —dijo, y eso me hizo sonreír. Porque era mi casa, porque él lo reconocía, y porque todo parecía ir bien. Marciano, pero bien.
Entré en el baño, oriné y, ¡cómo no!, no había papel. Eso no lo echaba de menos en absoluto. Me limpié con un pañuelo de papel del bolso, tiré de la cadena y busqué un paquete de rollos a la vista. No había ninguno. Tal vez estuvieran en el baño del dormitorio.
Abrí el armario del lateral que compramos en Ikea y lo cerré al instante dando un portazo, sintiéndome mal por invadir su intimidad.
—No hay papel —oí que gritaba.
—¡Qué novedad! —respondí—, pero llevo Kleenex, tranquilo.
¡Qué narices! ¿Por qué me iba a sentir mal por abrir un armario de la que había sido mi casa y lo seguía siendo, a fin de cuentas? A modo de rebeldía, y de demostración, volví a abrir el armario.
Y la cagué.
Vi tampones, y no del tipo que yo usaba, sino superplus. Vi colonia que no era la mía. Comencé a buscar con la mirada: dos cepillos de dientes, champú de una marca que no era mía ni de Luis, toalla de bidé ¡venga ya! Los tíos no usan el bidé, creen que es para mear si alguien ocupa la taza del váter y no hay otro baño…
—¿Victoria? —Llamó a la puerta, dubitativo—. ¿Todo bien?
¿Bien? Bien no, de putísima madre. Su puta madre, concretamente.
Cuando salí mi cara lo dijo todo. Pero por si acaso no lo había entendido bien, como no entendió el «ya hablaremos en Navidad si no nos vemos antes», me expliqué. Creo que no había dicho tantas palabrotas en mi vida como dije en apenas cinco minutos.
—Tú, maldito… maldito… —estaba tan enfadada que no me salía.
—Victoria, yo…
—Maldito cabrón hijo de la gran puta —ah, pues sí me salía, después de todo—. Desgraciado, malnacido… ¡cabrón!
—Victoria, no es lo que piensas.
—Tú no tienes ni idea de lo que pienso, imbécil. No tienes ni puta idea. Tú… tú has estado viviendo en mi casa mientras vivía fuera. Durmiendo en mi cama, la cama en la que te has estado follando a otra. Tú no tienes respeto por nada, tú, gilipollas de mierda.
—Habíamos roto, y el piso estaba vacío, y pensé…
—Pensaste con la polla, como siempre. Pensaste: oohhh, qué mierda, Victoria, la idiota que me mantenía mientras yo me la cascaba a dos manos cuando no era una rubia de bote quien lo hacía, se ha largado. Pero seguro que encuentro a otra imbécil que me pague mi vida de fracasado si pongo yo el piso.
—¿Pero tú de qué vas, Victoria? ¿De. Qué. Vas?
—¿De qué mierdas vas tú, Luis?
—Chisss —se mofó de mí y de mi obsesión por no armar escándalo—, no grites, nos oirán los vecinos.
—¡¡Me cago en los vecinos, ¿me oís, vecinos?, me cago en el vecindario y me cago en tu puta madre!!
Me levantó la mano. ¡A mí!
Le di una señora patada en los huevos. Estaba como ida, loca, poseída. No estaba loca, estaba cabreada: cabreada como nunca me había permitido estar.
—Y yo sintiéndome mal por tener un trabajo, por tener propiedades, por tener recursos. Por dejarte y no dar señales de vida. Sintiéndome mal por ti —reí histérica mientras él seguía en el suelo—. Yo soy gilipollas. Gi-li-po-llas. Vivo contigo, te pego mil patadas y me creo peor que tú. Pero si incluso Anthony Richardson me dijo que era una mujer increíble —ante la mención del actor alzó la vista—. ¿No llegaron las noticias a España? Salimos juntos —mentira, pero me daba igual—, y por cierto que folla mejor que tú.
Dios, era una ordinaria, era arrabalera. No, me repetí. Era una mujer muy enfadada, y con razones más que suficientes.
Pero no quería ser una ordinaria ni una arrabalera.
—Lárgate. Levántate y lárgate, o vete arrastrándote como la babosa que eres, pero largo.
—Victoria, tengo que recoger…
—Y una mierda. Lárgate o llamo a la poli y te desaloja.
Una vecina de la finca lo hizo con su «ex» porque el piso era de ella. Sabía, los dos sabíamos, que podía hacerlo.
Se fue dando un portazo.
No me sentía satisfecha. Ni de cerca. Estaba desatada, furiosa, incontrolada. Necesitaba lanzar algo.
Y supe exactamente qué. Abrí la ventana.
—¡¡Luis!! —grité a la calle; a la mierda los vecinos, arriba mi dignidad—. ¿No querías tus cosas? ¡¡Pues tómalas!!
Vacié el contenido de la caja. Menos mal que había gritado, si alguien pasaba se apartaría. Cayeron los cedés en cascada, y reí de felicidad.
—Zorra.
—Mucho, y hoy sabrás cuánto. —Cogí el trofeo de futbito y se lo lancé—. Toma esto, y esto —una foto suya que le hice en un viaje a la Alhambra—. ¿Qué más te falta?
¿Seguiría en el estudio su orla? Era su maldito orgullo.
—¡Ya era hora! —Oí gritar a una de las vecinas.
Sí, ya lo era. Y sí, el vecindario me estaba escuchando.
La orla estaba allí. Yujuuuuu. Dios volvía a quererme. Abrí la ventana del estudio y la orla fue a hacer compañía a las otras cosas.
Dios, ¿cómo podía ser tan patético de seguir allí, en la calle, cogiendo sus pertenencias, en lugar de largarse? Había hecho bien en irme el día que me fui. Y bien en volver por sorpresa.
