Las chicas son vencidas
No conté a nadie aquel episodio. Estaba confundida, y avergonzada, y eufórica, y deseosa de volver a verle y muerta de miedo a la vez. Estaba hecha un maldito lío.
Llegaron las notas y salimos a celebrar una vez más. Esta vez fue que ya era osteópata. No avisamos a Alberta. No, no creáis que fue por lo de llevarnos de aquí para allá la semana anterior: tenía turno de noche. Así que salimos Monique y yo solas, lo que podía significar una noche de éxitos o una noche patética, dado que su mal humor se había ido incrementando durante la semana, a cada no-llamada del tal Eric.
—¿Candem?
Si las miradas mataran caía allí mismo.
—¿Me vas a llevar de pub en pub hasta encontrar al crío sin nombre? ¿Por qué no nos vamos a Nueva York, ya que nos ponemos?
—No seas perversa.
—Y me lo pides tú.
Reímos, porque era eso o una pelea de gatas.
—A la discoteca que han abierto nueva en el centro.
—Hecho. Pero bebemos aquí. Ahora mismo ni estudio, ni trabajo, ni nada. Saca del mueble bar lo que sea.
Y lo que sea fue whisky. Me encanta el whisky casi tanto como me emborracha. Así que fuimos a la discoteca bastante pedos. Tanto que allí todavía tomamos un par de copas más, olvidándonos de nuestro propósito de no pagar una pasta que no podíamos permitirnos.
A Monique le sonó el teléfono y salió fuera un rato, así que me quedé sola en la pista, rodeada de moscones. Al fondo había un rubio guapísimo y aquella noche había decidido que la negativa de Ashley era traición —cada día significaba algo distinto—, así que cubata en mano estuve bailando y mirándole durante un par de canciones. Al fin se acercó a mí.
—¿Te han dejado sola?
—No si te quedas conmigo.
—Bueno, no permitiremos que una dama se quede sin compañía. —Me tendió la mano—. David.
—Victoria Adams —sí, confesé mi nombre, así que ya veis cómo iba de mal—. En serio. Lo soy. Pero no se lo digas a la señora Beckham.
David y Victoria. Aquello era una señal de que debía tirármelo, pensé.
—De acuerdo, Victoria «Posh» Adams.
Bailamos un poco más y nos acercamos a la barra a tomar algo. No debía pedir más y no obstante otro whisky con limón terminó en mis manos y por ende en mi hígado. Sonó una balada y me cogió de las caderas, yo pasé las manos por detrás de su nuca y me balanceé al son de la música de un modo que las señoritas desde luego no hacían. Bajó las manos por mi culo hasta el borde de la minifalda y las subió hacia arriba de nuevo… pero por debajo. Mi cabeza, aun obnubilada, me decía que aquello no estaba bien, que una cosa era divertirse y otra divertirse delante de todo el mundo.
—¿Y si nos marchamos? —le susurré en el oído.
En cuanto lo dije me arrepentí, pero me reafirmé al momento siguiente: cualquier otra boca, otros abrazos, otras caricias… otro cuerpo era mejor que el de Ashley. Él no me quería, este tío sí.
—¿Y si vamos al baño?
Recordé la opinión de Monique sobre lugares donde maniobrar y negué con la cabeza; él insistió y volví a negarme, apartándole las manos que volvían a meterse bajo mi falda, con más insistencia esta vez.
—En serio, mejor nos vamos.
—No puedo irme y dejar aquí a un amigo. Venga, montémonoslo en el baño; sé que te encanta el morbo. Tienes cara de depravada.
¿La tenía? Algo no estaba bien. Me aparté y le miré fijamente, intentando aclararme. Cuando intentó cogerme de la mano y tirar de mí hacia el fondo del local le di un manotazo, o lo intenté. Iba borracha y apunté mal. Viendo que no sacaría nada se largó después de insultarme.
Me quedé en un lado de la pista como una pasmarote. Y cinco minutos después lo entendí: una pelirroja monísima y que no se acercaba a los treinta ni de casualidad se acercó con un par de chicas más, todas ellas riendo como bobas, y le besó. El muy desgraciado tenía novia y pretendía montárselo conmigo en el váter mientras su chica se divertía con sus amigas.
Iba a explicárselo. Iba a decirle a esa tía la clase de tío que se gastaba. Ahora verían, él y ella. Di un paso al frente pero alguien me cogió del brazo.
—No vale la pena, deja que sea infeliz en su mundo rosa. Tú y yo sabemos que el amor verdadero y esas mierdas no existen. Es joven: que crea un poco más antes de que la realidad la tumbe de la forma más cruel.
Si hice caso a Monique no fue porque tuviera razón, sino porque tenía los ojos rojos de llorar y le temblaban las manos.
—¿A casa? —Mi voz sonó compasiva. Me odiaría por eso.
—¿Estás loca? Hemos salido a divertirnos y nos divertiremos. Y ningún tío, ni ese capullo ni ningún otro con sus filosofadas telefónicas, va a impedírnoslo.
Pues sí que estaba mal la cosa. La cogí y volvimos a la barra. Pagué con la tarjeta de las compras por internet, que llevaba incorrupta más de seis meses, un asiento en una mesa, es decir, algo más de trescientas libras por un sillón cada una y unos cuantos chupitos de vodka de colores servidos de lo más cool. ¿Y qué más daba? Iba pedo y quería ir peor. Y las dos nos lo habíamos ganado. Que le dieran a Ashley y que le dieran a Eric; si no nos querían, ellos se lo perdían.
Seguro que Monique me contó todo sobre su extraño idilio. Y que llevada por las relaciones catastróficas yo le conté cosas que no había contado a nadie sobre Luis, dejándome arrastrar por el pesimismo, abriendo una herida que apenas había cubierto con una tirita y había creído cicatrizada.
Ninguna de las dos lo recordaríamos nunca. Íbamos demasiado ebrias. Nos creíamos guapas, listas, pero estábamos hechas polvo, las dos.
En algún momento cogimos un taxi y volvimos a casa. Sé que fue en taxi por el extracto de la tarjeta.
Como supe al día siguiente que había hecho algo estúpido, muy muy estúpido, por la memoria del móvil. Fue lo peor de la noche con diferencia.
Beber era contraindicativo. Si ya lo decía mi madre. Las señoritas no se emborrachan.
—¿Quieres hablarlo?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
Nos encogimos de hombros y encendimos la tele, pero incluso el sonido era molesto. Así que le quitamos la voz y nos limitamos a mover el brebaje de la tetera, receta bávara para la resaca, y beberlo a sorbos. La tableta de ibuprofeno estaba sobre la mesa y faltaban cuatro. Exagerado pero necesario.
Había despertado unas cuantas, muchas horas después. Abrí la ventana, la ducha, eché la ropa a la lavadora, me centrifugué yo y vacié el estómago y volví a meterme bajo del agua, cambié la ropa de cama, metí todo menos el vestido en la secadora, tendí el traje en una percha y me puse las vans, unos vaqueros limpios y una camiseta que decía «La vida son cuatro días: tres de fiesta y uno de resaca», y sólo cuando estuve algo maquillada y me creí persona fui al comedor para encontrarme con una Monique que también había borrado cualquier rastro de delitos anteriores.
Me temo que ella tenía también una vena autocastigadora y que también se obligó a ordenarlo todo con resaca porque como una que yo me sé consideró que era la mínima condena que merecía.
Después de un rato de servir e intentar beber aquella infusión del infierno, me decidí a hablar.
—Estas fiestas bajaré a casa. ¿Y tú?
—Iré unos días a Avignon a ver a los míos, sí.
—Yo ya no tengo «míos».
—Lo siento.
Silencio.
—Creo que iré a ver a Luis. A aclarar ciertas cosas, a entender qué pasó.
Alzó la mirada, interrogante. Creo que le sonaba parte de lo que le había confesado anoche, pero no lograba recordar cuánto más que Alberta sabía.
—Siento que no he cerrado aquella página de mi vida. Y que tal vez eso me impide avanzar tan rápido como quisiera.
—Me parece bien.
—Creo que si no cierro aquella puerta no podré abrir ninguna ventana. O lo que sea.
—Creo que tienes razón.