—Mi camiseta, imbécil, es del día en que me perdiste. —Gritaba, las vecinas aplaudían—. Me la pongo a diario para recordar que eres un mierdas y que hice bien al largarme —bueno, ponerse la misma camiseta a diario no era higiénico. Pero se entendía el mensaje, ¿no?
—¡¡Y la jovencita con la que estás es una golfa y tiene los pechos de silicona!! —Aquélla era la vecina que echó al «ex»—. Preferís a las mujeres de goma a las de carne y hueso.
Me encantaba. Simplemente me encantaba.
—¿Has oído, Luis? Vecina —miré hacia arriba y la vi—, será porque ellos no son hombres de verdad, tampoco.
—Son un atajo de cobardes, eso es lo que son —mi vecina de abajo, viuda.
Dios, aquello era terapia de grupo.
—Unos mierdas, diga que sí, doña Aurelia.
—Si ya le decía yo a mi Pepe que esa chica te venía grande, deshonrado. —La del tercero—. Victoria, cuando vi que te ibas sin cantarle las cuarenta pensé que tenías la educación de tu madre pero no sus ovarios. Ya veo que eres como ella, toda una señora.
Aquello me emocionó. Mi madre hubiera hecho lo mismo. Pero claro, mi padre no hubiera hecho lo que hizo Luis.
—Luis —grité, liberándome—, eres un imbécil con el pene del tamaño de una cerilla —hubiera dicho polla, pero acababan de alabar mi buena educación.
Vi caer en la calle un bote de tomate. ¡Un momento! Eso no lo había lanzado yo. Miré a un lado. Desde la otra ventana me sonreían.
—Iba a tirárselos sin lata, pero hacen menos daño. —¡Y lanzó otro!
Me sentía bien, me sentía reconfortada, me sentía… yo. Como si hubiera recuperado aquella parte de mí que se fue con mis padres y que no llegué a recuperar del todo porque Luis nunca me dejó volver a sentirme bien conmigo misma. Regresaba mi genio, mi garra: la verdadera Victoria.
—¡¡Luis, que te den por el culo!! —le grité a la sombra que desaparecía, cauta, cuando comenzaron a caer objetos de otras ventanas.
Las vecinas aplaudieron, en la calle aplaudieron, y yo hice el símbolo de la Victoria, el mío y la mía, como una idiota feliz mientras reía a carcajadas.
Feliz, ésa era la clave.
Me había quitado un peso de encima. Y muchos complejos.
Mmmm… ¿estaría el teléfono de Ashley disponible?… mejor apagaba el móvil antes de que la tentación me ganara la partida.
Pasé los siguientes días recogiendo cosas, sacando recuerdos de mis padres que guardé en el trastero cuando murieron porque se me hacían insoportables y que no había vuelto a ver. Lloré con algunas cosas, reí con otras, y poco a poco y sin quererlo dejé la casa más o menos como cuando ellos vivían.
Llamé a las vecinas y les pregunté si querían los muebles de diseño de Luis.
Me miraron como si estuviera loca, pero cogieron algunos —bueno, hicieron que hijos y maridos los desmontaran y volvieran a montar— y llevamos el resto a Cáritas.
—Ven a casa por Nochevieja. Todos los vecinos que se quedan acaban en nuestro piso tomando el ponche de mi Pepe, que es malo pero sube mucho. Veremos las campanadas por la tele y después bailaremos como si aún fuéramos jóvenes y aquello un guateque. Claro —cayó— que tú eres joven. Quizá tengas otros planes…
—No, no los tengo. Y quiero ir. ¿Le parece si llevo yo el postre?
Y así pasé la víspera de Año Nuevo, en España, con los vecinos que me conocían de toda la vida y a los que apenas conocía yo, bailando pasodobles, Paquito el Chocolatero y lo que sonó en aquel radiocasete viejo. Y en cintas de casete os garantizo que Lady Gaga no estaba.
Fue divertido, fue maravilloso. Fueron unos días estupendos que recuerdo con cariño. Aun ahora cuando vuelvo con mi chico aviso a la de al lado que tiene llaves, me adecenta la casa y hago una pequeña cena para los vecinos que quieren venir.
En Año Nuevo por primera vez me levanté a hora del concierto, así que vi a todo el mundo emperifollado en Viena mientras yo, con el pijama puesto y la música de fondo, hacía una lista, que es lo que se hace cuando se estrena año, pero con un balance de lo bueno y lo malo del año anterior, que después quemaría como si fuera una falla.
Aquel año me había dado…
La ruptura de una relación de convivencia de diez años.
Una nueva ciudad, con gente nueva y amigas nuevas.
Un buen susto con un idiota monísimo que se creía Grey.
Una relación con un actor que no lo había sido.
Un título de osteopatía.
Un casi polvazo con un supuesto gay.
Había decidido no valorar nada de lo ocurrido con Ashley; yo había sido muy clara. Ahora le tocaba a él.
Pero el final de año había sido sin lugar a dudas apoteósico, recuperando muchas cosas que había perdido: recuerdos de mis padres, la combatividad, la dignidad.
Se había acabado sentirme culpable por lo que no era culpa mía. Y se había acabado esperar a ver qué ocurría: llegaba la hora de hacer que ocurrieran cosas.
Pasaba página, y en la nueva cabían mis amigas y desde luego Ashley, ése venía en el lote sí o sí, y más después de nuestra despedida.
Veríamos qué me traían los siguientes doce meses.
De momento un trabajo estaría bien, ¿no? Y si era cerca de un hombre con el que tenía muchas cosas que aclarar, mejor.
Con ese espíritu regresé a Londres.