—Creo que el Año Nuevo será mejor si acabamos con las cosas que nos hieren del año que dejamos.
—Y eso lo has pensado, ¿exactamente cuándo? Porque hasta donde yo sé no llevas más de tres horas despierta y en tu estado dudo que te hayas vuelto sabia.
—Monique, hablo en serio, lo de anoche no fue una mala borrachera. Anoche nos excedimos consecuencia de la amargura que nos invade —me estaba poniendo dramática, ¿no?— porque no tenemos la vida que queremos. Mírate, sales, bebes, ligas, pero no…
—A mí no me metas en esto —su tono debió frenarme, pero como ella había dicho iba de resaca y no pensaba correctamente. Corrijo: no pensaba.
—Sí, sí te meto. ¿Entiendes que vas en plan calientabraguetas, excitando a todos los tíos para después no largarte con ninguno de ellos? Necesitas sentirte deseada, aunque en realidad lo que ocurre es que te mueres porque Eric te quiera y buscas reafirmarte poniendo cachondos a otros.
Me había pasado. Lo sé, pero no la compadezcáis, que me respondió al momento, hiriente y sin cortarse un pelo. Vamos, que hizo lo mismo que había hecho yo.
—¿Cómo te atreves a decirme que hago las cosas por esto o por aquello?, ¿que necesito que me quieran o que soy una calientapollas? ¿Acaso te crees tú mejor ejemplo?
—Al menos yo intento avanzar.
—¿Avanzar? No me hagas reír, Victoria. Avanzar. Tú. —Se rio, despectiva—. Tú, que llevas dando vueltas en círculo desde que te conozco. Tú, que huiste de tu país porque no te gustaba la realidad que acababas de descubrir.
—No hui…
—Sí, huiste, te largaste sin hablar, escondiendo la cabeza. Te faltaron ovarios para entrar en aquella habitación. Huiste y encima te creíste bien educada por no enfrentarte a él y gritarle a la cara que era un hijo de la gran puta. Y llegaste aquí y te asustaste la primera noche que desapareciste con un tío. Vale, sí, te pegó en el culo, pero montaste un número bestial, sobreactuaste porque no tenías ni idea de cómo comportarte, porque estabas totalmente perdida. Y para arreglarlo, dado que en tu subconsciente decidiste que no eras de rollos de una noche, te enganchaste a un actor que no quería nada contigo, y te permitiste creer que un beso casto significaba algo porque te morías de miedo, porque temías convertirte en una fracasada sentimental. Tal vez yo salga por ahí a buscar lo que Eric no me da y cuando descubro que lo que me ofrecen no lo sustituye me largue; tal vez sea, como dices, una calientabraguetas, pero al menos no pretendo otra cosa, no me miento a mí misma ni me invento cuentos de color de rosa para pintar una realidad que no me gusta.
¡Joder! No, en mayúsculas. ¡JODER!
Y lo peor de todo era que tenía razón. En cada afirmación. Y yo no me había dado cuenta. Me creía educada por no montarle un pollo a Luis y a la rubia; me creía sofisticada por ligarme a un tío una noche; me creía respetada por recibir un par de besos en un par de semanas.
Patética. Después de más de cuatro meses seguía siendo patética.
Pero al menos me había encontrado. Ahora sabía dónde estaba y de qué punto partir. Y comenzar a andar. Bueno, cuando encontrara fuerzas para levantarme después de la leche que me acababan de dar. Y que me había ganado.
—Victoria —su voz sonó dolida—, Victoria, lo siento, no quería…
—¿Sabes que tienes razón en todo lo que has dicho?
Me miró como si me viera por primera vez. Asintió.
—¿Sabes que tienes parte de razón en lo que has dicho tú?
Me encogí de hombros.
—Lo siento por la parte en la que me he equivocado.
—No importa.
—Se te ha olvidado añadir que me he colgado por un médico gay porque prefiero a un tío al que no pueda conseguir para evitar afrontar la idea de compartir mi vida con alguien de nuevo. —No importaba que le dijera lo que sentía por Ashley, lo sabía de sobra—. Definitivamente mi banda sonora para este año es Bad Romance.
—Me temo que eso no es una invención tuya porque temes enamorarte de alguien que se enamore de ti también. —Le miré sin comprender—. Lo que quiero decir es que realmente te has enamorado de Ashley.
—¿Y?
—Pues nada, que estás jodida.
Ya. Qué bien.
—Me temo que las dos estamos jodidas.
—Sip.
—Pues qué asco.
Me dio la razón en silencio. Nos quedamos calladas un rato.
—Esa camiseta, ¿es la de la resaca?
Estaba en castellano, pero les había traducido cada una de las que me había traído conforme me las había ido poniendo.
—Sí. —Al parecer se había acabado el tema. Y suponía que nunca lo sacaríamos a colación. Que olvidaríamos aquella tarde como habíamos olvidado ya la noche anterior.
—Pues como buenas exborrachas santifiquemos el cuarto día con un poco de silencio.
Y como ya no hablamos más, tendría que confesar yo…
No os he contado qué fue eso tan estúpido que hice. Pero dado que lo descubriréis en breve… Pero no me gritéis, por favor, estaba con una resaca horrorosa.
Escribí un whatsapp a Luis. Vale, sí, como la cera, mejor todo de un tirón. Escribí un whatsapp a Luis diciéndole que le echaba de menos.
Alberta nos dejó en paz toda la tarde. Supo que era una mala resaca por una mala borrachera y se largó a hacer compras navideñas. Yo no tenía a quien comprarle nada. Pensé en comprarle algo a Ashley, pero tenía bastante con el follón de Luis. Además Ashley me había dicho que no a una cena. Y a un polvo. Así que un regalo estaba descartado.
Luis no había contestado. Y eso me hacía sentir dos veces patética: una por escribirle y otra por no recibir respuesta. Me fui a la cama temprano, esperando que el día que amaneciera fuera mejor. Quedaban cinco días para Nochebuena.
Sonó el teléfono justo cuando me tapé con el edredón. Me descubrí y miré la pantalla: conocía el número de memoria.
—Luis.
No dije más.
—¿Cómo estás?
Lo pensé, y opté por la respuesta segura.
—De resaca.
—Algo sospechaba.
—¿Crees que no te hubiera escrito de no estarlo?
—Creo —respondió prudente— que no lo hubieras hecho a las cinco y media de la madrugada de un sábado.
—Touché.
—¿Sigues viniendo por Navidad? Me dijiste que lo harías. Llevo esperando que vengas desde entonces.
Y claro, había esperado hablar en Navidad. Por eso no había llamado, ni preguntado, ni nada. Pero él estaba apaciguador, y no quería discutir. No por teléfono. De hecho descubrí que no quería discutir, sólo hablar de qué hicimos mal.
—Sí. Llego el mismo veinticuatro.
—Ven a cenar con mis padres.
Ni de casualidad. Lo bueno de romper es que me había librado de su madre.
—No creo que sea buena idea.
—No.
Silencio.
—Podríamos vernos el veinticinco para cenar.
—¿Me llamarás cuando llegues y quedamos?
¿Por qué le tenía que llamar yo? Vale, porque fui yo quien se fue. Pero porque él me la pegó. Porque yo no le comprendía. Dios, ¿por qué tenía que culparme de cada cosa que alguien me hacía? Pero debí quedarme. No a luchar, pero sí a tener una maldita charla. Quizá debí llamarle unos días después, antes de venirme a Londres, y hablarlo. A lo mejor todo me hubiera ido mejor y…
—¿Victoria?
Genial: resaca, niebla mental y tu «ex» al teléfono: ¿qué más se podía pedir?
—Sí, te llamaré.
—Perfecto. Estaré esperando tu llamada. Descansa.
—Tú también.
Y colgamos. Y me quedé mirando la pantalla como una boba.
Apagué la luz y me acosté.
Y volví a encender la luz, saqué el portátil, y cambié de fecha de ida del vuelo: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Bueno, tendría que ser ya mañana, claro, y además bien tarde: a fin de cuentas había que hacer una maleta y escoger meticulosamente la ropa. Quería pasar página, sí. Pero quería que Luis se arrepintiera de habérmela jugado, también.